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1996 – Edad de cinco años.

―¡No puedes enojarte por eso hasta destrozarlo todo! ―gritó mi madre al ver la desastrosa escena que le regalaba ni bien había ingresado a la habitación

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―¡No puedes enojarte por eso hasta destrozarlo todo! ―gritó mi madre al ver la desastrosa escena que le regalaba ni bien había ingresado a la habitación.

Había golpeado tanto una sandía que terminé salpicando los restos de la fruta en todo el comedor. Incluso había ensuciado la televisión que en ese momento solamente mostraba el retrato de la interferencia, estaba todo ruidoso y gris, con un poquito del rojo exterior.

―¡Me molesta que las semillas terminen en mi boca! ―Volví a golpear la fruta destrozada, haciendo que un pedazo quedara pegado en la mejilla de mamá―. ¡No deberían existir! ¡Son tan molestas!

―¿Qué está pasando? ―preguntó mi padre desde la sala, acercándose al escuchar nuestros gritos―. ¿Qué pasó aquí?

―Tuvo otro ataque de nervios ―explicó mi madre preocupada―. ¡No sé qué más hacer!

Mi padre miró atónito la escena ante sus ojos, viendo mi pecho subir y bajar salvajemente a causa de mi respiración agitada; mi playera manchada de rojo, y mis puños cerrados goteando aquel líquido pegajoso. ¡Cómo odiaba las sandías!

―¿Tú hiciste todo esto? ―preguntó sorprendido―. ¿Lo hiciste tú solo?

―¿Quién más lo haría? ―preguntó mi madre, colérica.

―¿Te das cuenta de la gravedad de la situación? ¡No es normal que un niño de cinco años sea capaz de destrozar algo así! ¡Su fuerza es descomunal!

―¡¿Y qué pretendes que haga?!

―Necesitamos llevarlo a un doctor, o algo de eso ―fue la solución de mi padre, que estaba mirando a mi madre con un deje de angustia―. Esto no es normal.

Lloré escandalosamente al darme cuenta de que mis padres me estaban regañando. En realidad, no quería que ellos estuvieran descontentos conmigo, pero a veces actuaba antes de pensar, y no me daba cuenta cuáles eran las cosas que podían molestarles, y cuáles no.

―¡No volverá a pasar! ¡Lo prometo! ¡Voy a limpiarlo todo! ―grité mientras lloraba, intentando desesperadamente que me perdonen.

Limpié la mejilla de mamá con una servilleta, pero esta también estaba impregnada del jugo de sandía. Sacudí mis manos y me las froté contra la ropa, pero ya todo estaba estropeado.

―Cariño, esto no puede seguir así ―dijo mi madre en un tono empalagoso―. Queremos ayudarte…

―Solo quería comer sandía, como tú sueles cortarla ―dije defensivo―. ¡Quería hacerlo yo solo!

―Esto no se trata de la sandía… No debes enojarte tanto, por todo…

―¡Ya no estoy enojado!

―Estas gritando, agitado, y sudando… tú no lo notas, pero incluso tus venas están marcadas ―mencionó mi padre, tratando de adoptar el tono de mi madre.

Me miré las manos. De ellas se escurría aquel dulce líquido rojo, y traté de contemplar la situación, y así quedé durante un buen rato. No me di cuenta de lo que pasó después, pero mi madre terminó dándome un baño mientras ella lloraba silenciosamente, para luego salir todos juntos a dar un paseo por Brooklyn Park.

Recuerdo que mi padre era el dueño de una empresa famosa en Minnesota, la cual no voy a nombrar; y mi madre era una importante arquitecta, pero luego de que nací, solo se dedicaba a diseñar los planos de edificios selectos. Así se conocieron ambos, mamá diseñó el edificio de unas de las sedes de la empresa de mi padre, y terminaron en una noche de pasión desenfrenado sin protección. Ese es mi origen.

A ver, qué más podría agregar a todo esto… Ah, ese día de paseo, aparte de pasar por la empresa, me llevaron a un pequeño consultorio, alejado del Central Park, para que una psicóloga les dijera qué era lo que estaba mal conmigo.

―¿Cómo te llamas? ―preguntó la señora.

Esa mujer tenía unas gafas espantosas, y no combinaban ni con su atuendo de anciana oriental, ni con el tono chillón de su lápiz labial. Parecía un payaso raro y deprimido.
No le contesté, seguí jugando con los autitos que ella me había ofrecido. Quería gritarle que sabía que mi nombre estaba escrito en su libreta, que no sea tonta por favor. Pero sabía que tenía que comportarme ante la presencia de personas mayores.

―La señora Roswell te hizo una pregunta, hijo ―dijo mi padre con reproche. También lo ignoré.

―Será mejor que charlemos los dos solos ―habló aquel payaso tétrico, pidiéndole con una sonrisa siniestra que salieran de la habitación―. En un rato los llamaré.

Mis padres asintieron y yo quería llorar. Esa mujer me aterraba de sobremanera; hasta tenía ganas de hacer pis.

―¿Vas al preescolar, cariño? ―preguntó en cuanto estuvimos los dos solos, yo asentí afirmativamente, mientras mis dientes castañeaban por el pánico―. ¿Tienes frío? ―Negué―. ¿Sabes escribir tu nombre? ―Esta vez asentí, y ella me tendió un papel con varios lápices de colores―. De acuerdo, nos comunicaremos a través de esto… ¿te parece bien?

Tomé lo que me ofrecía, y en vez de escribir mi nombre ―que era la única palabra que sabía escribir―, terminé dibujando a un niño rubio y pecoso, comiendo una enorme sandía, junto a sus padres que lo miraban sonrientes y felices.

―¡Esto es un trabajo genial! ―opinó aquella mujer fea―. ¿Me lo quieres explicar?
Me negué porque no quería hacerlo. Solo era el retrato de lo que hubiera pasado si las malditas sandías vinieran sin sus horribles semillas.

―Está bien ―siguió hablando sola―. Tus padres me dijeron que hay cosas que te enojan mucho. ¿Podrías dibujar eso?

Bah, eso era fácil. Asentí, y me dispuse a dibujar las semillas de la sandía, junto a la cara de disgusto de mis padres.

Estuve así durante unos pocos minutos, bajo su atenta mirada que ya no me ponía tan nervioso como al inicio. Cuando terminé mi obra, la mujer se reacomodó los anteojos para inspeccionar mi trabajo, y luego volvió a mirarme duramente.

La hoja estaba llena de dibujos que ya no recuerdo, cosas que me enojaban. Lo hice con tanta pasión, que terminó arrugada y en algunas partes agujereada, llena de manchones y cosas inteligibles. Un desastre.

La mujer me detuvo, y entonces bajé la mirada hacia lo que estaba haciendo; mis manos estaban enrojecidas y temblorosas, aun sosteniendo algunos elementos con los que había dibujado.

―No creo que quieras seguir rompiendo los lápices, hijo.

La caja negraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora