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2015

2015

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Me encontraba confundido y aturdido, como si mi mente hubiese sido reseteada para recordar solamente lo elemental.

―Necesito cambiarme el nombre ―balbuceé, dirigiéndome a la secretaria que me miraba consternada.

―¿Traes tu papeleo, muchacho? ―Se los tendí todos amontonados y desordenados de igual manera―. Puedes tomar asiento.

No me senté; me quedé parado, mirando de un lugar a otro, y moviendo mis manos, nervioso sin saber el porqué.
Después de unos segundos de preguntas que respondí por inercia, ella había dicho que todo estaba en orden.

―Y bien. ¿Cuál es tu nuevo nombre?

―Sam.

―¿Sam? ―inquirió, tratando de que prosiguiera. No lo haría.

―Sam. Solo Sam. ―La mujer me miró confundida, y la escena era tan cómica. Era como que si ambos habláramos otro idioma, y no nos entendíamos para nada ―. Sam…

Haciendo un paréntesis: no estoy acostumbrado a escribir, y lamento mis faltas ortográficas… en realidad no lo siento, pero quería aclarar que sé de la existencia de estas.

Bien. Prosigamos…

Ese día, después de haber cambiado mi nombre, fui de nuevo con mis padres. Papá estaba histérico, y mamá muy triste.

―¡No puedo creer que nos dieras la espalda de ese modo! ¡Después de todo lo que te dimos!

Gesticulé sus mismas palabras con fastidio.

―No gritemos, ni hagamos burlas. Hablemos como las personas adultas que somos. ―Apaciguó mi madre, y yo solo pude reír.

―Está bien, está bien… Me calmo ―dije tratando de calmar mi risa, bajo la mirada de reproche de mis padres―. ¡Qué va! Es que ustedes dicen muchas cosas estúpidas.

―¿Y ahora nos dices estúpidos? ―preguntó mi padre, colérico.

―¿Por qué crees eso, hijo?

―Ma, pa. Los escuché hablando hoy en la mañana. Sé lo que dijiste sobre la herencia, y sé que no quedará nada a mi nombre. Eso sí que es dar la espalda. ―Sonreí, malicioso―. ¿Entonces, de qué me sirve tu apellido?

―¿Esto es por el dinero? ¡Sabes que nunca te negué nada! ―se defendió enfadado.

Negué con ruiditos de mi boca, con mi dedo, y luego con movimientos de cabeza. Para que sepan que me negaba rotundamente.

―No se trata del dinero… Bueno, también sí ―admití―. Las cosas son más fáciles con los dólares. A lo que yo voy, es a lo que tú piensas, papi.

―Con nosotros nunca te va a faltar nada, cielo ―dijo mi madre, interponiéndose entre nosotros y tomando mi mano de manera cálida.

Ese gesto mató un pedazo de mí, haciendo que un poco de angustia se colara en mi sistema y me cuestionara a mí mismo el porqué de mis reacciones. La miré a los ojos y quise decirle que lo único que necesitaba era que me arrope como a un niño en la cama, que cuando despertáramos todo estaría resuelto, yo sería el niño que siempre soñaron, y los amaría como no pude hacerlo nunca.

«Ellos te creen un inútil, creen que no podrías manejarlo sin ellos»

Me solté del agarre de mi madre de un tirón, y empecé a alterarme.

―¡No soy un inútil! ―grité―. ¡Te escuché diciendo que yo no tengo control! ¡Decías que el día que te murieras, no habría nadie para calmarme! ¡Ustedes creen que no lo lograré!

Mi padre tragó con dificultad y trató de negar mis palabras, pero no pudo. Todos lo habíamos escuchado decirlo, ellos conversando y yo espiando por la puerta.

―Solo estaba hablando de mis preocupaciones, hijo. Todavía no terminamos de redactar mi testamento, y le estaba comentando a tu madre que me preocupaba que el dinero sea tu perdición ―dijo mi padre, angustiado―. No porque no te crea capaz, sino porque sé sus efectos.

Aquello era una manera distinta de decirme un inútil. Él sabía los efectos del dinero, y por eso no confiaba en mí; porque temía que pudiera perderlo todo. Yo era más fuerte que eso.

«No eres capaz, ellos tienen razón»

―¡Para, hijo! ¡Vas a hacerte daño! ―gritó mi madre―. ¡No has tomado tus medicinas!

Papá apareció rápidamente con mis medicamentos, y trataron de detener los golpes que me daba en la cabeza con las manos, intentando acallar a mis fantasmas.

Claro que había tomado mis medicamentos, no olvidaría hacerlo por nada en el mundo, ya que si no lo hacía, las voces se volvían insoportables y eso me ponía de mal humor. Pero últimamente en esos días, había una vocecita que no se callaba a pesar mi dosis diaria de tranquilidad, y se mezclaba con mis pensamientos sanos, haciendo que a veces no diferenciara el uno del otro.

La punzada en mi cráneo me hizo trastabillar un poco, y aprovecharon eso para meterme un par de pastillas en mi boca. Las tragué sin dificultad alguna, pero sabía que todavía faltaban unos minutos de puro terror antes que llegara el efecto; sentía las paredes de la habitación caerme encima y empecé a  golpearlas una y otra vez para que se quedaran quietas en el lugar.

«¿Ves que tienen razón? Siempre pierdes el control»

―¿Por qué siempre tienen razón? ―pregunté en medio del llanto, que no sabía que existía hasta que lo percibí en mi propia voz.

«No te preocupes, no los necesitas»

Asentí amargamente, no necesitaba de nadie. Tenían razón, era preocupante dejarme a cargo de todos los bienes familiares, y lo mejor era desheredarme, pero algo dentro de mí decía que si no podía tener su dinero, no quería nada. Ni siquiera su apellido, y mucho menos su apoyo.

Lloré desesperadamente, porque en realidad no quería alejarme de ellos; era como una pelea interna de lo que quería hacer, con un supuesto deber. Mientras hacía lo que debía, mi mente estaba tranquila y no me molestaba, lo contrario de cuando hacía lo que me gustaría.

Me abrazaron, tratando de consolarme; en mi mente lo vi como que si quisieran unir mis pedazos rotos, pero no podrían. Algunas partes mutaron hasta perder su forma, de manera que no encajarían ni con toda la fuerza que ejercieran, y otras partes de mí habían dejado de existir hace algún tiempo, para nunca más volver.

Y después de eso, no recuerdo más.

La caja negraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora