Capítulo III

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     Esta noche, en exclusiva, tenía miedo; de no volver a conciliar el sueño, de no volver a soñar nunca más; eran apenas las una de la madrugada, y había dormido y despertado

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     Esta noche, en exclusiva, tenía miedo; de no volver a conciliar el sueño, de no volver a soñar nunca más; eran apenas las una de la madrugada, y había dormido y despertado. No era un guardián de los sueños, ni siquiera podía ser un soñador; no podía hacer de mi vida lo que quería. Me hacía sentir tan oprimido mi situación, no sabré nunca que haría si fuese una estrella; tal vez solo observar a todas las personas y atesorando sus sueños, por poder tenerlos, por poder intentarlo; solo por poder cumplirlos.

     Era mi noche, de darme las cuentas de todo lo que había hecho con mi vida; ¿qué habían sido de mis dieciséis años de vida?, ¿cómo he ocupado mis años? ¿De qué estoy orgulloso?, y mirando las estrellas, tenía las cuentas de todo lo que nunca hice, y todo lo que dije que haría una vez, la libreta, estaba completamente vacía; esa era mi noche.

     El despertador sonó, la hora de ir a la escuela había llegado; no tenía protestas para seguir mi día, cumplir con mis responsabilidades; pero me sentía más vacío que nunca.

     Antes de irme, pasé por la cocina a buscar mi almuerzo, mi madre se encontraba en ella, preparando lo que llevaría a la escuela.

     —Buenos días, cariño —dijo y me pasó el almuerzo; lo tomé y salí de casa, sumido en mí, pensando en mis cosas.

     No hacía falta mencionar que era la única persona en el salón, y no tenía mis audífonos para pasar el rato; no quería seguir pensando, no necesitaba seguir mortificando mi alma con cosas que ya sabía. Tomé una libreta y mi lápiz de dibujo, e intenté dibujar una guitarra, porque la sensación de mi guitarra mirándome, de anoche, no se iba.

     —Buenos días —saludó la chica nueva, cuyo asiento se encuentra junto al mío. Sé que no esperaba obtener una respuesta de mi parte, se acomodó en su lugar y sacó sus libretas.

     —Buenos días —le devolví, agradecido de haberme salvado ayer, dispuesto a ser un hombre nuevo. Levantó la mirada con sus grandes ojos brillando.

     —¿Cómo te sientes? —cuestionó sonando muy preocupada e interesada en mi respuesta.

     —Bien, gracias por tu ayuda —le miré a los ojos, agradecido de verdad, y arrepentido desde el fondo.

     —Me alegra mucho escuchar eso —sonrió, y no volvió a mirarme. Seguía haciendo cosas malas.

     Aún no apreciaba el valor de sus palabras, de sus saludos, pero sabía que debía hacerlo. Era la primera persona que pese a tener mi espacio, tiene la bella delicadeza de saludarme todas las mañanas, sin importar si le contesto o no, y esos pensamientos ocuparon mi mente durante toda la primera hora de clases, con la maestra Mónica.

     Al terminar la clase, todos mis compañeros del salón se fueron, y nos quedamos la maestra y yo; mientras entraba mis pertenencias en el bolso, se acercó a mí.

𝐀𝐥𝐚𝐢𝐚Donde viven las historias. Descúbrelo ahora