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2010 - Edad de diecinueve años

No recuerdo cómo fue exactamente que pude escapar, pero sí recuerdo las circunstancias

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No recuerdo cómo fue exactamente que pude escapar, pero sí recuerdo las circunstancias. Había pasado un par de meses desde que comenzó la investigación para la causa del PrairieCaire, por lo que, antes de que pudieran volver a someternos a estudios, MonsterWoods nos trasladó al lugar más recóndito que hallaron para que nadie pudiera encontrarnos.

Nunca antes estuve tan drogado como en aquella ocasión, y a mis compañeros no hacía falta medicarlos, pues hacía tiempo habían dejado de tener consciencia. Es por esa razón que no sé si estuve alucinando, o si realmente escuché decir a uno de los estudiantes que trabajaba para MonsterWoods mientras nos trasladaban en una furgoneta maloliente, que todo se había ido al caño.

Después de eso, borraron cualquier rastro que pudiera conectarlos con nosotros, nos dieron una nueva dosis de somníferos para dejarnos en una cabaña abandonada en el medio de un siniestro bosque, a nuestra propia suerte, y así escaparon.

Aproximadamente dos noches después, estaba frente a la casa de mis padres; herido, desnudo, llorando y con los restos del vomito que me obligué a soltar, puesto que pensaba que así podía perder el efecto sedante con mayor rapidez. Así de devastado quedé por las próximas semanas.

Convencí a mi madre de que no hiciera una denuncia en contra del hospital, no porque creía que no se lo merecieran, sino porque era algo que quería reprimir en mi cabeza. Además, sabía que MonsterWoods no podría escapar de su destino, no con la muerte a cuestas. Ellos aceptaron sin reclamar nada, lo que me hacía creer que no estaban dispuestos a dar la cara por su presunto hijo trastornado. Yo les seguía avergonzando.

Y, por si fuera poco, en los programas televisivos no paraban de reiterar la noticia de la muerte del médico psiquiatra Eisenberg y el escándalo del PrairieCaire junto a los titulares que cuestionaban la realidad de los psiquiátricos, como si todo tuviera que ver con todo. Y mi mente no paraba de repetirme, que por más que en ese entonces era libre, nunca lo sería del todo, ya que mis recuerdos me torturarían una y otra vez.

―Deja de llorar, hijo ―pidió mi madre, acariciando mis adoloridos hombros mientras yo sollozaba acostado en mi cama, con la cara escondida entre las mantas―, por favor, no lo hagas más.

No podía mirarla a los ojos, nunca pude después de todo lo que vivimos. Cuando lo hacía, una parte de mí, quería perdonarle y dejar que me consolara por siempre. Sé que en un momento de mi vida deseé que mis padres se sintieran culpables ante mi cuerpo destruido, pero en ese momento no podía importarme menos. La culpabilidad de mi madre no me resultaba satisfactoria, y odiaba verla llorar conmigo.

―Te lo dije, ellos son unos mentirosos ―sollocé―. Ellos mintieron todo este tiempo, me arruinaron...

Sin embargo, sabía que ellos nunca me creerían a mí. Y seguí consumiendo algunas de mis medicinas, para complacer a mis padres y hacerles creer que todo estaba bien. Estaba lejos de estar bien, y el esfuerzo que hacía por no explotar y machacar todo hasta desaparecer, hacía que mi cráneo quisiera romperse, pero era algo que, dentro de todo, podía controlar. También debo admitir, que el consumo de esas píldoras, que no ayudaban más que para adormecer mis sentidos, era bastante satisfactorio. Yo sabía que el fin de esos medicamentos no era curativo, sino adictivo, y que tan solo era un negocio para el mundo farmacéutico, pero calmar la mente por unos momentos era como un receso al que no podía resistirme. Y mis padres estaban conformes con eso.

Y era tan contradictorio, porque las voces estaban algo apagadas, pero eso no quitaba el hecho de que la angustia me tomara por completo y tuviera que llorar en silencio para no alertar a mis padres. Volver a terapia no era una opción, y ellos habían conseguido prescripciones médicas para mis pastillas. También me aseguraron un puesto en la empresa, para poder tener la mente ocupada. Lo cual, dentro de todo, había funcionado en cuanto a mis ánimos. Había pasado mucho tiempo sin ver tantas personas normales a mi alrededor. Y si bien no conversaba con nadie, servía para copiar el comportamiento de los demás.

