Don Peppino Diana

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Cuando pienso en la lucha de los clanes de Casal di Principe, de San Cipriano, de Casapesenna, y en todos los territorios en donde estos son hegemónicos, desde Parete hasta Formia, pienso siempre en sábanas blancas. En las sábanas blancas que cuelgan de todos los balcones, atadas a todas las barandas, anudadas a todas las ventanas. Blanco, todo blanco, como una lluvia de tejido inmaculado. Fueron estas el rabioso luto izado cuando se desarrollaron los funerales de don Peppino Diana. Yo tenía dieciséis años, y corría el mes de marzo de 1994. Me despertó mi tía, como siempre, pero esta vez con una violencia extraña: me despertó tirando de la sábana en la que yo estaba acurrucado, como cuando se saca un salchichón de su envoltorio. Casi me caí de la cama. Mi tía no decía nada y caminaba haciendo un ruido fortísimo, como si desahogara todo su nerviosismo por los talones. Anudó las sábanas a las barandas de casa; con fuerza: ni siquiera un tornado habría podido soltarlas. Abrió las ventanas de par en par, dejando entrar las voces y salir los ruidos de la casa, incluso los cajones de los muebles estaban abiertos. Recuerdo la riada de boy scouts que habían abandonado su aire despreocupado de valientes hijos de familia y que parecían llevar anudada a sus extravagantes fulares de color amarillo y verde una fuerte rabia, ya que don Peppino era uno de ellos. Nunca más he vuelto a ver boy scouts tan nerviosos y tan poco atentos a todas las formas de orden y de compostura que, a diferencia de esa ocasión, los acompañan siempre en sus largas marchas. De aquel día solo tengo recuerdos fragmentados como manchas, una memoria como de piel de dálmata. Don Peppino Diana tuvo una historia extraña, una de aquellas que, una vez conocida, hace falta conservar en alguna parte del propio cuerpo: en el fondo de la garganta, apretada en el puño, junto al músculo del pecho, en las coronarias... Una historia rara, desconocida por la mayoría. Don Peppino había estudiado en Roma, y allí había de permanecer para hacer carrera, lejos de su pueblo, lejos de la tierra de provincias, lejos de los negocios sucios. Una carrera clerical, de buen o burgués. Pero de repente había decidido volver a Casal di Principe, como quien no logra quitarse de encima un recuerdo, un hábito, un olor. Acaso como quien tiene perennemente la desazonadora sensación de que debe hacer algo, y no consigue hallar la paz hasta que no lo hace o, al menos, lo intenta. Don Peppino se convirtió en el jovencísimo sacerdote de la iglesia de San Nicola di Bari, un edificio de estructura moderna que parecía, incluso en su estética, perfecto para su idea de compromiso. Andaba por ahí con vaqueros en lugar de sotana, como había sido hasta entonces lo normal en los curas, que llevaban encima una autoridad tan oscura como el hábito talar. Don Peppino no escuchaba los líos de las familias, no condenaba los amoríos de los varones ni andaba consolando a mujeres cornudas: había cambiado con naturalidad el papel del cura de provincias. Y había decidido interesarse por las dinámicas del poder, y no solo por los corolarios de la miseria; no quería únicamente limpiar la herida, sino comprender los mecanismos de la metástasis, bloquear la gangrena, detener el origen de lo que hacía de su tierra un yacimiento de capitales y un reguero de cadáveres. De vez en cuando también fumaba puros en público, algo que en otro lugar habría podido parecer un gesto inocuo. Pero por esos pagos los curas tendían a adoptar una actitud de fingida privación de lo superfluo, y solo en sus habitaciones desahogaban sus torpes debilidades. Don Peppino había decidido dejar que su cara se asemejara cada vez más a sí mismo, como una garantía de transparencia en una tierra donde, por el contrario, los rostros deben orientarse hacia muecas prontas a imitar aquello que se representa, ayudados por sobrenombres que cargan el propio cuerpo del poder que se quiere suturar en la propia epidermis. Tenía obsesión por la acción, y había puesto en marcha un centro de acogida donde ofrecer comida y alojamiento a los primeros inmigrantes africanos. Era necesario acogerles, evitar -como luego sucedería-que los clanes pudieran empezar a hacer de ellos soldados a su medida. Para realizar el proyecto había renunciado incluso a algunos ahorros personales que había acumulado con la enseñanza. Esperar ayudas institucionales puede ser algo tan lento y complicado que acabe convirtiéndose en el más real de los motivos para la inmovilidad. Desde que era sacerdote había visto toda una sucesión de boss, la eliminación de Bardellino y el poder de Sandokan y de Cicciotto di Mezzanotte, las matanzas entre los bardellinianos y los Casalesi, y luego entre los dirigentes vencedores. Un episodio famoso en las crónicas de aquel período fue el cortejo de varios automóviles desfilando por las calles del pueblo. Eran cerca de las seis de la tarde cuando una decena de coches formaron una especie de carrusel ante las casas de los enemigos. Los grupos vencedores de Schiavone fueron a desafiar a sus adversarios a la misma puerta de su casa. Yo era aún muy niño, pero mis primos juraron que lo habían visto con sus propios ojos. Los coches avanzaban lentamente por las calles de San Cipriano, Casapesenna y Casal di Principe, y los hombres iban sentados a horcajadas en las ventanillas con una pierna dentro del coche y la otra colgando. Todos con la metralleta en la mano y el rostro descubierto. Avanzando a paso lento, el cortejo iba recogiendo poco a poco a otros afiliados que salían de sus casas con fusiles y semiautomáticas, y luego proseguían a pie detrás de los coches. Una verdadera manifestación pública armada de unos afiliados contra otros. Se detenían ante las casas de los adversarios, de quienes habían osado oponerse a su predominio. –¡Salid, hombres de mierda! ¡Salid de casa, si tenéis huevos! Aquel cortejo duró al menos una hora. Discurrió sin contratiempos mientras las persianas de tiendas y bares se bajaban en el acto a su paso. Durante dos días hubo riguroso toque de queda. Nadie salió de casa, ni siquiera para comprar el pan. Don Peppino comprendió que hacía falta elaborar un plan de lucha. Había que trazar abiertamente un nuevo rumbo; ya no bastaba con dar testimonio individualmente, sino que había que organizar dicho testimonio y coordinar un nuevo compromiso con todas las iglesias del territorio. Así escribió, firmándolo junto con todos los sacerdotes de la vicaría de Casal di Principe, un documento inesperado, un texto religioso, cristiano, con muestras de una desesperada dignidad humana, que hizo aquellas palabras universales, capaces de superar los perímetros religiosos y de hacer temblar hasta en la voz las seguridades de los boss, que llegaron a temer aquellas palabras más que a una redada de la Antimafia, más que al embargo de las canteras y de las hormigoneras, más que a las escuchas telefónicas interceptando una orden de asesinato. Era un documento vivo, con un título románticamente fuerte: «Por amor a mi pueblo, no callaré». Repartió el escrito el día de Navidad. No colgó las páginas en la puerta de su iglesia: no tenía, como Lutero, Iglesia romana alguna que reformar. Don Peppino tenía otras cosas en que pensar: tratar de comprender cómo podía crear una vía transversal a los poderes, la única capaz de poner en crisis la autoridad económica y criminal de las familias de la Camorra. Don Peppino extrajo un camino en la corteza de la palabra, extrajo de las canteras de la sintaxis la potencia que la palabra pública, pronunciada claramente, todavía podía conceder. No tenía la indolencia intelectual de quien cree que la palabra ya ha agotado todos sus recursos y que solo es capaz de llenar el espacio existente entre un tímpano y el otro. La palabra como concreción, como materia agregada de átomos para intervenir en los mecanismos de las cosas, como argamasa para construir, como punta de pico. Don Pepino 'tocaba una palabra necesaria como el cubo de agua sobre las brasas ardientes. En estas tierras, el callar no es la banal omertá silenciosa que se representa con gorras y miradas bajas. Tiene que ver mucho más con lo de «no es asunto alíe». La actitud habitual en estos lugares, como en otros, es una opción de clausura que representa el verdadero voto depositado en la urna del estado de cosas. La palabra se con- vierte en grito; controlado y lanzado agudo y alto contra un cristal blindado: con la voluntad de hacerlo estallar. Asistimos impotentes al dolor de tantas familias que ven a sus hijos acabar miserablemente como víctimas o mandantes de las organizaciones de la Camorra. [...] Hoy la Camorra es una forma de terrorismo que infunde temor, impone sus leyes y trata de convertirse en un componente endémico de la sociedad de la Campania. Los camorristas imponen, mediante la violencia, las armas y los puños, reglas inaceptables: extorsiones que han hecho que nuestras tierras se conviertan cada vez más en áreas objeto de subvenciones y ayudas, sin ninguna capacidad autónoma de desarrollo; comisiones del 20 por ciento y más sobre los trabajos de construcción, que desalentarían al más temerario de los empresarios; tráficos ilícitos para la adquisición y venta de sustancias estupefacientes cuyo uso deja montones de jóvenes marginados y peonadas a disposición de las organizaciones criminales; enfrentamientos entre distintas facciones que se abaten como devastadores azotes sobre las familias de nuestras tierras; ejemplos negativos para toda la franja adolescente de la población, auténticos laboratorios de violencia y del crimen organizado [...] Don Peppino tenía corno prioridad recordar que, frente a los embates del poder de los clanes, era necesario dejar de limitar la actividad al silencio del confesonario. Repasó, pues, la voz de los profetas para sostener la necesidad prioritaria de salir a la calle, de denunciar, de actuar, como condición absoluta para poder dar todavía un sentido al propio ser: Nuestro compromiso profético de denuncia no debe y no puede desfallecer; Dios nos llama a ser profetas. El Profeta hace de centinela: ve la injusticia, la denuncia y reclama el proyecto originario de Dios (Ezequiel, 3, 16-18); El Profeta recuerda el pasado y se sirve de él para entender lo nuevo en el presente (Isaías, 43); El Profeta invita a vivir y él mismo vive la solidaridad en el sufrimiento (Génesis, 8, 18-23); El Profeta señala como prioritaria la vía de la justicia (jeremías, 22, 3; Isaías, 58). A los sacerdotes nuestros pastores y hermanos les pedimos que hablen claro en las homilías y en todas aquellas ocasiones en las que se requiere un testimonio valeroso. Ala Iglesia, que no renuncie a su papel «profética› a fin de que los instrumentos de la denuncia y del mensaje se concreten en la capacidad de producir una nueva conciencia en el signo de la justicia, de la solidaridad de los valores éticos y civiles. El documento no tenía la voluntad de resultar correcto frente al poder político, al que no solo consideraba sustentado por los clanes, sino incluso determinado por fines comunes con ellos, ni condescendiente ante la realidad social. Don Peppino no quería creer que el clan fuera la opción del mal elegida por alguien, sino más bien el resultado de unas determinadas condiciones, de unos determinados mecanismos, de unas causas identificables y arraigadas. Jamás la Iglesia, jamás nadie en estos territorios había adoptado un compromiso tan clarificador. La desconfianza y el recelo del hombre meridional frente a las instituciones, debida a la secular insuficiencia de una política apropiada para resolver los profundos problemas que afligen al Sur, especialmente los relativos al trabajo, a la vivienda, a la sanidad y a la enseñanza; la sospecha, no siempre infundada, de complicidad con la Camorra por parte de unos políticos que, a cambio del apoyo electoral, o incluso debido a objetivos comunes, les aseguran cobertura y favores; el sentimiento generalizado de inseguridad personal y de riesgo permanente, derivados de la insuficiente tutela jurídica de las personas y de los bienes, de la lentitud de la maquinaria judicial, de las ambigüedades de los instrumentos legislativos. [...] lo que determina, a menudo, el recurso a la defensa organizada por clanes o a la aceptación de la protección camorrista; la falta de claridad en el mercado laboral, por la que encontrar una ocupación es más una operación de tipo camorrista-clientelar que la consecución de un derecho basado en la ley de empleo; la carencia o la insuficiencia, incluso en la acción pastoral, de una verdadera educación social, casi como si se pudiera formar a un cristiano maduro sin formar al hombre y al ciudadano maduro. Don Peppino había organizado una marcha contra la Camorra a finales de la década de 1980, después de haberse producido un ataque masivo al cuartel de los carabineros de San Cipriano d'Aversa. Decenas de personas habían tratado de destruir las oficinas y de golpear a los oficiales porque algunos carabineros se habían atrevido a intervenir durante una riña entre dos chicos del pueblo en una velada celebrada durante las fiestas del santo patrón. El cuartel de San Cipriano está situado en un callejón sin salida; no había, pues, escapatoria para los oficiales y suboficiales. Hubieron de intervenir los jefes de zona del clan para sofocar la revuelta, enviados directamente por los boss para salvar a aquel puñado de carabineros. En aquella época mandaba todavía Antonio Bardellino, y su hermano Ernesto era el alcalde del pueblo. Nosotros, pastores de las iglesias de la Campana, no tenemos la intención, sin embargo, de limitarnos a denunciar estas situaciones; sino que, en el ámbito de nuestras competencias y posibilidades, pretendemos contribuir a su superación, incluso mediante una revisión e integración de los contenidos y los métodos de acción pastoral. Don Peppino empezó a dudar de la fe cristiana de los boss, a negar explícitamente que pudiera haber alianzas entre el credo cristiano y el poder empresarial, militar y político de los clanes. En tierras de la Camorra no se considera que el mensaje cristiano se halle en contradicción con la actividad camorrista: el clan que dirige sus actividades al provecho de todos sus afiliados considera que la organización respeta y persigue el bien cristiano. La necesidad de matar a los enemigos y traidores se juzga como una trasgresión lícita; según las argumentaciones de los boss, el «no matarás» inscrito en las tablas de Moisés pude suspenderse si el homicidio se produce por un motivo superior, o bien obedece a la salvaguardia del clan, a los intereses de sus dirigentes, al bien del grupo y, por ende, al de todos. Matar es un pecado que será comprendido y perdonado por Cristo en nombre de la necesidad del acto. En San Cipriano d'Aversa, Antonio Bardellino aceptaba a los nuevos miembros con el ritual del pinchazo, utilizado también por la Cosa Nostra, una modalidad que pertenecía a una serie de rituales que progresivamente han ido desapareciendo. Se pinchaba la yema del dedo del aspirante con un alfiler, y se dejaba caer la sangre sobre una estampa de la Virgen de Pompeya. Luego se quemaba la estampa en una vela y se pasaba de mano en mano a todos los dirigentes del clan, que se hallaban de pie en torno al perímetro de una mesa. Si todos ellos besaban la estampa de la Virgen, el nuevo presentado se convertía oficialmente en miembro del clan. La religión es una referencia constante para la organización camorrista, no solo como forma de conjuro o residuo cultural, sino también como la fuerza espiritual que determina sus decisiones más íntimas. Las familias camorristas, y de manera particular los boss más carismáticos, suelen considerar su proceder corno un calvario, una forma de asumir en la propia conciencia el dolor y el peso del pecado por el bienestar del grupo y de los hombres sobre los que reinan... En Pignataro Maggiore, el clan Lubrano hizo restaurar a su costa un fresco que representaba a una Virgen. Se la conoce como la «Virgen de la Camorra» porque a ella es a quien se dirigen para pedir protección los más importantes prófugos de la Cosa Nostra huidos de Sicilia a Pignataro Maggiore. No resulta difícil, de hecho, imaginarse a Totó Rüna, Michele Greco, Luciano Liggio o Bernardo Provenzano, inclinados en los bancos ante el fresco de la Virgen, implorando que se les ilumine en sus acciones y se les proteja en sus fugas. Cuando Vincenzo Lubrano fue absuelto, organizó una peregrinación con diversos autocares a San Giovanni Rotondo para dar las gracias al Padre Pío,[13] artífice, según él, de su absolución. Estatuas a tamaño natural del Padre Pío, o copias de terracota y de bronce del Cristo que se alza con los brazos abiertos sobre el Pan de Azúcar de Río de Janeiro, están presentes en muchísimas de las villas de los boss de la Camorra. En Scampia, en los laboratorios de almacenamiento de la droga, a menudo suelen cortarse los panes de hachís en grupos de treinta y tres, como los años de Cristo. Luego se cierra durante treinta y tres minutos, se hace la señal de la cruz y se reanuda el trabajo. Una especie de homenaje a Cristo para granjearse beneficios y tranquilidad. Lo mismo ocurre con las papelinas de coca que a menudo, antes de su distribución a los camellos, el jefe de zona baña y bendice con agua de Lourdes, esperando de ese modo que la partida no mate a nadie, entre otras cosas porque de la mala calidad de la mercancía habría de responder él personalmente. El Sistema de la Camorra es un poder que no implica solo a los cuerpos, ni dispone únicamente de la vida de todos, sino que pretende aferrar incluso las almas. Don Peppino quería empezar a dar claridad a las palabras, a los significados, al contorno de los valores. La Camorra llama «familia» a un clan organizado con fines delictuosos, en el que es ley la fidelidad absoluta, se excluye cualquier expresión de autonomía, y se considera traición, y digna de muerte, no solo la defección, sino también la conversión a la honradez; la Camorra usa todos los medios para extender y consolidar ese tipo de «familia», instrumentalizando incluso los sacramentos. Para el cristiano, formado en la escuela de la Palabra de Dios, por «familia «se entiende únicamente un conjunto de personas unidas entre sí por una comunión de amor, donde el amor es servicio desinteresado y atento, donde el servicio exalta a quien lo ofrece y a quien lo recibe. La Camorra pretende tener se propia religiosidad, logrando engañar a veces, además de a sus fieles, incluso a pastores de almas desprevenidos o ingenuos. El documento trataba incluso de entrar en la cualidad de los sacramentos, de ahuyentar cualquier superposición entre la comunión, el papel del padrino, el matrimonio y las estrategias camorristas; de alejar los pactos y alianzas de los clanes de los símbolos religiosos. Ante la sola idea de decir algo así, los sacerdotes del lugar habrían salido corriendo al baño sujetándose el vientre con las manos, presas del pánico. ¿Quién iba a echar del altar a un boss dispuesto a bautizar al hijo de un afiliado? ¿Quién se habría negado a celebrar un matrimonio solo porque era fruto de las alianzas entre familias? Pero Don Peppino había sido claro. No permitir que la función de «padrino» en los sacramentos que lo requieren sea ejercida por personas cuya honradez no sea notoria tanto en su vida privada como pública, así como su madurez cristiana. No admitir a los sacramentos a cualquiera que trate de ejercer presiones indebidas al carecer de la necesaria iniciación sacramental. Don Peppino desafió el poder de la Camorra en el mismo momento en que Francesco Schiavone, Sandokan, estaba huido, cuando se escondía en el búnker situado bajo su villa en el pueblo, mientras las familias Casalesi estaba en guerra unas con otras y los grandes negocios del cemento y los residuos se convertían en las nuevas fronteras de sus imperios. Don Peppino no quería ser el cura consolador que acompaña los féretros de los jóvenes soldados muertos a la fosa mientras murmura «¡Ánimo!» a las madres vestidas de luto. En una entrevista, había declarado: «Nosotros debemos zaherir a la gente para hacerla entrar en crisis». Incluso había tomado postura política, explicando que la prioridad sería combatir al poder político como expresión del empresarial-criminal, que se apoyarían los proyectos concretos, las opciones de renovación, que no habría imparcialidad alguna por su parte. «El partido se confunde con su representante; a menudo los candidatos favoritos de la Camorra no tienen ni política ni partido, sino únicamente un papel que jugar o un puesto que ocupar.» El objetivo no era vencer a la Camorra. Como él mismo recordaba, «vencedores y vencidos van en el mismo barco». El objetivo era, en cambio, comprender, transformar, testimoniar, denunciar, hacerle el electrocardiograma al corazón del poder económico como un modo de saber cómo alejar el miocardio de la hegemonía de los clanes. Nunca en mi vida, ni por un momento, me he sentido devoto; y, sin embargo, la palabra de Don Peppino hallaba en mí un eco que lograba trascender la línea religiosa. Forjaba un método nuevo que venía a refundar la palabra religiosa y política. Una fe en la posibilidad de criticar la realidad, sin dejarla si no es lacerándola. Una palabra capaz de rastrear el curso del dinero siguiendo el rastro de su hedor. Se cree que el dinero no tiene olor, pero eso solo es verdad cuando ya está en la mano del emperador: antes de que llegue a su palma lo cierto es que pecunia olet. Y huele a letrina. Don Peppino actuaba ° en una tierra donde el dinero lleva rastros de su olor, aunque solo durante un momento. El instante en el que es extraído, antes de que se ° convierta en otra cosa, antes de que pueda hallar legitimación. Similares olores se saben reconocer solo cuando se frotan las narices contra aquello que lo emana. Don Peppino Diana había comprendido que debía mantener el rostro sobre aquella tierra, pegarlo a las espaldas, a las miradas, no alejarse para poder seguir viendo y denunciando, y entender dónde y cómo se acumulan las riquezas de las empresas y cómo se desencadenan las matanzas y los arrestos, las disputas y los silencios; teniendo en la punta de la lengua el instrumento, el único posible para tratar de transformar su tiempo: la palabra. Y esta palabra, incapaz de silencio, fue su condena a muerte. Su killer no eligió una fecha al azar. El día de su cumpleaños, el 19 de marzo de 1994. Por la mañana, muy temprano. Don Peppino todavía no se había vestido los hábitos talares. Estaba en la sala de reuniones de la iglesia, junto al despacho. No se le reconocía de una forma inmediata. –¿Quién es Don Peppino? –Soy yo... La última respuesta. Cinco tiros que resonaron en las naves: dos balas le alcanzaron en el rostro; las otras le agujerearon la cabeza, el cuello y una mano. Le habían apuntado a la cara, disparándole a quemarropa. El casquillo de una de las balas se había quedado en la ropa, entre la cazadora y el jersey. Otra bala le había roto el manojo de llaves que llevaba colgado del pantalón. Don Peppino se estaba preparando para celebrar la primera misa del día. Tenía treinta y seis años. Uno de los primeros que acudieron a la iglesia y encontraron su cuerpo todavía por tierra fue Renato Natale, alcalde comunista de Casal di Principe. Hacía apenas cuatro meses que había sido elegido. No sería casualidad que también quisieran derribar aquel cuerpo tras una brevísima gestión política. Natale había sido el primer alcalde de Casal di Principe que había establecido como prioridad absoluta la lucha contra los clanes. Como protesta, incluso había abandonado el concejo debido a que, según él, había quedado reducido a un lugar de mera ratificación de decisiones tomadas en otras partes. Un día, en Casale, los carabineros habían irrumpido en casa de un concejal, Gaetano Corvino, donde estaban reunidos todos los máximos dirigentes del clan de los Casalesi. Una reunión celebrada mientras el concejal estaba en el ayuntamiento para una reunión del concejo. Por un lado, los negocios en el pueblo; por otro, los negocios que pasaban a través del pueblo. Hacer negocios es el único motivo que te hace levantarte de la cama de buena mañana, te tira del pijama y te pone de pie Siempre he mirado a Renato Natale de lejos, como se hace con las personas que, sin saberlo, se convierten en símbolos de cualesquiera ideas de compromiso, resistencia y coraje. Símbolos casi metafísicos, irreales, arquetípicos. Con el azoramiento propio de un adolescente, siempre he observado su consagración a la creación de dispensarios para inmigrantes, sus denuncias, en los oscuros años de las guerras intestinas, del poder de las familias de la Camorra casalesa y sus negocios de cemento y basura. Le habían abordado, amenazándole de muerte, le habían dicho que si no cambiaba de postura habría represalias contra su familia; pero él seguía denunciando, con todos los medios, incluso colgando por todo el pueblo manifiestos que revelaban cosas que los clanes estaban decidiendo e imponiendo. Cuanto mayores eran la constancia y el valor con los que actuaba, más aumentaba su protección metafísica. Habría que conocer la historia política de estas tierras para comprender el peso específico que aquí tienen los términos compromiso y voluntad. Desde que se promulgó la ley que permite la disolución de los ayuntamientos por infiltración mafiosa, ha habido dieciséis administraciones municipales infiltradas por la Camorra en la provincia de Casería, de las que cinco han sido intervenidas en dos ocasiones: Carinola, Casal di Principe, Casapesenna, Castelvolturno, Cesa, Frignano, Grazzanise, Lusciano, Mondragone, Pignataro Maggiore, Recale, San Cipriano, Santa Maria la Fossa, Teverola, Villa di Briano y San Tammaro. Los alcaldes que se oponen a los clanes en estos pueblos, cuando logran salir elegidos representando el voto del cambio y unas estrategias económicas que abarcan transversalmente a cualquier formación política, se encuentran con que tienen que afrontar los límites de los administradores locales, poco presupuesto y una marginalidad absoluta. Deben empezar a derribar, desmontando ladrillo por ladrillo. Con presupuestos municipales deben enfrentarse a multinacionales, con cuarteles de provincias deben detener enormes baterías de fuego. Como en 1988, cuando Antonio Cangiano, concejal de Casapesenna, se opuso a la penetración del clan en algunas contratas. Lo amenazaron, lo siguieron, le dispararon por la espalda, en la calle, delante de todo el mundo. Si él no había dejado andar al clan de los Casaseli, los Casalesi no le dejarían andar a él. Y confinaron a Caro giano a la silla de ruedas. Los presuntos responsables de la emboscada fueron absueltos en 2006. Casal di Príncipe no es un pueblo siciliano castigado por la Mafia, donde oponerse al empresariado criminal es duro, pero donde también, junto a la propia acción, hay montones de videocámaras, periodistas de prestigio o en vías de llegar a serlo, y enjambres de dirigentes nacionales antimafia que de algún modo logran amplificar el propio compromiso. Aquí todo lo que haces permanece en el perímetro de los espacios restringidos, en el ámbito de unos pocos. Y creo que es precisamente en esta soledad donde se forja lo que se podría denominar coraje, una especie de panoplia en la que no piensas, sino que llevas encima sin darte cuenta. Tiras adelante, haces lo que tienes que hacer; el resto no vale nada. Porque la amenaza no es siempre una bala entre los ojos o los quintales de mierda de búfala que te vierten a la puerta de tu casa. Te deshojan lentamente. Una hoja cada día, hasta que te encuentras desnudo y solo, creyendo que estás luchando contra algo que no existe, que es un delirio de tu cerebro. Empiezas a creer en las calumnias que te señalan como un insatisfecho que la toma con los que han triunfado, a quienes, por su frustración, llama camorristas. Juegan contigo como en el juego del Mikado: van quitando todos los palillos de madera sin que tú te muevas; así, al final te quedas solo, y la soledad te arrastra de los pelos. Y ese es un estado de ánimo que aquí no te puedes permitir. Es un riesgo, bajas la guardia, ya no llegas a comprender los mecanismos, los símbolos, las opciones. Te arriesgas a no percatarte ya de nada. Y entonces debes agotar todos tus recursos. Debes encontrar algo que haga funcionar el estómago del alma para seguir adelante. Cristo, Buda, el compromiso civil, la moral, el marxismo, el orgullo, el anarquismo, la lucha contra el crimen, la limpieza, la rabia constante o perenne, el meridionalismo... Cualquier cosa. No un gancho del que colgarse. Más bien una raíz bajo tierra, inalcanzable. En la inútil batalla en la que estás seguro de desempeñar el papel del derrotado, hay algo que debes preservar y saber. Debes estar seguro de que se reforzará gracias al derroche de tu compromiso, que tiene el sabor de la locura y de la obsesión. Aquella raíz fusiforme que se incrusta en el suelo, he aprendido a reconocerla en la mirada de quien ha decidido plantar cara a ciertos poderes. Las sospechas sobre el homicidio de Don Peppino pronto recayeron sobre el grupo de Giuseppe Quadrano, un afiliado que se había pasado al bando de los enemigos de Sandokan. También había dos testigos: un fotógrafo que se encontraba allí para felicitar a Don Peppino por su cumpleaños, y el sacristán de la iglesia de San Nicolás. Apenas empezó a circular la noticia de que la policía dirigía sus sospechas hacia Quadrano, el capo Nunzio De Falco, llamado «el Lobo,», que en ese momento estaba en Andalucía, concretamente en Granada -que le había tocado en la partición territorial de poderes entre los Casalesi-, telefoneó a la jefatura de policía de Caserta para solicitar una reunión con agentes de policía a fin de aclarar una serie de cuestiones relacionadas con un miembro de su grupo. Dos funcionarios de la jefatura de policía de Caserta fueron a verle a su territorio. En el aeropuerto fue a recogerles la mujer del boss en su coche, y luego se adentraron en la hermosísima campiña andaluza. Nunzio De Falco le esperaba, no en su villa de Santa Fe, sino en un restaurante donde lo más probable era que la mayor parte de los clientes que había en aquel momento fueran figurantes listos para intervenir en el caso de que los policías cometieran cualquier imprudencia. El boss aclaró de inmediato que les había llamado para dar su versión del episodio, una especie de interpretación de un hecho histórico, y no una delación o una denuncia. Era aquella una premisa clara y necesaria para no enfangar el nombre y la autoridad de la familia: no podía ponerse a colaborar con la policía. El boss declaró sin ambages que los que habíais matado a Don Peppino Diana eran los Schiavone, la familia rival. Habían matado al sacerdote para hacer que la responsabilidad del homicidio recayera sobre los De Falco. El Lobo sostenía que él jamás habría podido dar la orden de matar a Don Peppino Diana, puesto que su hermano Mario estaba muy vinculado al cura. Don Peppino incluso había logrado disuadirle de convertirse en dirigente del clan, manteniendo con él un diálogo capaz de sustraerle al Sistema de la Camorra. Era uno de los mayores triunfos de Don Peppino, aunque el boss De Falco lo utilizó como coartada. También vinieron a corroborar las tesis de De Falco otros dos miembros del clan: Mario Santoro y Francesco Piacenti. También Giuseppe Quadrano estaba en España. Primero estuvo alojado en la villa de De Falco, y luego se estableció en un pueblo cerca de Valencia. Quería montar un grupo, y había tratado de negociar con dos cargamentos de droga que debían haber actuado como un acelerador económico de cara a edificar el enésimo clan empresarial criminal italiano en el sur de España. Pero no lo logró: en el fondo, Quadrano había sido siempre un personaje secundario. Se entregó a la policía española, declarándose disponible a colaborar con la justicia. Desmintió la versión que había contado Nunzio De Falco a los policías italianos. Quadrano situó el homicidio en el marco de la guerra que se estaba desarrollando entre su grupo y los Schiavone. Quadrano era jefe de la zona de Carinaro, y los Casalesi de Sandokan se habían cargado en poco tiempo a cuatro de sus afiliados, a dos tíos suyos y al marido de su hermana. Quadrano explicó que había decidido, junto a Mario Santoro, matar a Aldo Schiavone, un primo de Sandokan, para vengar la afrenta. Antes de la operación llamaron a De Falco a España, ya que no puede acometerse ninguna operación militar sin la aprobación de los dirigentes; pero el bous de Granada se opuso aduciendo que Schiavone, tras la muerte de su primo, ordenaría la matanza de todos los parientes de De Falco que todavía estuvieran en la Campania. El bous indicó, asimismo, que enviaría a Francesco Piacenti como mensajero y organizador bajo su mando. Piacenti viajó desde Granada hasta Casal di Principe en un Mercedes, el coche que en las décadas de 1980 y 1990 era el símbolo de estas tierras. A finales la década de 1990, el periodista Enzo Biagi se quedó atónito tras obtener, para un artículo que estaba escribiendo, las cifras de ventas de Mercedes en Italia: Casal di Príncipe figuraba entre los primeros puestos de Europa en número de vehículos adquiridos. Pero había también otro récord que llamó su atención: el área urbana con el mayor índice de homicidios de toda Europa era precisamente también Casal di Principe. Una relación, la existente entre el número de Mercedes y el de personas asesinadas, que podría ser una constante observable en todos los territorios de la Camorra. El caso es que Piacenti -según las primeras revelaciones de Quadrano- comunicó que había que matar a Don Peppino Diana. Nadie sabía el motivo de la decisión, pero todos estaban seguros de que «el Lobo sabía lo que hacía». Piacenti declaró -según el arrepentido- que él mismo cometería el homicidio a condición de que le acompañaran Santoro y algún otro del clan. Mario Santoro, en cambio, dudaba, y llamó a De Falco diciendo que él era contrario al homicidio, aunque al final aceptó. Si no quería perder el papel de intermediario en el narcotráfico con España que le había concedido el Lobo, no podía eludir una orden tan importante. Pero el asesinato de un sacerdote, y encima sin un motivo claro, no acababa de ser aceptado como una tarea análoga a las demás. En el Sistema de la Camorra, el homicidio resulta necesario; es como un ingreso bancario, como la adquisición de una concesión, como interrumpir una amistad. No es un gesto que se diferencie de lo cotidiano: forma parte del auge y el ocaso de toda familia, de todo capo, de todo afiliado. Pero matar a un cura, externo a las dinámicas del poder, era algo que hacía tambalear la conciencia. Según la declaración de Quadrano, Francesco Piacenti se retiró, diciendo que en Casale le conocían demasiado, y que, en consecuencia, no podía participar en la acción. En cambio, Mario Santoro aceptó, aunque con la compañía de Giuseppe Della Medaglia, miembro del clan Ranucci de Sant'Antimo y ya compañero suyo en otras operaciones. Según el arrepentido, se organizaron para el día siguiente a las seis de la mañana. Pero aquella fue una noche tormentosa para todos los miembros del comando. No podían dormir, discutían con sus esposas, se agitaban. Les daba más miedo aquel cura que las bocas de fuego de los clanes rivales. Della Medaglia no se presentó a la cita, pero durante la noche logró contactar con otra persona a la que envió en su lugar, Vincenzo Verde. Los demás componentes del grupo no se sintieron especialmente contentos con la elección, ya que Verde solía padecer crisis epilépticas, y se corría el riesgo de que, después de disparar, cayera al suelo retorciéndose presa de convulsiones, mordiéndose la lengua con los dientes y con la boca llena de baba. Así que habían tratado de sustituirle por Nicola Gaglione, pero este se había negado categóricamente. Santoro empezó a experimentar una crisis de ansiedad: no lograba pensar en ninguna solución; de modo que al final Quadrano mandó a su hermano Armando a acompañar a Santoro. Una operación simple, un coche que espera delante de la iglesia, y los matones que regresan tranquilamente después de haber realizado su cometido. Como una plegaria de buena mañana. Tras la ejecución, el grupo de fuego no tuvo ninguna prisa en huir. Aquella misma tarde Quadrano fue invitado a viajar a España, pero declinó la oferta. Se sentía protegido por el hecho de que el asesinato de Don Peppino era una acción del todo vinculada a la praxis militar seguida hasta entonces. Y como ni siquiera ellos conocían el motivo de aquel asesinato, aún lo sabrían menos los carabineros. Sin embargo, apenas las investigaciones de la policía empezaron a orientarse en todas direcciones, Quadrano se trasladó a España. Él mismo declaró que Francesco Piacenti le había revelado que Nunzio De Falco, Sebastiano Caterino y Mario Santoro habían pensado en liquidarle, quizá porque tenían la sospecha de que quería arrepentirse; pero el día de la emboscada lo vieron en el coche con su hijo pequeño, y le perdonaron. En Casal di Principe, Sandokan oía cada vez con más frecuencia su nombre asociado a la eliminación del sacerdote. Así que hizo saber a los familiares de Don Peppino que, si sus hombres hubieran cazado a Quadrano antes que la policía, le habrían cortado en tres trozos y lo habrían arrojado a la puerta de la iglesia. Más que una venganza, aquella era una clara alegación de falta de responsabilidad en la emboscada de Don Peppino. Poco después, y como reacción a las declaraciones de inocencia de Francesco Schiavone, tuvo lugar en España una reunión de los hombres del clan De Falco, en la que Giuseppe Quadrano propuso matar a un pariente de Schiavone, cortarlo a trozos y dejarlo en un saco delante de la iglesia de Don Peppino. Una manera de hacer recaer la responsabilidad sobre Sandokan. Así, ambas facciones, pese a no saber ninguna de ellas las intenciones de la otra, habían llegado a la misma solución: cortar cadáveres y esparcir los trozos es el mejor modo de dejar un mensaje indeleble. Mientras sus asesinos hablaban de cortar carne para asegurar su situación, yo pensaba una vez más en la batalla de Don Peppino, en la prioridad de la palabra. En lo increíblemente nueva y potente que resultaba la voluntad de situar la palabra en el centro de la lucha contra los mecanismos del poder. Palabras frente a las hormigoneras y los fusiles. Y no de una manera metafórica, sino real. Allí, para denunciar, para testimoniar, para ser. La palabra con su única armadura: pronunciarse. Una palabra que es centinela, testimonio: verdadera a condición de no dejar jamás de señalar. Una palabra orientada en ese sentido solo puede eliminarse matando. En 2001, el tribunal de Santa Maria Capua Vetere condenó en primera instancia a cadena perpetua a Vincenzo Verde, Francesco Piacenfi y Giuseppe Della Medaglia. Giuseppe Quadrano había iniciado desde hacía tiempo una campaña encaminada a desacreditar la figura de Don Peppino. Durante los interrogatorios fantaseó sobre una serie de móviles del homicidio orientados a asfixiar el compromiso de Don Peppino con un nudo de interpretaciones criminales. Explicó que Nunzio De Falco había dado armas al sacerdote, que luego este había pasado sin autorización a Walter Schiavone, y que había sido por aquella grave falta por lo que había sido castigado. Habló, asimismo, de un crimen pasional, esto es, de que le habían matado porque había acosado a la prima de un boss. Así como para interrumpir cualquier clase de reflexión sobre una mujer basta con definirla como una «ramera, del mismo modo acusar a un sacerdote de ser un putero constituye la manera más rápida de cerrar un juicio. Al final salió la historia de que Don Peppino había sido asesinado por no haber cumplido con sus deberes de cura: por no haber querido celebrar en la iglesia los funerales de un pariente de Quadrano. Móviles inverosímiles, risibles, debidos únicamente al intento de evitar hacer un mártir de Don Peppino, de impedir la difusión de sus escritos, de que no se le considerara una víctima de la Camorra, sino un soldado del clan. Quien no conoce las dinámicas del poder de la Camorra cree a menudo que matar a un inocente constituye un gesto de terrible ingenuidad por parte de los clanes, puesto que legitima y amplifica su ejemplo, sus palabras; puesto que no viene sino a confirmar sus verdades. Es un error. Nunca es así. Apenas mueres en tierras de la Camorra te ves rodeado de múltiples sospechas, y tu inocencia pasa a ser una hipótesis lejana, la última posible. Eres culpable hasta que se demuestre lo contrario: en la tierra de los clanes se invierte la teoría del derecho moderno. La atención es tan poca que basta una sospecha para que las agencias de prensa no publiquen la noticia de la muerte de un inocente. Y luego, si ya no hay más muertos nadie volverá a hablar del caso. Así, destruir la imagen de Don Peppino Diana ha sido una estrategia fundamental para aliviar la presión sobre los clanes, la molestia de un interés nacional que habría pesado demasiado. Un diario local hizo de caja de resonancia en la campaña de difamación de Don Peppino; con títulos tan cargados de tinta que las letras se te quedaban impresas en las yemas de los dedos cuando hojeabas el periódico: «Don Peppino Diana era un camorrista», y pocos días después: «Don Peppino Diana en la cama con dos mujeres». El mensaje estaba claro: nadie puede tomar partido contra la Camorra. Quien lo hace es siempre porque tiene un interés personal, un lío, una cuestión privada que se revuelca en la misma inmundicia. Quienes han defendido su memoria han sido los amigos de siempre, los familiares y las personas que seguían su trayectoria, como el periodista Raffaele Sardo, que ha custodiado su memoria en artículos y libros, y la periodista Rosaria Capacchione, que ha investigado las estrategias de los clanes, las astucias de los arrepentidos, su poder complicado y bestial. La sentencia del tribunal de apelación, pronunciada en 2003, cuestionaba algunos pasajes de la primera versión de Giuseppe Quadrano exculpando a Vincenzo Verde y Giuseppe Della Medaglia. Quadrano había confesado verdades a medias, planificando -desde el primer momento- la estrategia de no declarar su propia responsabilidad. Pero el killer estuvo allí, como reconocieron algunos testigos y confirmaron las pruebas periciales balísticas. Giuseppe Quadrano es el killer de Don Peppino Diana. La sentencia de segunda instancia absolvió aVerde y a Della Medaglia. El comando estaba integrado únicamente por Quadrano y Santoro, que había actuado de chófer. Francesco Piacenti había proporcionado varias informaciones sobre Don Peppino, y era el supervisor directamente enviado desde España por De Falco para dirigir la operación. La cadena perpetua de Piacenti y Santoro fue confirmada también por el tribunal de apelación. Quadrano incluso había grabado conversaciones telefónicas con diversos afiliados, donde volvía a repetir que no había participado en el homicidio; grabaciones que luego entregó a la policía. Quadrano entendía que la orden de asesinato había partido de De Falco, y no quería quedar al descubierto como mero brazo armado de la operación. Muy probablemente todos los personajes implicados en la primera versión de Quadrano se habían rajado y no habían querido participar de ningún modo en la emboscada. A veces no bastan metralletas y pistolas para enfrentarse a un rostro desarmado y unas palabras claras. Nunzio De Falco fue arrestado en Albacete cuando viajaba en el Intercity Valencia-Madrid. Había montado un poderoso cártel criminal junto a varios hombres de la 'Ndrangheta y algunos disidentes de la Cosa Nostra, y trató, asimismo -según las investigaciones de la policía española- de dotar de una estructura de grupo criminal a los gitanos presentes en el sur de España. Había construido un imperio. Complejos turísticos, casas de juego, negocios, hoteles... La Costa del Sol había conocido un salto cualitativo en sus infraestructuras turísticas desde que los clanes Casalesi y napolitanos habían decidido convertirla en una perla del turismo de masas. En enero de 2003, De Falco fue condenado a cadena perpetua como responsable de haber ordenado el homicidio de Don Peppino Diana. Mientras se leía la sentencia en el tribunal, me entraron ganas de reír; una carcajada que logré contener hinchando los carrillos. No podía resistir el carácter absurdo de lo que se estaba materializando en aquella sala. Nunzio De Falco había sido defendido por el abogado Gaetano Pecorella, que resultaba ser a la vez presidente de la Comisión de Justicia de la Cámara de Diputados italiana y defensor de uno de los máximos boss del cártel camorrista casalés. Me reía porque los clanes eran tan fuertes que incluso habían invertido los axiomas tanto de la naturaleza como de las fábulas. Pero acaso lo mío no fuera más que un delirio provocado por el cansancio y una crisis nerviosa. Nunzio De Falco lleva su sobrenombre grabado en el rostro: realmente tiene cara de lobo. La foto de su ficha policial aparece totalmente ocupada por su largo rostro, cubierto de una barba rala e hirsuta como alambre de espino, orejas puntiagudas, cabellos rizados, piel oscura y boca triangular. Parece, de hecho, uno de esos licántropos de la iconografía del terror. Y, sin embargo, un periódico local, el mismo que había aireado las supuestas relaciones entre Don Peppino y el clan, dedicó varias portadas a sus cualidades de amante, ardientemente deseado por mujeres jóvenes y maduras. El titular de la portada del 17 de enero de 2005 era muy elocuente: "Nunzio De Falco, rey de los donjuanes". Casal di Príncipe. No son apuestos, pero gustan porque son boss; es así. Si hubiera que hacer una clasificación de los boss playboys de la provincia, los que ocuparíais los primeros puestos serían dos hombres con antecedentes penales de Casal di Principe, no ciertamente tan apuestos osuno podía serlo quien, en cambio, ha sido siempre el más fascinante de todos, Antonio Bardellino. Se trata de Francesco Piacenti, alias «Narizotas», y Nunzio De Falco, alias «el Lobo». Según se dice, el primero ha tenido cinco mujeres, y el segundo siete. Naturalmente, nos referimos aquí no a las meras relaciones matrimoniales propiamente dichas, sino también a otras relaciones duraderas de las que han tenido hijos. De hecho, Nunzio De Falco parece que tendría más de doce hijos de varias mujeres. Pero lo más interesante es otra cosa: que las mujeres en cuestión no son todas italianas. Una es española, otra inglesa, y otra portuguesa. En todos los lugares en donde se refugiaban, incluso cuando huían de la justicia, formaban familias. ¿Corro los marinos? Casi. [...] No es casualidad que en sus juicios se haya requerido el testimonio incluso de algunas de sus mujeres, todas bellas y muy elegantes. También es a menudo el sexo débil la causa de la decadencia de muchos boss. Con frecuencia han sido ellas quienes de manera indirecta han contribuido a la captura de los boss más peligrosos. Su seguimiento por parte de los investigadores ha permitido que se capturara a boss del calibre de Francesco Schiavone Cicciariello. [...1 En resumen, pues, las mujeres son la delicia y la perdición de los boss. La muerte de Don Peppino fue el precio que se pagó por la paz entre los clanes. Incluso la propia sentencia judicial hace referencia a esta hipótesis. Entre los dos grupos enfrentados había que llegar a un acuerdo, y acaso dicho acuerdo se firmó sobre la carne de Don Peppino. Como un chivo expiatorio sacrificado. Eliminarlo equivalía a resolver un problema para todas las familias y, al trismo tiempo, desviar la atención de las investigaciones de sus asuntos. Yo había oído hablar de un amigo de juventud de Don Peppino, Cipriano, que había escrito una arenga para leer en su funeral, una invectiva inspirada en un discurso de Don Peppino, pero que aquella mañana ni siquiera había tenido ánimos para moverse. Hacía muchos años que se había marchado del pueblo, vivía en los alrededores de Roma, y había decidido no volver a poner el pie en la Campana. Me habían dicho que el dolor por la muerte de Don Peppino le había postrado en cama durante meses. Cuando le preguntaba por él a una tía suya, ella respondía sistemáticamente y siempre con el mismo tono fúnebre: –¡Se ha recluido! ¡Cipriano se ha recluido! De vez en cuando todo el mundo se recluye. Por ese lado, pues, ' no resulta tan raro oír decir algo así. Cada vez que escucho esta expresión me acuerdo de Giustino Fortunato, que a comienzos de la década de 1990 -para conocer la situación de los pueblos de la vertiente meridional de los Apeninos- había caminado durante meses, recorriéndolos todos, pernoctando en las casas de los braceros, escuchando los testimonios de los campesinos más airados, y aprendiendo las voces y los olores de la llamada cuestión meridional. Aconteció que luego, siendo ya senador, volvió por aquellos parajes y preguntó por las personas que había conocido años atrás, las más combativas, a las que le habría gustado incorporar a sus proyectos políticos de reforma. Con frecuencia, sin embargo, los parientes le respondían: «¡Se ha recluido!». Recluirse, hacerse silencioso, casi mudo, como una voluntad de escapar dentro de sí mismo y dejar de saber, de comprender, de hacer. Dejar de resistir, una opción de eremita tomada un momento antes de liberarse de los compromisos de lo existente. También Cipriano se había recluido. Me contaban en el pueblo que había empezado a recluirse desde que, en una ocasión, se había presentado a una entrevista de trabajo para optar al puesto de responsable de recursos humanos de una empresa de transportes de Frosinone. Al leer en voz alta su currículum, la persona que le examinaba se detuvo en la población de residencia: –¡Ah, sí! ¡Ya sé de dónde viene! Es el pueblo de aquel famoso boss... Sandokan, ¿no? –No. Es el pueblo de Peppino Diana. –¿Quién? Entonces Cipriano se había levantado de la silla y se había marchado. Para poder vivir se había hecho cargo de un quiosco en Roma. Yo había logrado averiguar el paradero de su madre; me había tropezado con ella por casualidad, ya que me había encontrado detrás suyo en la cola del supermercado. Seguramente ella debió de advertirle de mi llegada, ya que Cipriano no respondía al portero automático. Acaso sabía de qué quería hablar con él. Esperé delante de su casa durante horas, dispuesto a dormir en el rellano si hacía falta. Al final se decidió a salir. Me saludó a regañadientes. Entramos en un pequeño parque que había cerca de su casa. Me invitó a sentarme en un banco; luego abrió un cuaderno rayado, uno de aquellos cuadernos escolares de rayas finas, y en aquellas páginas, escritas a mano, estaba la arenga. Quién sabe si detrás de aquellas hojas estaba también la grafía de Don Peppino; no me atreví a preguntárselo. Era un discurso que habrían deseado firmar juntos. Pero luego habían llegado los killers, la muerte, las calumnias, la soledad abismal. Empezó a leer con tono de fraile herético, con los gestos de un dulciniano que fuera por las calles anunciando el Apocalipsis: iNo permitamos, ¡hombres, que nuestras tierras se conviertan en lugares de la Camorra, que se conviertan en una única y gran Gomorra que haya que destruir! No permitamos, hombres de la Camorra, y no bestias, hombres como todos, que lo que en otras partes llega a ser lícito halle aquí su energía ilícita, no permitamos que en otras partes se edifique lo que aquí se destruye. Cread el desierto en torno a vuestras villas, no os interpongáis entre lo que sois y lo que quiere solo vuestra voluntad absoluta. Recordad. Entonces el SEÑOR hizo llover del cielo sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego; destruyó aquellas ciudades, toda la llanura, a todos los habitantes de las ciudades y cuanto crecía en el suelo. Pero la mujer de Lot se volvió para mirar atrás y se convirtió en estatua de sal (Génesis, 19, 12-29). Hemos de correr el riesgo de convertirnos en sal, hemos de volvernos a mirar lo que está ocurriendo, lo que se cierne sobre Gomorra, la destrucción total donde la vida se suma y se resta a vuestras operaciones económicas. ¿No veis que esta tierra es Gomorra?, ¿no lo veis? Recordad. Cuando vean que toda su tierra es azufre, sal, aridez, y ya no haya simiente, ni fruto, ni crezca hierba de ninguna clase, como tras la ruina de Sodoma, de Gomorra, de Admá y de Seboyim, que el SEÑOR destruyó en su ira y en su furor (Deuteronomio, 29, 22). Se muere por un sí y por un no, se da la vida por una orden y una decisión de alguien; cumplís decenas de años de cárcel para alcanzar un poder de muerte, para ganar montañas de dinero que invertir en casas que no habitaréis, en bancos donde jamás entraréis, en restaurantes que no gestionaréis, en empresas que no dirigiréis; comandáis un poder de muerte tratando de dominar una vida que consumís escondidos bajo tierra, rodeados de guardaespaldas. Asesináis y sois asesinados en una partida de ajedrez cuyo rey no sois vosotros, sino quienes se enriquecen a vuestra costa haciendo que os comáis unos a otros hasta que nadie pueda ya hacer jaque mate y solo quede una pieza en el tablero. Y no seréis vosotros. Lo que devoráis aquí lo escupís en otra parte, lejos, haciendo como los pájaros que vomitan la comida en la boca de sus polluelos. Pero no son polluelos aquellos a los que ponéis la comida en el pico, sino buitres, y vosotros no sois pájaros, sino búfalos dispuestos a destruirse mutuamente en un lugar donde la sangre y el poder son los términos de la victoria. Ha llegado el momento de que dejemos de ser una Gomorra... Cipriano paró de leer. Parecía que en su mente hubiese imaginado todos los rostros a los que habría querido arrojar a los morros aquellas palabras. Respiraba con un aliento entrecortado, como de asmático. Luego cerró el cuaderno y se fue sin despedirse.

Gomorra-Roberto SavianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora