Las paredes de la habitación se contraen cada vez más sobre ti, aunque puerta y ventanas estén abiertas, la presión no cesa, el corazón palpita como queriendo escapar del pecho, mientras el más helado de los sudores empapa tu cuerpo y recorre lentamente tu espalda, erizando todos los vellos de la piel; la respiración se acorta, el aire no parece ser suficiente; una inexplicable desesperación se adueña de tu ser, no encuentras salida a tan horrenda sensación. Miras hacia todos lados buscando una forma de escapar, pero no la hay.
Llorar, gritar, tirar de tu cabello, e incluso morderte los labios o las uñas no sirve de nada. Estás atrapado, no hay escapatoria, al menos no hasta que la crisis termine.
Es entonces que vuelves a respirar profundo, de a poco tu pecho se libra de la presión y comienzas a recobrar la paz. Pero es una tranquilidad pasajera, efímera, frágil. Pues la más mínima presión, o incluso una sobredosis de soledad e inactividad, provocarán sin dudarlo que la ansiedad regrese. Este será un tormento que estarás destinado a vivir una y otra vez. Intentarás sonreír, pero debajo de la fachada, gritas al mundo que necesitas ayuda de una y mil formas distintas; pero eres incapaz de pedirlo directamente, hasta que es demasiado tarde.
Tarde para ser ayudado, tarde para el desafortunado final que era anunciado por cada crisis, ahora dentro del féretro para el que fuiste preparado cada que las paredes se venían abajo sobre ti.