Capítulo 38: El broche de la promesa (R)

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Si iba a morir, podía hacerlo tranquila. Si bien es cierto que no salvaría la Tierra Media como había predicho Danarís, ahora poseía algo me he hacía estar en paz y que me había hecho vivir los momentos más felices de mi vida. 

Legolas nos separó y se puso delante de mí para cubrirme con su cuerpo, por puro acto reflejo. Creo que sabía que era una maniobra inútil, pues por mucho que me protegiera, las llamas acabarían alcanzándome. Y aun así lo hizo, decidió arriesgar su vida para tratar, a la desesperada, proteger la mía. Me agarré su brazo derecho con fuerza y apoyé mi cabeza en su hombro, cerrando los ojos y escondiendo mi mirada, preparándome para lo peor. Fue en ese momento cuando escuché la voz de Daria gritar.

—¡Ahora! 

Legolas y yo miramos hacia el techo del salón y vimos que por un conducto de ventilación asomaba la joven enana, que en esos momentos se lanzaba hacia el vacío. Smaug también desvió su atención al oírla, frenando su ofensiva. Miré horrorizada aquella acción suicida. Daria volaba por los aires, pero logró aferrarse a la gran lámpara que pendía del techo a pocos metros bajo los conductos.

—¡A cubierto! —gritó Legolas, y tiró de mí para resguardarnos tras una gran columna. Nos abrazamos y él me recubrió la cabeza con sus brazos. Yo me agarraba fuertemente de las vestiduras del príncipe, rezando a las Valier para que nuestro plan tuviese éxito. 

Entonces, de los tres conductos de ventilación que había en el techo del salón, comenzó a caer un líquido dorado incandescente, que aterrizó justo encima del poderoso dragón, provocando un alarido aterrador en la estancia.

—¡Toma calor, dragón! —exclamó Daria, celebrando la victoria desde la lámpara colgante. 

Litros y litros de oro líquido ardiendo seguían cayendo sobre Smaug, que rugía de dolor por las quemaduras que le provocaba en las escamas el contacto con aquella sustancia ardiente. La única oportunidad de Smaug para librarse del ataque consistía en salir volando de allí. El dragón expandió sus alas, derribó varias columnas, y se lanzó con fiereza contra la pared. Ésta cayó derruida y Smaug voló fuera de la guarida, en busca del aire frío exterior que calmara las palpitantes quemaduras que sufrían todas sus escamas. Daba bruscos giros en el aire, tratando de deshacerse de los restos del oro fundido que aún estaba adherido a su cuerpo, y poco después se zambulló completamente en el río que rodeaba la ciudad de EndLand para tratar de sofocar su dolor. Esta acción provocó que unas enormes olas azotaran los puertos de la desdichada población y provocara importantes inundaciones en sus calles. 

Poco después, aparecieron en la sala Danarís y Jon, llamándonos.

—¡Nos toca actuar! —avisaba Danarís. 

El líquido dorado había dejado de brotar del techo, pero gran parte del suelo aún estaba ardiendo. La mayor parte de la sustancia se encontraba justo en la zona donde había aterrizado pero lentamente se estaba expandiendo, ocupando todo el espacio. Teníamos que abandonar aquella estancia cuanto antes. 

Legolas y yo salimos de detrás de la columna tras la llamada. Ellos se acercaron a nosotros y nos examinaron de arriba a abajo, para comprobar nuestro estado.

—Estáis ilesos —musitó Danarís, sorprendida.

—Ha sido un golpe de suerte —se excusó Legolas, encogiéndose de hombros—. El dragón no estaba en su mejor forma después de tanto tiempo dormido. 

—Ha llegado vuestro momento —anunció Danarís—. Tenéis que matarlo. Yo os acompañaré.

Yo miré preocupada a Legolas, aunque él no me devolvió la mirada. Tenía la mirada clavada en el frente y se mostraba preparado para continuar con el plan, sin titubear. Danarís se puso en marcha y él dio un paso para seguirla cuando le retuve, agarrándole el brazo.

Memorias de la última princesa. 1º Tomo. *REEDICIÓN 10º ANIVERSARIO*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora