Prólogo

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Llovía. Los densos nubarrones de tormenta cubrían el cielo como losas de piedra, ocultando el amanecer y sumiendo todo en una penumbra fría y mortecina. Había escombros en todas partes, ruinas de un pueblo en llamas y cuerpos por doquier. Entre los destrozos, restos de varas de metal, de jaulas carbonizadas y rotas que se abrían al cielo como fauces negras y puntiagudas.

Un trueno sacudió las nubes y un rugido ensordecedor estremeció las entrañas de la tierra. Llamaradas de fuego negro avanzaban en todas direcciones, calcinando en el acto todo lo que estaba a su alcance.

Una veintena de soldados, si no más, rodeaba una figura malherida, que apenas se mantenía en pie, llena de cortes y sangre. Se trataba de un hombre, al menos en apariencia, pues de su cabeza surgían dos protuberancias negras y retorcidas y de su espalda colgaban, maltrechas y cercenadas, los restos de unas alas igual de oscuras. Su pelo, en otra ocasión rojo como el vino, estaba cubierto de mugre y barro y la piel de sus manos y antebrazos era tan negra como el ébano y dura como las escamas. Sus ojos, rojos como ascuas, relucían cansados pero llenos de furia en la penumbra de la tormenta y a sus pies el fuego negro se retorcía como serpientes inquietas, siseantes y hambrientas.

Con dolor, el demonio se incorporó como pudo, temblando del cansancio y el esfuerzo, y escupió en el suelo un grueso flemón sangriento. Los soldados se seguían amontonando a su alrededor, cerrando cualquier vía de escape y apuntándolo con sus armas desde todas direcciones. No lo perdían de vista.

Él, en cambio, solo tenía ojos para la enorme y gigantesca puerta abierta de par en par que había en la cima de la colina donde se había ubicado la aldea horas antes. A los pilares de la misma, más de una decena de cuerpos menudos y pequeños yacían en el suelo, vestidos con harapos y encadenados. Ninguno se movía.

—Escoria —gruñó el demonio. La voz le temblaba de la ira y, de no ser por la lluvia que le empapaba el rostro, uno pensaría que estaba llorando—. Nos llamáis a nosotros demonios, pero vosotros no tenéis ni pizca de humanidad —acusó, rechinando los dientes y saboreando la sangre de un labio partido.

Un hombre vestido con una túnica negra dio un paso al frente, sin temor de estar cara a cara con el rey de los demonios. Tenía el pelo negro y largo, y su expresión era impasible y vacía, fría e inhumana. Sus ojos escondían milenios de conocimiento.

—No eres quién para hablar, END —espetó. Tenía un libro de cuero rojo en la mano—. Tu horrenda y desquiciada especie se dedica a masacrar pueblos y ciudades enteras como diversión. No nos puedes culpar por sacrificar a un puñado de monstruos a favor de la paz.

—¡Eran niños! —rugió, y las llamas a sus pies se alzaron y se expandieron acordes a la furia de su dueño.

Ante aquel repentino despliegue de poder remanente, los soldados se pusieron todavía más en guardia, tensos como las cuerdas de un arco a punto de disparar. Solo necesitaban una orden y se abalanzarían sobre él sin dudar. Detrás de ellos, con estruendo, cuerpos gigantescos aterrizaron uno tras otro, replegando las alas y gruñendo como amenaza y advertencia. Dragones. Los principales culpables de que END no hubiese podido masacrar a toda aquella peste y de que ahora se encontrara al borde del desmayo.

Los miró con furia y traición, todavía incapaz de asimilar cómo era que habían accedido a ayudar a los humanos, a esa misma especie que los había condenado y cazado durante siglos del mismo modo que a ellos.

Pero, por encima de todo, su ira iba dirigida hacia el hombre que tenía delante. A ese que se hacía llamar el dios de la vida y la muerte y que ahora lo contemplaba con una sonrisa irónica e incrédula. Este rió, sarcástico.

—El gran y temible END preocupado por la muerte de unas crías de demonio. Increíble —se carcajeó y END gruñó amenazante, dando un paso al frente. Al instante, los que lo rodeaban dieron otros tres, cerrando el círculo todavía más. El hombre alzó las cejas, interesado—. ¿Es que eran tuyas? Dime, ¿es cierto el rumor de que todos los demonios son hijos tuyos? Cierto es que fornicáis incluso más que los conejos. Sois una plaga y como tal tenéis que ser eliminados.

Cuatrocientos añosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora