Siempre he sabido que cada persona es completamente única, y que todos tienen una chispa especial, algo que los diferencia del resto del mundo. Yo no quería admitirlo, pero yo tenía esa chispa. Y ella también.
Todos cargamos una cruz, es inevitable; nacemos con ella, y al paso de los años se vuelve más pesada. No soy el primero, tampoco seré el último hombre de la tierra que ya no encuentra maneras para vivir, o una razón. Muchas personas son capaces de salir adelante, pero ¿qué hay de mí?, esa era mi pregunta eterna: ¿porqué yo no? Y no sabía, es probable que nunca lo supiera, o quizá solo era esa mi cruz, o astillas; si, tan solo secuelas.
Era muy difícil para mí considerarme a mí mismo incapaz de salir adelante, y sabía que todas aquellas crisis existenciales sobrepasaban los límites de lo insano. No sabía en realidad qué me detenía, y era inseguro, pero eso, nadie tenía que saberlo.
Tenía problemas para dormir, y para despertar: dormir no podía, despertar no quería; amaba el país de los sueños, y deseaba que la noche fuera eterna, aún así pasase desestrellada por mi ventana; pero el deber llamaba, literalmente.
Quizá no me daba cuenta de los cambios que sufría el mundo que me rodeaba; vivía ahogado en la música y no prestaba atención a los detalles pequeños, ni a los grandes. Iba por la vida sumido en mi propio mundo, entre estrellas, sufriendo penas por desquite. Pensando que todos aquellos rostros ya eran completamente conocidos, que ninguno de mis compañeros era interesante y que yo pasaba desapercibido.
Pero todos tienen su día; el día en el que todo debe cambiar, para bien o para mal; y aunque este no era mi día, era tan solo el principio, lo presentía.
Llegué temprano a clases, y como es mi costumbre, tomé asiento hasta el final, justo al lado de la ventana; cerrando los ojos y queriendo desaparecer de este plano; luchando conmigo mismo por mantener mi mente en blanco y sin éxito. Estuve así no sé por cuanto tiempo, esperando a que llegara mi maestra y el resto de mis compañeros.
Soy el chico raro de la clase, el que viste siempre de negro -guardando luto-, el que no participa en las actividades escolares y aleja a los demás. Por mucho tiempo creí que nadie quería acercarse porque era diferente; pero no era el caso, no quería compañía y lo dejaba bien claro con mi actitud de exclusión hacia todos, y ese era mi mundo. Estaba acostumbrado a el; me sentía cómodo.
Me vi obligado a levantar la cabeza con la extraña sensación de un toque en mi brazo, estaba allí parada, una tierna chica de cabellos azules atados en una coleta; se veía sonriente y parecía muy feliz.
—Hola, soy Alaia —dijo estirando su mano hacia mí con la intención de ser estrechada, algo que no hice y provocó un apagón en sus ojos brillantes —Bien, ¿puedo sentarme aquí? —Señaló la butaca a mi lado —todas están ocupadas.
Nuestras miradas hicieron contacto por mucho tiempo, ella en ningún momento dejó de sonreír, de hecho parecía emocionarle aún más mi indiferencia; y se nos pasó tanto el rato, que la maestra ingresó al aula, y tuvo que sentarse a mi lado.
No acostumbro a perder el enfoque durante las clases, pero la presencia de aquella chica sin duda me intrigaba. Era más que obvio que apenas había ingresado al colegio, y que aún no conocía a nadie, pero era tan diferente a todos los demás; fuese su cabello azul o su overol rosa, claramente atraía la atención de todos. Incluso la de la maestra.
Cuando la clase terminó, me dirigí al comedor, tenía mi rincón solitario, donde almuerzo y me pierdo. La chica nueva apenas había entrado a la cafetería y nuestras miradas volvieron a conectarse, como cargas opuestas de un imán. De inmediato aparté la mirada e intenté concentrarme en la manzana que tenía en mi mano, omitiendo la calidez de su presencia una vez estuvo frente a mí.
—Hola, de nuevo. ¿Puedo tomar asiento? —no negué su petición, tampoco la afirmé; Miró a todas partes y al final optó por sentarse. —Soy Alaia —repitió su nombre —¿y tú, cómo te llamas?
Sinceramente no acostumbraba a hablar mucho, con nadie. Mis maestros no exigían mi participación, por esto mismo, pero supuse que había sido muy grosero ya.
Alaia empezó a comer su almuerzo con la mirada fija en la bandeja. No me importaba su experiencia en el primer día, ni si no era lo que esperaba; sin embargo algo en mí se estrujaba al pensar que se había dirigido a la persona incorrecta; y que esa persona era yo.
—Axel.
Dije por fin. Sus ojos se iluminaron nuevamente cuando levantó su cabeza. Apoyó ambos codos sobre la mesa y cruzó los dedos bajo su barbilla. Abanicó sus largas pestañas varias veces e hizo esa sonrisa divertida que captaba toda mi atención.
—Vaya nombre, ¿no lo crees? —Dijo sin apartar la mirada, como si no le resultase incómodo el contacto visual —es hermoso, pero quizá no vaya contigo —continuó diciendo. Yo le daba toda la razón, aunque no se lo hacía saber, con ninguna clase de gesto —aunque no lo sé, parece todo lo contrario a lo que significa, ¿no te parece? —desconecté la mirada, a mí si me resultaba incómodo tanto contacto visual. Y no era mi intención ser descortés, pero tampoco alimentar una conversación, no me sentía cómodo.
Aquella chica, Alaia, era todo lo contrario a mí, y su nombre si iba con ella perfectamente, era parlanchina y feliz, su presencia vibraba de colores, colores pastel, y sin brillantina; pero no dejaba de incomodarme; el saber que hay personas así, y que salían adelante. No me imaginaba su historia, quizá dejó toda una ciudad atrás y muchos amigos, la casa de su infancia, prácticamente toda su vida, para llegar aquí hoy; quizá por un cambio del trabajo de su padre, o cargos delictivos, ¿quién sabe? De cierto modo, ella despertaba más curiosidad y misterio que yo.
En la siguiente hora de clase, la maestra Mónica, de literatura, nos asignó un trabajo en pareja, el cual no tenía planes de obedecer, y tenía la intención de hacerlo solo, como siempre; hasta que advirtió que no podía. Al final de aquella clase, mientras recogía mis pertenencias, se acercó a mí Alaia, más serena y tranquila que antes.
—¿Qué tal te pareció la clase? —Cuestionó acomodando su bolso, y yo no tenía opinión alguna para su cuestión, ni me interesaba en lo absoluto —¿te gustaría hacer la tarea conmigo?
Sus palabras me dejaron aún más mudo de lo que habitualmente era; y de verdad no tenía respuesta para su pregunta. ¿Qué tenía un chico como yo, que pudiese cautivar a una chica como ella?, a menos, para fatigar. De todos los chicos y chicas "simpáticas" del salón, dirigirte justo hacia el rey de la apatía incluso parecía ser una señal de infortunio, y eso me hacía pensar: ¿por qué a mí?, lo que me llevaba a mi pensamiento más profundo, oscuro y el que más miedo me daba: ¿por qué no?
Aunque algo era más que cierto, creía que me daba exactamente igual si sí, o si no; si con ella, o solo; si con ella o... con alguien más. Lo pensé, y por si me quedaban dudas, lo volví a pensar, y si me importaba... Mucho. Así que tras un breve momento de contacto visual, asentí en respuesta afirmativa a su petición, y su sonrisa se hizo inhumanamente más grande.
—¿Podríamos reunirnos el sábado?, en tu casa, si no es mucha molestia —volví a asentir acurrucándome en sus modales. Terminó por despedirse y marcharse.
Sentía una opresión distinta en el pecho, algo nuevo, que aunque no era de carácter de urgencia, merecía mi atención.
La soledad era mi única compañera, lo es desde casi siempre, desde... su partida; y la llegada de esa niña, Alaia, gritaba tormentas por todas partes; gritaba cambio. No sabía si estaba preparado, quizá la respuesta era negativa, pues no me adapto bien a los cambios. Y yo podía seguir con mi vida como si nada hubiese pasado con esa señorita, como si ella nunca me hubiese dirigido la palabra. Pero no era así, si me habló, y eso ya cambiaba las cosas. Aquello, ya cambiaba mi mundo y sin dudas, significaba algo.
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𝐀𝐥𝐚𝐢𝐚
Teen FictionAxel aún no entendía la importancia de seguir. Tras sentirse culpable del asesinato prematuro de su padre, creía que merecería la infelicidad y que el afecto hacia otras personas haría que estas se fueran de igual manera. Alaia, una niña risueña y...