Mi aptitud y los permisos que me daban solo me permitían hacer las fotocopias, impresiones y algunos que otros recados, aunque rara vez me dedicaba al papeleo. Más bien, me la pasaba vagando por los pasillos para curiosear y espiar a los demás trabajadores, como un auténtico fantasma. De todos modos, me pagaban, incluso si dormía siestas del total de mis horas laborales.

Descubrí que a la gente le encantaba el dinero, pero a mí, lo que me gustaba, era lo que se podía hacer con él. Entre mis llantos, supe que la única cosa que podía aplacar mi angustia, era tener una verdadera familia que me apoyara y me cuidara, una que no complotara con otras personas para hacerme daño, y que no me viera como si fuera un demente. Y para tener una familia, primero debía tener una casa, un coche, y estabilidad económica. Es decir, dinero y más dinero.

―¿Qué estás haciendo? ―pregunté, haciendo que el pobre señor pegara un salto a causa de la sorpresa.

―¡Santo cielo! ―exclamó, llevándose las manos al pecho y suspirando―. ¡Casi me mata del susto!

―No fue mi culpa, estabas taaaan concentrado en eso ―informé, apuntando hacia las pantallas de los ordenadores que él se había apresurado a apagar.

―Sí, bueno ―titubeó―... es que me agarra metido en el trabajo, señorito... ¿se le ofrece algo?

Había estado observando a Larry durante varios días. Él se encargaba del área contable junto a dos sujetos que nunca estaban en el edificio, ya que trabajaban en otra sede y solo venían en ocasiones de requerimiento.

―Sip ―asentí, acercando una de las sillas giratorias a su lado.

La oficina de Larry no era más que una habitación con unas cuantas computadoras, y eso me recordaba a las películas en donde había cuartos de vigilancia. Si apagaban las luces, se veía exactamente igual a eso. Aunque, para ser sinceros, Larry era el único hombre en toda la empresa que no cerraba las puertas. Algo me decía que era un nervioso despistado, y eso no le permitiría ser un guardia de seguridad.

De todos modos, eso no iba al caso.

―Quiero que me enseñes eso que haces con los números...

―¿Qué cosa, exactamente? ―cuestionó, alejándose un poco de mi asiento.

―Eso. ―Señalé una de las pantallas―. Que los números que están aquí, aparezcan en este otro lado...

Larry siguió el trayecto que hice con mi dedo índice, de una pantalla a la otra, y luego me miró pasmado. Su rostro había palidecido como un papel, y de no ser porque noté que pasó saliva con dificultad, habría jurado que sí se había muerto del susto.

―No-o... no creo que sea... conveniente que usted esté aquí... señorito ―dijo con nerviosismo, y yo lo miré confundido. Que me llamara señorito me resultaba casi tan gracioso como su pánico.

―¿Por qué lo dice? ―cuestioné dubitativo―. ¿Dices que es más conveniente que vaya con mi padre?

―¡No! ―se apresuró a contestar, pero le callé con un gesto. No tenía por qué gritar.

―Larry, sé lo que haces... ―Volví a silenciarlo porque quiso refutar, pero yo necesitaba saber cómo desviaba los fondos de la empresa a su propia cuenta bancaria―. Y si no me enseñas cómo lo haces, me temo que mi padre lo sabrá.

No tuve que decir otra palabra, porque aquel hombre ya estaba totalmente dispuesto a hacer lo que yo quería. Sin embargo, no dejó de implorar que no lo delatara, lo que me hacía sentir una extraña mezcla de satisfacción y pena, pero que me hacía sentir, por primera vez después de mucho tiempo, como alguien totalmente superior.

Durante ese tiempo aproveché para acosarlo en todo momento, como un niño con un juguete nuevo. Ese Larry era un completo idiota y terminó por convertir la lástima que le tenía por rabia al ver que era tan indefenso como lo fui yo tan solo un tiempo atrás, pero durante los dichosos tres meses que trabajé en la empresa de mi padre, él me había aumentado el dinero de mi caja de ahorro en un 350%, y no estaba contando con mi otra cuenta, la legal, que era manejada por mis progenitores.

Y fueron tan solo tres meses, porque las terribles ganas que tenía de dejar de llorar gracias al consuelo de un hogar, me hicieron notar que había un negocio mucho más factible para ganar dinero. Un negocio oscuro y peligroso...

Y que yo conocía bastante bien.

La caja negraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora