El Cinturón

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Para ti,
porque el amor quema y escuece.

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La gotas cayeron una a una sobre el agua atrapada en la tina. Revotaban una tras otra y las diminutas hondas llenaban la atención de un Jimin de mente nublada.

Las paredes eran de mármol pulido, blanco grisáceo, que ayudaban a que el sonido de cada gota filtrada de la llave chocara contra las cuatro paredes del baño, devolviendo el sonido a los oídos de Jimin.

Hasta el más mínimo movimiento bajo el agua podría hacerse notar gracias al eco de las paredes empañadas en vapor.

Jimin se movió, retuvo un suspiro y se quejó suavemente al abrazarse a su mismo, pegando sus maltratadas piernas contra su pecho, usando sus brazos para sostener sus piernas, descansando su mentón sobre sus rodillas.

Sus cabellos azabaches, empapados. Su rostro magullado, lastimado, entristecido. Sus labios pálidos, secos, entreabiertos.

Su piel era incolora, tal vez un poco amarillenta, no era normal por su puesto, ya no tenía el mismo tono rosado en sus mejillas, ahora solo había el morado y el verde de un terrible golpe. Sus codos aun era rosados, pero sus rodillas tenían cicatrices, porque había sido arrastrado contra el suelo, porque su piel en esa zona especifica había sido maltratada y arañada contra el pavimento que lo lastimó el día anterior.

―Ese maldito cinturón ―Escuchó susurrar aquella voz grave y ronca que había conocido hacia muchos años.

No podía evitarlo, tenía que girar la cabeza para mirarlo.

Para mirarlo a él. A aquel hombre de rostro nítido y ojos endurecidos. De cabellos negros y piel blanca como la cal.

La puerta del baño estaba abierta, exponiendo ante sus ojos cansados el pasillo lleno de algunas puertas en su departamento.

Se estremeció cuando lo vio salir de una habitación y entrar a otra. Lo estaba buscando, lo sabía, y temía que pudiera encontrarlo.

―No encuentro el maldito cinturón ―se quejó el hombre, deteniéndose justo en medio del pasillo donde Jimin podía ver lo que ocurría. Y poniendo sus manos en jarra sobre su cintura, frunció el ceño claramente molesto―. No lo encuentro en ningún lado.

Entonces lo miró. Jimin pudo observarlo; el momento justo en el que el rostro de ese hombre cambiaba en un parpadeo insignificante.

Jimin se dio cuenta momentos después. Él lo miró, y por eso su rostro cambió al instante.

Antes, era un rostro duro y casi furioso.

Ahora, era un rostro suave y cariñoso.

Y Jimin tembló, sintiéndose amenazado por la forma en la que el hombre se encaminó hacia su dirección, entrando al pequeño espacio de su baño, su espacio, su lugar. Y por más que quiso desviar la mirada y dejar de mirar esos ojos no puso, por miedo.

―Mírate Jimin. ―Lo vio detenerse a poco menos de un metro de la tina en donde él abrazaba sus piernas―. Estás hermoso.

Él no contestó, simplemente no tenía ganas de hacerlo, no cuando hace unas horas le había golpeado en la mandíbula.

Se quedó ahí, paralizado. Presenció cómo su pareja se sentaba al borde de la tina, y él afianzó su agarre contra sus piernas, tratando de protegerse a sí mismo, lo cual sabía que sería inútil.

Ese hombre lo miraba con unos bellos ojos, unos ojos oscuros y profundos que recordaba haberlo enamorado hacia muchos años.

No iba a negarlo, él seguía enamorado de esos mismos ojos. Pero era diferente. Era confuso. Porque además de provocarle ese mismo sentimiento de amor, también sabían provocarle el intenso sentimiento de pánico y desesperación.

En La Bañera [Editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora