Aberdeen, Mondragone

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El boss psicoanalista Augusto La Torre había sido uno de los predilectos de Antonio Bardellino; de muchacho había ocupado el puesto de su padre, convirtiéndose en el líder absoluto del clan de los Chiuovi, como se les conocía en Mondragone. Un clan hegemónico en la alta Caserta, en el bajo Lacio y a lo largo de toda la costa domicia. Se habían alineado con los enemigos de Sandokan Schiavone, pero con el tiempo el clan había demostrado gran habilidad empresarial y capacidad de gestión del territorio, únicos elementos que pueden hacer cambiar las relaciones conflictivas entre las familias de la Camorra. La capacidad de hacer negocios acercó a La Torre a los Casalesi, que le dieron la posibilidad de actuar conjuntamente, pero gozando a la vez de autonomía. El de Augusto no era un nombre elegido al azar. A los primogénitos de la familia La Torre se les solía dar nombres de emperadores romanos. Eso sí, habían invertido el orden histórico: la historia romana vio reinar primero a Augusto y luego a Tiberio; en cambio, Tiberio era el nombre del padre de Augusto La Torre. En el imaginario de las familias de estas tierras, la villa de Escipión el Africano construida en las inmediaciones del actual lago Patria, las batallas capuanas de Aníbal, la fuerza imparable de los sannitas, los primeros guerrilleros europeos, que atacaban a las legiones romanas y luego huían a las montañas, todo ello está presente como historias populares, relatos de un pasado remoto del que, sin embargo, todos se sienten parte. Al delirio histórico de los clanes se contraponía el difuso imaginario que reconocía en Mondragone la capital de la mozzarella. Mi padre Elle obligaba a darme atracones de mozzarellas mondragonesas, pero resultaba imposible determinar cuál era el territorio que ostentaba la supremacía de la mejor mozzarella. Los sabores eran muy distintos: el dulzón y ligero de la mozzarella de Battipaglia; el salado y consistente de la mozzarella aversana, y luego aquel sabor tan puro de la mozzarella de Mondragone. Los maestros queseros mondragoneses, sin embargo, sí tenían una prueba para determinar la bondad de la mozzarella. Para ser buena, esta debe dejar en la boca cierto regusto, lo que los campesinos denominan «aliento de búfala». Si después de haber tragado ya el trozo no permanece ese sabor a búfala en la boca, es que la mozzarella no es buena. Cuando iba a Mondragone me gustaba pasear por el embarcadero. Recorrerlo de un lado a otro, antes de que fuera derribado, era una de mis ocupaciones estivales favoritas. Una lengua de cemento armado construida sobre el mar para que pudieran atracar las barcas; una estructura inútil y jamás utilizada. Mondragone se convirtió de repente en el destino de todos los muchachos de la provincia de Caserta y de la campiña ponina que querían emigrar a Inglaterra. Emigrar como oportunidad vital, la de poder marcharse finalmente, pero no como camarero, como pinche en un McDonald's o como cantarero pagado con pintas de oscura cerveza. Se iba a Mondragone para tratar de establecer contactos con las personas apropiadas, para obtener un trato de favor, la posibilidad de ser recibido con amabilidad e interés por los propietarios de los locales. En Mondragone se podía encontrar a las personas adecuadas para hacerte contratar por una aseguradora o por una inmobiliaria, e incluso en el caso de que se presentaran braceros desesperados, parados crónicos, los contactos apropiados les permitirían encontrar empleo con contratos decentes y un trabajo digno. Mondragone era la puerta a Gran Bretaña. De repente, a partir de finales de la década de 1990, tener un amigo en Mondragone significaba poder ser evaluado por lo que valías, sin necesidad de presentación o de recomendación; cosa rara, rarísima, imposible en Italia, y aún más en el sur. Para ser considerado y valorado solo por lo que eres, por estos pagos siempre necesitas a alguien que te proteja, y cuya protección pueda, cuando no favorecerte, al menos hacer que te tomen en consideración. Presentarte sin protector es corno ir sin brazos y sin piernas; en resumen: te falta algo. En Mondragone, en cambio, cogían tu currículum y miraban a quién podían enviarlo en Inglaterra. De algún modo valía el talento, y aún más la manera en que habías decidido expresarlo. Pero solo en Londres o en Aberdeen; no en la Campania, no en la provincia de la provincia de Europa. En cierta ocasión Matteo, un amigo mío, había decidido intentarlo: marcharse de una vez por todas. Había ahorrado algo de dinero, había logrado graduarse ruin laude, y se había hartado de trabajar entre andamios y edificios en construcción para poder sobrevivir. Le habían dado el nombre de un muchacho de Mondragone que le ayudaría a partir hacia Inglaterra, y una vez allí ya encontraría el modo de presentarse a unas cuantas entrevistas de trabajo. Yo le acompañé. Esperamos durante horas en una playa donde le había citado su contacto. Era verano. Las playas de Mondragone están abarrotadas de veraneantes de toda la Campania, los que no pueden permitirse ir a la costa amalfitana, los que no pueden alquilar una casa en el mar para todo el verano y, en consecuencia, van y vienen constantemente de la costa al interior, y viceversa. Hasta mediados de la década de 1980 se vendía la mozzarella en estuches de madera llenos de leche de búfala hervida. Los veraneantes se la comían con las manos, pringándose de leche, y los niños, antes de morder la pasta blanca, se pasaban la lengua por la mano, que tenía un gusto salado. Luego ya nadie siguió vendiendo mozzarella, y llegaron las rosquillas y los trozos de coco. Aquel día, nuestro contacto se retrasó dos horas. Cuando por fin acudió a nuestro encuentro, se presentó bronceado y cubierto únicamente por un ajustado bañador, nos explicó que había desayunado tarde, y que, en consecuencia, se había bañado tarde y se había secado tarde. Esta fue su excusa; en suma, culpa del sol. Nuestro contacto nos llevó a una agencia de viajes. Eso fue todo. Nosotros creíamos que nos recibiría quién sabe qué intermediario, y en lugar de ello resultaba que solo hacía falta presentarse en una agencia, no especialmente elegante; ni siquiera era una de aquellas con cientos de folletos, sino un cuchitril cualquiera. Sin embargo, si te presentaba un contacto mondragonés podías acceder a sus servicios, mientras que si entraba una persona cualquiera se desarrollaban las prácticas habituales de cualquier agencia de viajes. Una muchacha jovencísima le pidió el currículum a Matteo y nos indicó cuál era el primer vuelo disponible. La ciudad donde iban a enviarle era Aberdeen. Le dieron un folleto con la lista de una serie de empresas a las que podría dirigirse para mantener una entrevista de trabajo. Mejor dicho, la propia agencia, a cambio de algo de dinero, pidió cita a las secretarias de los encargados de la selección de personal en cada empresa. jamás una agencia intermediaria había sido tan eficiente. Dos días después embarcamos rumbo a Escocia, un viaje rápido y económico para quienes provenían de Mondragone. En Aberdeen se respiraba una atmósfera familiar. Y, sin embargo, no había nada más alejado de Mondragone que aquella ciudad escocesa: el tercer centro urbano de Escocia; una ciudad oscura, grisácea, aunque no llovía tanto como en Londres. Antes de la llegada de los clanes italianos, la ciudad no sabía valorar sus propios recursos en cuanto a ocio y turismo, y todo lo relativo a restaurantes, hoteles y vida social se organizaba al triste modo inglés. Hábitos idénticos, locales abarrotados de personas en torno a la barra un solo día a la semana... Según las investigaciones de la Fiscalía Antimafia de Nápoles, fue Antonio La Torre, hermano del boss Augusto, quien desarrolló en Escocia una serie de actividades comerciales capaces, en pocos años, de imponerse como la flor y nata del mundo empresarial escocés. La mayor parte de las actividades en Inglaterra del clan La Torre son perfectamente legales: la adquisición y gestión de bienes inmobiliarios y de establecimientos comerciales, y el comercio de productos alimenticios con Italia. Un volumen de negocio enorme, difícil de valorar en cifras. En Aberdeen, Matteo buscaba todo lo que no se le había reconocido en Italia; caminábamos por las calles con satisfacción, como si por primera vez en nuestra vida el hecho de ser de la Campania fuera condición suficiente para valernos un área de afirmación. En el 27 y el 29 de Union Terrace me encontré frente a un restaurante del clan, el Pavarotti's, registrado precisamente a nombre de Antonio La Torre y mencionado incluso en las guías turísticas online de la ciudad escocesa. Para Aberdeen era el salón elegante, el local de moda, el sitio donde se podía cenar de la mejor de las maneras y el lugar idóneo para hablar de negocios importantes. Las empresas del clan han sido anunciadas incluso en París, como máxima expresión del "Made in Italy", en la feria gastronómica Italissima, celebrada en la capital francesa. Antonio La Torre, de hecho, ha presentado allí sus actividades de restauración y ha expuesto su propia marca. Un éxito que hace de La Torre uno de los primeros empresarios escoceses en Europa. Antonio La Torre fue arrestado en Aberdeen en marzo de 2005; sobre él pesaba una orden de búsqueda de la policía italiana por asociación para cometer delitos de índole camorrista y por extorsión. Durante años había evitado tanto el arresto como la extradición, escudándose en su ciudadanía escocesa y en la falta de reconocimiento por parte de las autoridades británicas de los delitos de asociación que se le imputan. Escocia no quería perder a uno de sus empresarios más brillantes. En 2002, el Tribunal de Nápoles emitió una orden de prisión preventiva que afectaba a treinta personas ligadas al clan La Torre. De la orden se deducía que la organización criminal ganaba ingentes sumas de dinero a través de las extorsiones y del control de las actividades económicas y de las contratas en su zona de competencia, que luego reinvertía en el extranjero, especialmente en Gran Bretaña, donde se había creado una verdadera colonia del clan. Una colonia que no había invadido, que no había provocado una competencia a la baja en la mano de obra, sino que había infundido savia económica, revitalizando el sector turístico, desarrollando una actividad de importación y exportación hasta entonces desconocida en la ciudad, y dando un nuevo impulso al sector inmobiliario. Pero el poder internacional que partía de Mondragone estaba personificado también por Rockefeller, llamado así en su tierra por su evidente talento para los negocios y por la enorme liquidez que poseía. Rockefeller es Raffaele Barbato, de sesenta y dos años, nacido en Mondragone. Es posible que incluso él mismo haya olvidado su verdadero nombre. Con esposa holandesa, hasta finales de la década de 1980 gestionó negocios en Holanda, donde era propietario de dos casinos frecuentados por clientes de calibre internacional, desde el hermano de Bob Cellino, fundador de las salas de juego de Las Vegas, hasta importantes mafiosos eslavos con sede en Miami. Sus socios eran un tal Liborio, siciliano con contactos en la Cosa Nostra, y un tal Emi, un holandés que luego se trasladó a España, donde ha abierto hoteles, residencias y discotecas. Fue también Rockefeller una de las mentes - según las declaraciones de los arrepentidos Mario Sperlongaro, Stefano Piccirillo y Girolamo Rozzera- que concibieron la idea, junto a Augusto La Torre, de viajar a Caracas para tratar de encontrar a grupos de traficantes venezolanos que vendieran coca a precios competitivos con respecto a los colombianos, proveedores de los napolitanos y los Casalesi. Muy probablemente, en materia de droga, La Torre había logrado tener cierta autonomía, raramente concedida por los Casalesi. Asimismo, Rockefeller había encontrado un lugar donde Augusto pudiera dormir y estar cómodo durante sus estancia en Holanda huyendo de la justicia: lo había acomodado en el club de tiro al plato. Así, aunque estuviera lejos de la campiña mondragonesa, el boss podía disparar a los platillos volantes para mantenerse en forma. Rockefeller contaba con una enorme red de relaciones, era uno de los hombres de negocios más conocidos no solo en Europa, sino también en Estados Unidos, ya que el hecho de gestionar salas de juego le había puesto en contacto con mafiosos italoamericanos que cada vez en mayor grado veían Europa como un mercado en el que invertir, arrinconados de manera lenta y progresiva por los clanes albaneses crecientemente hegemónicos en Nueva York, y cada vez más vinculados a las familias camorristas de la Campania; personas capaces de traficar con droga y de invertir su dinero en restaurantes y hoteles a través de la puerta abierta por los mondragoneses. Rockefeller es el titular de la playa llamada de Adán y Eva, rebautizada como La Playa,[14] un hermoso complejo turístico de la costa mondragonesa donde -según las acusaciones de la magistratura- les gustaba ocultarse a muchos afiliados perseguidos por la justicia. Cuanto más cómodo sea el refugio, menos aflorarán las tentaciones de arrepentimiento para escapar a una vida de continua huida. Y precisamente con los arrepentidos, La Torre habían sido despiadados. Francesco Tiberio, primo de Agusto, había telefoneado a Domenico Pensa, que había declarado contra el clan Stolder, invitándole claramente a abandonar la población. –He sabido por los Stolder que tú has colaborado contra ellos, y, en consecuencia, dado que aquí nosotros no queremos a los que colaboran con la justicia, tienes que marcharte de Mondragone; de lo contrario, alguien vendrá y te cortará la cabeza. El primo de Augusto tenía talento para aterrorizar por teléfono a quien osaba colaborar o dejar que se filtrara información. Con otro, Vittorio Di Tella, fue más expl ícito, invitándole a que se comprara la mortaja. –¡Ya puedes ir comprándote camisas negras!, ¿eh, cornudo?, ¡que te voy a matar! Antes de que llegaran los arrepentidos al clan, nadie podía imaginar el ilimitado perímetro de los negocios de los mondragoneses. Entre los amigos de Rockefeller se contaba también un tal Raffaele Acconcia, mondragonés de nacimiento y también trasladado a Holanda, propietario de una cadena de restaurantes, que según el arrepentido Stefano Piccirillo sería un importante narcotraficante a escala internacional. Precisamente en Holanda sigue oculta, tal vez en algún banco, la caja del clan La Torre, millones de euros facturados a través de intermediaciones y comercios que los investigadores no han encontrado jamás. En Mondragone, esta supuesta caja fuerte de la banca holandesa se ha convertido en una especie de símbolo de riqueza absoluta, sustituyendo a cualquier otro referente de la riqueza internacional. Allí ya no se dice «¿Es que acaso me has tomado por el Banco de Italia?», sino «¿Me has tomado por el Banco de Holanda?». El clan La Torre, con apoyos en Sudamérica y bases en Holanda, tenía la intención de dominar el tráfico de coca en las calles romanas. Roma, para todas las familias empresariales-camorristas casertanas, constituye la primera referencia tanto en el narcotráfico como en las inversiones en bienes inmuebles. Roma se convierte, así, en una extensión de la provincia de Caserta. La Torre podían contar con rutas de aprovisionamiento que tenían su base en la costa do-inicia. Las villas de la costa eran fundamentales para el tráfico primero de tabaco de contrabando, y luego de cualesquiera mercancías. Por allí cerca estaba la villa de Nino Manfredi, a quien fueron a ver varios representantes del clan para pedirle que se la vendiera. Manfredi trató de oponerse por todos los medios posibles, pero su casa se hallaba en un punto estratégico para que pudieran atracar las lanchas, y las presiones del clan fueron en aumento. Ya no le pedían que vendiera: ahora le imponían que se la cediera a un precio establecido por ellos. Manfredi incluso acudió a un boss de la Cosa Nostra, divulgando la noticia, en enero de 1994, por la radio; pero los mondragonenes eran poderosos, y ningún siciliano trató de mediar con ellos. Solo saliendo en la televisión y atrayendo la atención de los medio nacionales, el actor logró hacer pública la presión a la que había estado sometido a causa de los intereses estratégicos de la Camorra. El tráfico de droga venía a añadirse a todos los demás canales comerciales. Enzo Boccolato, un primo de La Torre propietario de un restaurante en Alemania, había decidido invertir en la exportación de ropa. Junto con Antonio La Torre y un empresario libanés, compraban ropa en Apulia -dado que la producción textil de la Campania ya estaba monopolizada por los clanes de Secondigliano-, que luego revendían en Venezuela a través de un intermediario, un tal Alfredo, señalado en las investigaciones como uno de los más destacados traficantes de diamantes de Alemania. Gracias a los clanes camorristas de la Campania, los diamantes se convirtieron en poco I', tiempo, tanto por su alta variabilidad de precio como por el valor nominal que mantienen perennemente, en el bien preferido para él, blanqueo de dinero negro. Enzo Boccolato era conocido en los aeropuertos de Venezuela y de Frankfurt, tenía contactos entre los encargados del control de mercancías, que muy probablemente no solo se preocupaban del envío y la llegada de la ropa, sino que se disponían también a tejer una gran red de tráfico de cocaína. Puede parecer que los clanes, una vez completada la acumulación de grandes capitales, interrumpen su actividad comercial, deshaciendo de algún modo su propio código genético y reconvirtiéndolo al ámbito legal. Como en el caso de la familia Kennedy en Estados Unidos, que durante el período de la prohibición había ganado enormes capitales con la venta de alcohol, y luego había puesto fin a cualquier relación con la delincuencia. Pero, en realidad, la fuerza del empresariado criminal italiano ha residido precisamente en seguir circulando por una doble vía, en no renunciar nunca al origen criminal. En Aberdeen denominan scratch («rayar») a este sistema. Como los raperos o los disc-jockeys, que bloquean con los dedos el giro normal del disco sobre el plato, así también los empresarios de la Camorra bloquean por un momento la marcha del disco del mercado, «rayándolo», para luego hacerlo avanzar de nuevo a mayor velocidad que antes. A partir de las diversas investigaciones de la Fiscalía Antimafia de Nápoles sobre La Torre, se ponía de manifiesto que, cuando el curso legal sufría una crisis, de inmediato se activaba la vía criminal. Si faltaba liquidez, se hacían acuñar monedas falsas; si se necesitaban capitales en breve tiempo, se estafaba vendiendo bonos públicos falsificados. La competencia era aniquilada por las extorsiones, y se liberaban las mercancías importadas. «Rayar» el disco de la economía legal permite que los clientes puedan tener un nivel de precios constante y nada esquizofrénico, que los créditos bancarios sean siempre satisfactorios, que el dinero siga circulando, y que los productos sigan consumiéndose. «Rayar» adelgaza la barrera que se alza entre la ley y el imperativo económico, entre lo que prohíbe la norma y lo que impone el beneficio. Los negocios de La Torre en el extranjero hacían indispensable la participación, en varios niveles en la estructura del clan, de representantes ingleses, que incluso llegaban a adquirir la categoría de afiliados. Uno de ellos es Brandon Queen, detenido en Inglaterra, que recibe puntualmente su mensualidad, incluidas las pagas extras, de Mondragone. En la orden de custodia cautelar de junio de 2002 se lee también que «Brandon Queen aparece sistemáticamente inscrito en la nómina del clan por deseo expreso de Augusto La Torre». A los afiliados normalmente se les garantiza, además de la protección física, la retribución, la asistencia legal y la cobertura de la organización en caso de necesidad. Sin embargo, para recibir estas garantías directamente del boss, Queen debía de desempeñar un papel vital en la maquinaria de los negocios del clan, convirtiéndose en el primer camorrista de nacionalidad inglesa en la historia criminal italiana y británica. Hacía muchos años que oía hablar de Brandon Queen. Pero nunca le había visto, ni siquiera en fotografía. Y una vez que hube llegado a Aberdeen no pude por menos de preguntar por él; por el hombre de confianza de Augusto La Torre, el camorrista escocés, el hombre que, sin hallarse en dificultad alguna y conociendo bien únicamente la sintaxis de las empresas y la gramática del poder, había disuelto sus pocos vínculos residuales con los antiquísimos clanes de las Highlands para entrar en los de Mondragone. En las inmediaciones de los locales de La Torre había siempre grupitos de muchachos del lugar. No eran raterillos ociosos, amontonados en torno a las pintas de cerveza a la espera de poder montar alguna bronca o dar un buen tirón; eran muchachotes avispados, incorporados en distintos niveles a las actividades de las empresas legales. Transportes, publicidad, marketing... Al preguntar por Brandon no recibí miradas hostiles o respuestas vagas, como si hubiera preguntado por un afiliado en un pueblo de Nápoles. Parecía que conocían a Brandon Queen desde siempre, o muy probablemente solo se había convertido en una especie de mito del que hablan todas las lenguas. Queen era el hombre que había llegado. No solo un dependiente como los de los restaurantes, las compañías, los negocios, las agencias inmobiliarias, un empleado con un sueldo seguro. Brandon Queen era algo más; había realizado el sueño de muchos chicos escoceses: no limitarse a tomar parte en las actividades económicas legales, sino convertirse en parte del Sistema, en parte operativa del clan. Convertirse en camorrista a todos los efectos, pese a la desventaja de haber nacido en Escocia y, por tanto, creer que la economía tenía una sola vía, la trivial, la de todos, la que trata de reglas y fracasos, de mera competencia y de precios. Me impresionaba que en mi inglés adobado con acento italiano ellos vieran no al emigrante, no a una inconsistente deformación de Jake La Moña, no al coterráneo de los invasores criminales que habían ido a verter dinero a su tierra, sino el rastro de una gramática que conoce el poder absoluto de la economía, capaz de decidir de cualquier cosa y sobre cualquier cosa, capaz de no ponerse límites aun a costa de la cadena perpetua o de la muerte. Parecía imposible, y, sin embargo, mientras hablábamos daban signos de conocer muy bien Mondragone, Secondigliano, Marano, Casal di Principe, territorios de los que les habían hablado, como la epopeya de un país lejano, todos los boss empresarios que habían pasado por aquella zona y por los restaurantes en donde trabajaban. Nacer en tierras de II. Camorra, para mis coetáneos escoceses, significaba tener una ventaja, llevar consigo una marca grabada a fuego que te orientaba a considerar la existencia como una arena donde el empresariado, las armas, e incluso la propia vida son única y exclusivamente un medio para lograr dinero y poder: aquello por lo que vale la pena existir y respirar, aquello que permite vivir en el centro del propio tiempo, sin tener que preocuparse de otra cosa. Brandon Queen había llegado a pesar de no haber nacido en Italia, a pesar de no haber visto nunca la Campania, a pesar de no haber recorrido kilómetros y kilómetros en automóvil bordeando edificios en construcción, vertederos y granjas de búfalas. Había llegado a convertirse en un verdadero hombre de poder, en un camorrista. Y, sin embargo, esta gran organización comercial y financiera internacional no había dado flexibilidad al clan en el control del territorio principal. En Mondragone, Augusto La Torre había administrado el poder con gran severidad. Para llegar a hacer al cártel tan poderoso como era, había sido despiadado. Las armas, a centenares, se las hacía traer de Suiza. De manera política, había alternado distintas fases: primero una gran presencia en la gestión de las contratas, y luego solo alianzas, contactos esporádicos, dejando que se consolidaran sus negocios y que fuera, pues, la política la que se adaptara a sus empresas. Mondragone fue el primer municipio italiano disuelto por infiltración camorrista en la década de 1990. Pero con el paso de los años, política y clan realmente no han llegado a desligarse nunca. En 2005, un prófugo napolitano había hallado hospitalidad en casa de un candidato que figuraba en las listas electorales del alcalde saliente. En el concejo municipal estuvo presente durante largo tiempo, en el grupo mayoritario, la hija de un guardia municipal acusado de cobrar comisiones por cuenta de La Torre. Augusto había sido severo incluso con los políticos. Quienes se oponían a los negocios de la familia debían, en cualquier caso, ser objeto todos ellos de castigos ejemplares y despiadados. La modalidad para la eliminación física de los enemigos de La Torre era siempre la misma, hasta tal punto que en la jerga criminal el método militar de Augusto se conoce como hacerlo «a la "mondragonesa". La técnica consiste en arrojar a los pozos de la campiña los cuerpos destrozados por decenas y decenas de tiros, y acto seguido, lanzar una bomba de mano; de ese modo el cuerpo queda destrozado, y la tierra se derrumba sobre los restos, que se hunden en el agua. Eso era lo que Augusto La Torre había hecho con Antonio Nugnes, teniente de alcalde democristiano desaparecido sin dejar rastro en 1990. Nugnes representaba un obstáculo para la voluntad del clan de gestionar directamente las contratas públicas municipales y de intervenir en todos los acontecimientos políticos y administrativos. Augusto La Torre no quería aliados; quería ser él mismo, en persona, el que gestionara todos los negocios posibles. Era una fase en la que las opciones militares no se sopesaban demasiado. Primero se disparaba y luego se razonaba. Augusto era muy joven cuando se convirtió en capo de Mondragone. El objetivo de La Torre era ser accionista de una clínica privada en construcción, la Incaldana, de la que Nugnes poseía un nutrido paquete de acciones. Sería una de las clínicas más prestigiosas entre el Lacio y la Campania, a un paso de Roma, que atraería a un buen puñado de empresarios del bajo Lacio, resolviendo el problema de la falta de instalaciones hospitalarias eficientes en la costa domicia y la campiña pontina. Augusto había impuesto un nombre al consejo de administración de la clínica, el nombre de un delfín suyo, también empresario del clan, que se había enriquecido con la gestión de un vertedero. La Torre quería que fuera él quien representara a la familia. Nugnes se oponía; había comprendido que la estrategia de Augusto no se limitaría solo a meter el pie en un gran negocio, sino que habría algo más. Entonces La Torre envió a un emisario al teniente de alcalde para que tratara de ablandarle, para que le convenciera de que aceptara sus condiciones en la gestión económica de los negocios. Para un político democristiano no resultaba nada escandaloso entrar en contacto con un boss, tratar con su poder empresarial y militar. Los clanes eran la primera fuerza económica del territorio; rechazar la relación con ellos habría sido como si un teniente de alcalde de Turín se hubiera negado a entrevistarse con el gerente de la FIAT. Augusto La Torre no pensaba en adquirir acciones de la clínica a un precio ventajoso, corno habría hecho un boss diplomático, sino que las quería gratis. A cambio, garantizaría que todas sus empresas adjudicatarias de las contratas de servicio, limpieza, comidas, transportes, vigilancia, etcétera, trabajarían con profesionalidad y a un precio muy ventajoso. Aseguraba que incluso sus búfalas producirían la leche más buena si la clínica pasaba a ser suya. A Nugnes le sacaron de su empresa agrícola con la excusa de una entrevista con el boss, y le llevaron a una casa de labranza situada en el pueblo de Falciano del Massico. Según las declaraciones del boss, allí le esperaban el propio Augusto, Jimmy -es decir, Girolamo Rozzera-, Massimo Gitto, Angelo Gagliardi, Giuseppe Valente, Mario Sperlongano y Francesco La Torre.Todos esperaban a que se realizase la emboscada. El teniente de alcalde apenas bajó del coche, fue al encuentro del boss. Mientras Augusto alargaba los brazos para saludarle, masculló una frase dirigiéndose a Jimmy, tal corno el propio boss confesaría más tarde ante los jueces: –¡Ven! Ha llegado el tío Antonio. Un mensaje claro y definitivo. Jimmy se acercó a Nugnes por la espalda y le disparó dos tiros que se le clavaron en la sien; luego, el propio boss le dio el tiro de gracia. Echaron el cuerpo a un pozo de cuarenta metros de profundidad en pleno campo, y después arrojaron dentro dos bombas de mano. Durante años no se supo nada de Antonio Nugnes. Llegaban llamadas telefónicas de personas que le habían visto por media Italia, cuando en realidad estaba en un pozo cubierto por quintales de tierra. Trece años después, Augusto y sus más estrechos colaboradores indicaron a los carabineros dónde podían encontrar los restos del teniente de alcalde que había osado oponerse al crecimiento de la empresa de La Torre. Sin embargo, cuando los carabineros empezaron a recoger los restos se dieron cuenta de que no pertenecían a un solo hombre. Cuatro tibias, dos cráneos, tres manos... Durante más de diez años el cuerpo de Nugnes había estado junto al deVincenzo Boccolato, un camorrista vinculado a Cutolo, que luego, tras la derrota de este, se había aproximado a La Torre. Boccolato había sido condenado a muerte porque, en una carta enviada desde la cárcel a un amigo suyo, había ofendido profundamente a Augusto. El boss la había encontrado por casualidad, mientras curioseaba por la sala de estar de un afiliado: hojeando papeles, había reconocido su nombre, y, espoleado por la curiosidad, se había puesto a leer la caterva de insultos y críticas que Boccolato le dedicaba. Antes de terminar de leer la carta ya le había condenado a muerte. Envió a matarle a Angelo Gagliardi, ex cutoliano como él, una de las personas en cuyo automóvil subiría sin sospechar nada. Los amigos son los mejores killers, los que consiguen hacer un trabajo más limpio, sin tener que perseguir al propio objetivo cuando este sale corriendo, dando gritos. En silencio, cuando menos se lo espera, se le apoya la punta del cañón de la pistola en la nuca y se abre fuego. El boss quería que las ejecuciones se realizaran en una amigable intimidad. Augusto La Torre no soportaba que se ridiculizara su persona, no quería que alguien, al pronunciar su nombre, pudiera asociarlo inmediatamente después a una carcajada. Nadie había de atreverse. Luigi Pellegrino, conocido por todos como «Gigiotto», era, en cambio, una de esas personas a las que les gusta chismorrear sobre todo lo concerniente a los poderosos de su ciudad. Son muchos los chicos que en tierras de la Camorra murmuran sobre las inclinaciones sexuales de los boss, sobre las orgías de los jefes de zona, sobre las hijas zurronas de los empresarios de los clanes. Pero, en general, los boss lo toleran, ya que tienen otras cosas en que pensar y, además, es inevitable que se forme un auténtico cotilleo en torno a la vida de los que mandan. Gigiotto chismorreaba sobre la mujer del boss; iba por ahí explicando que la había visto encontrarse con uno de los hombres de mayor confianza de Augusto. La había visto, en los encuentros con su amante, acompañada del propio chófer del boss. A1 número uno de La Torre, que lo gestionaba y controlaba todo, su mujer le ponía los cuernos ante sus mismas narices, y él no se enteraba. Gigiotto explicaba sus habladurías con variantes cada vez más detalladas y siempre distintas. Fuera invención o no, en la zona todos contaban la historia de la mujer del boss que se entendía con el brazo derecho de su marido, y todos tenían buen cuidado de citar la fuente: Gigiotto. Un día, este iba andando por el centro de Mondragone cuando oyó el ruido de una motocicleta que se acercaba a la acera un poco más de la cuenta. Apenas intuyó la deceleración del motor, empezó a correr. De la moto salieron dos tiros, pero Gigiotto, zigzagueando entre las farolas y los transeúntes, consiguió hacer vaciar todo el cargador al killer, que iba en la moto de pasajero. El conductor, pues, se vio obligado a perseguir a pie a Gigiotto, que se había refugiado en un bar tratando de ocultarse detrás de la barra. Sacó la pistola y le disparó a la cabeza delante de un montón de personas, que un momento después del homicidio se desvanecieron silenciosas y veloces. Según las investigaciones, el que quiso eliminarle fue el regente del clan, Giuseppe Fragnoli, que sin pedir siquiera autorización decidió quitar de en medio la mala lengua que tanto estaba infamando la imagen del boss. En la mente de Augusto, Mondragone, sus campos, la costa, el mar, habían de ser solo un taller comercial, un laboratorio a disposición suya y de sus empresarios asociados, un territorio del que extraer material que exprimir en beneficio de sus empresas. Había impuesto la prohibición absoluta de vender droga tanto en Mondragone como en la costa domicia: la máxima orden que los boss casertanos dieran tanto a sus subordinados como a los que no lo eran. La prohibición nacía de un motivo moral, el de preservar a los propios conciudadanos de la heroína y la cocaína; pero, sobre todo, se trataba de evitar que en su territorio los peones del clan, a base de traficar con droga, pudieran enriquecerse en el seno del propio poder y hallar inmediata savia económica para oponerse a los líderes de la familia. La droga que el cártel mondragonés llevaba de Holanda a las calles del Lacio y de Roma estaba taxativamente prohibida. Así, los mondragoneses tenían que coger el coche y viajar hasta Roma para comprar hierba, coca y heroína que llegaba a la capital procedente de los napolitanos, de los Casalesi y de los propios mondragoneses; como gatos que persiguieran su propia cola adherida a un culo que se hubiera alejado. El clan creó un grupo que guardaba ciertas reminiscencias con las centralitas de la policía; eran unas siglas: el GAD, Grupo Antidroga. Si te cogían con un porro en la boca, te rompían el tabique nasal; si cualquier esposa descubría una papelina de coca, bastaba con que hiciera llegar la voz a alguien del GAD para que al marido le quitaran las ganas de meterse a base de patadas y puñetazos en la cara, además de prohibir a los empleados de las gasolineras que le pusieran combustible si iba a Roma. Un muchacho egipcio, Hassa Fajry, pagó duramente el hecho de ser heroinómano. Trabajaba guardando cerdos; eran cerdos negros casertanos, una raza rara, de ejemplares oscurísimos, más que las búfalas, pequeños y peludos, como acordeones de grasa de los que se sacaban salchichas magras, un gustoso salami y unas sabrosas chuletas. Un oficio infame, el de porquero. Siempre espalando estiércol, degollando lechones cabeza abajo y recogiendo la sangre en barreños. En Egipto era chófer, pero provenía de una familia campesina y, por tanto, sabía cómo tratar a los animales. Aunque no a los cerdos: era musulmán, y los gorrinos le provocaban doble repugnancia. Pese a ello, era mejor cuidar cerdos que tener que pasarse el día entero espalando la mierda de las búfalas, como hacen los indios. Los cerdos cagan la mitad de la mitad, y además las pocilgas tienen una superficie muchísimo más pequeña que los establos bovinos. Todos los árabes lo saben, y por eso aceptan cuidar puercos con tal de no acabar desmayado de cansancio por trabajar con los búfalos. Hassa empezó a meterse heroína; cada vez que iba en tren a Roma, tomaba su dosis y volvía a la pocilga. Al convertirse en un auténtico toxicómano el dinero nunca le llegaba, de modo que su camello le aconsejó que probara a vender en Mondragone, una ciudad sin mercado de droga. Aceptó, y empezó a vender delante del bar Domizia, hallando una clientela capaz de hacerle ganar en diez horas de trabajo lo que ganaba en seis meses como porquero. Bastó con una llamada telefónica del propietario del bar, hecha como se hace siempre por estos pagos, para que cesara la actividad. Se llama a un amigo, que llama a su primo, que se lo explica a su compadre, que le da la noticia a quien tiene que dársela. Un pasaje del que solo se conocen el punto inicial y final. A los pocos días, los hombres de La Torre, los autoproclamados GAD, fueron directamente a su casa. Para evitar que se escapara entre los cerdos y las búfalas, y obligarles, de ese modo, a perseguirle a través del fango y de la mierda, llamaron al timbre de su cuchitril haciéndose pasar por policías. Lo metieron en un coche y se pusieron en marcha. Pero el coche no tomó la dirección de la comisaría. En cuanto Hassa Fajry comprendió que le iban a matar tuvo una extraña reacción alérgica. Como si el miedo hubiera desencadenado un shock anafiláctico, su cuerpo empezó a hincharse; parecía que alguien le estuviera insuflando aire violentamente. El mismo Augusto La Torre, al relatar lo sucedido a los jueces, se mostraría aterrado ante aquella metamorfosis: los ojos del egipcio se hicieron minúsculos, como si el cráneo los estuviera aspirando, por sus poros emanaba un sudor denso, como de miel, y por la boca le salía una baba que parecía requesón. Lo mataron entre ocho, pero solo fueron siete los que dispararon. Un arrepentido, Mario Sperlongano, declararía posteriormente: "Me parecía algo por completo inútil y estúpido disparar a un cuerpo sin vida". Sin embargo, siempre era así. • Augusto estaba como ebrio de su nombre, del símbolo de su nombre. Detrás de él, detrás de cada una de sus acciones, tenían que estar todos sus legionarios, los legionarios de la Camorra. Homicidios que podían haberse resuelto con muy pocos ejecutores -- uno, o, como máximo, dos- eran realizados, en cambio, por todos sus hombres de confianza. A menudo se requería que todos los presentes dispararan al menos un tiro, aunque el cuerpo fuera ya cadáver. Uno para todos y todos para uno. Para Augusto, todos sus hombres debían participar, incluso cuando ello fuera superfluo. El continuo temor de que alguien se pudiera echar atrás le llevaba a obrar siempre en grupo. Podía suceder que los negocios de Amsterdam, Aberdeen, Londres o Caracas hicieran perder la razón a algún afiliado, convenciéndole de que podía actuar por sí mismo. Es aquí donde la crueldad es el verdadero valor del comercio: renunciar a ella significa perderlo todo. Después de haberle matado, el cuerpo de Hassa Fajry fue atravesado por centenares de jeringas de insulina, las mismas utilizadas por los heroinómanos. Un mensaje grabado en la piel que todos los mondragoneses de Formia habían de entender de inmediato. Y el boss no miraba a nadie a la cara. Cuando un afiliado, Paolo Montan, llamado «Zumpariello» -uno de los hombres más fiables de sus baterías de fuego-, empezó a drogarse, mostrándose incapaz de desengancharse de la coca, hizo que un amigo suyo de confianza le llamara para reunirse con él en una casa de labranza. Al llegar, Ernesto Cornacchia tenía que haberle vaciado todo el cargador, pero no quiso disparar por miedo a darle al boss, que se encontraba demasiado cerca de la víctima. A1 verle dudar, Augusto sacó su pistola y mató a Montano; pero los disparos alcanzaron de rebote en un costado a Cornacchia, que de ese modo prefirió recibir una bala en el cuerpo antes que correr el riesgo de herir al boss. También el cuerpo de Zumpariello fue arrojado a un pozo que luego se hizo explotar, a la mondragonesa. Los legionarios habrían hecho cualquier cosa por Augusto: incluso cuando el boss se arrepintió, ellos le siguieron. En enero de 2003, tras el arresto de su mujer, el boss decidió dar el gran paso y arrepentirse. Se acusó a sí mismo y a sus hombres de confianza de una cuarentena de homicidios, ayudó a encontrar en la campiña mondragonesa los restos de las personas que había destrozado en el fondo de los pozos, y se denunció a sí mismo por decenas y decenas de extorsiones. Una confesión, no obstante, que incidía más en los aspectos militares que en los económicos. A1 poco tiempo, le siguieron sus hombres más fieles: Mario Sperlongano, Giuseppe Valente, Girolamo Rozzera, Pietro Scuttini, Salvatore Orabona, Ernesto Cornacchia y Angelo Gagliardi. Los boss, una vez que han terminado en la cárcel, tienen en el silencio el arma más segura para conservar su autoridad, para seguir ostentando formalmente el poder, aunque el duro régimen de la cárcel les aleje de su gestión directa. Pero el caso de Augusto La Torre es especial: al hablar, y al seguirle todos los suyos, no había de temer ya, con su defección, que alguien matara a su familia; ni, de hecho, su colaboración con la justicia parece haber sido determinante para mermar el imperio económico del cártel mondragonés. Solo ha sido fundamental para comprender la lógica de las matanzas y la historia del poder en la costa de Caserta y del Lacio. Augusto La Torre ha hablado del pasado, como muchos boss de la Camorra. Sin arrepentidos, la historia del poder no podría haberse escrito. Sin arrepentidos, la verdad de los hechos, los detalles, los mecanismos, se descubren diez, veinte años después; un poco como si un hombre comprendiese solo después de su muerte cómo funcionaban sus órganos vitales. El riesgo del arrepentimiento de Augusto La Torre y de su estado mayor es que puede suponer importantes rebajas de penas por el relato de lo ya ocurrido, a cambio de la posibilidad de salir todos de la cárcel al cabo de unos cuantos años y conservar un poder económico legal, habiendo transferido el poder militar a otros, sobre todo a las familias albanesas. Como si a fin de evitar cadenas perpetuas y luchas intestinas por la alternancia de poderes hubieran decidido emplear su conocimiento de los hechos, relatados con precisión y veracidad, como mediación para seguir viviendo únicamente del poder legal de sus actividades. Augusto no soportaba la celda, no se veía capaz de resistir decenas de años de cárcel como los grandes boss junto a los que había crecido. Había pretendido que los comedores de la cárcel respetaran su dieta vegetariana, y dado que le gustaba el cine, pero no se podía tener un vídeo en la celda, pidió muchas veces al director de una emisora local de Umbría, donde estaba encarcelado, que emitiera las tres partes de El padrino cuando a él le apetecía, normalmente por la noche antes de dormir. Según los jueces, el arrepentimiento de La Torre siempre ha rezumado ambigüedad, sin que este haya llegado jamás a renunciar a su papel de boss.Y el hecho de que las revelaciones del arrepentido son una extensión de su poder lo demuestra una carta que Augusto hizo entregar a su tío, donde le aseguraba que le había «salvado» de cualquier implicación en las actividades del clan, si bien, como hábil redactor, no escatima una clara amenaza a él y a otros dos parientes suyos, conjurando la hipótesis de que en Mondragone pueda surgir una alianza contra el boss: –Tu yerno y su padre se sienten protegidos por personas que pasean su cadáver. El boss, aunque arrepentido, desde la cárcel dell'Aquila incluso pedía dinero; eludiendo los controles, escribía cartas de órdenes y demandas que entregaba siempre a su chófer Pietro Scuttini, así como a su madre. Esas demandas, según la magistratura, eran extorsiones. Una nota de tono cortés, dirigida al dueño de una de las principales queserías de la costa domicia, es la prueba de que Augusto seguía teniéndolo a su disposición: «Querido Peppe: Te pido un gran favor porque estoy arruinado, si quieres ayudarme, pero te lo pido solo en nombre de nuestra vieja amistad y no por otros motivos, y aunque me digas que no quédate tranquilo, ¡i te protegeré siempre! Me bastan urgentemente diez mil euros, y luego tienes que decirme si puedes darme mil euros al mes, me bastan para vivir con mis hijos...». El nivel de vida al que estaba habituada la familia La Torre se hallaba muy por encima de la ayuda económica que el Estado garantizaba a los colaboradores de la justicia. Solo llegué a comprender el volumen de negocio de la familia después de haber leído las cartas del «megaembargo» realizado por orden de la magistratura de Santa Maria Capua Vetere en 1992. Se embargaron bienes inmuebles por el valor actual de casi 230 millones de euros, diecinueve empresas por un valor de 323 millones de euros, a los que se añadían otros 133 millones correspondientes a instalaciones de producción y maquinaria. Se trataba de numerosas fábricas ubicadas entre Nápoles y Gaeta a lo largo de la costa domicia, entre ellas una quesería y una azucarera, cuatro supermercados, nueve villas a orillas del mar y edificios con terrenos anexos, además de automóviles de gran cilindrada y motocicletas. Cada fábrica tenía unos sesenta empleados. Los jueces dispusieron, además, el embargo de la sociedad adjudicataria de la recogida de los residuos en el municipio de Mondragone. Fue una operación gigantesca que venía a anular un poder económico exorbitante, aunque microscópico con respecto al verdadero volumen de negocio del clan. También se embargó una villa inmensa, una villa cuya fama llegaba incluso hasta Aberdeen. Cuatro plantas alzadas a pico sobre el mar, con una piscina decorada con un laberinto subacuático; construida en la zona de Ariana di Gaeta, y proyectada como la villa de Tiberio, no el patriarca del clan de Mondragone, sino el emperador romano que se retiró a gobernar a Capri. No he llegado a entrar jamás en esa villa, y la leyenda y los documentos judiciales han sido las lentes a través de las que he sabido de la existencia de este mausoleo imperial, emblema de las propiedades italianas del clan. Esta zona costera habría podido ser una especie de espacio infinito sobre el mar, capaz de conceder toda clase de fantasías a la arquitectura. Pero en lugar de ello, con el tiempo la costa casertana se ha convertido en un amasijo de casas y chalets construidos a toda velocidad para estimular un enorme flujo de turismo del bajo Lacio a Nápoles. En la costa domicia no hay planes urbanísticos, ni licencias. Así que los chalets que se extienden desde Castelvolturno hasta Mondragone se han convertido en los nuevos alojamientos donde meter a decenas de africanos, y los parques proyectados, las tierras que debían alojar nuevos conjuntos de casas y chalets para los veraneantes y el turismo, se han transformado en vertederos incontrolados. Ninguno de los pueblos de la costa cuenta con depuradora. Un mar de color pardusco baña hoy unas playas llenas de basura. En cuestión de pocos años se ha eliminado hasta la más remota traza de belleza. En verano, algunos locales de la costa domicia se convertían en auténticos burdeles; algunos de mis amigos se preparaban para la caza nocturna enseñando sus carteras vacías: no de dinero, sino de esos pequeños personajes de látex con alma circular que son los preservativos. Mostraban así que ir a follar a Mondragone sin preservativo no entrañaba ningún riesgo: «¡Esta noche se hace sin!». El preservativo mondragonés era Augusto La Torre. El boss había decidido velar también por su propia salud y por la de sus súbditos, y Mondragone se convirtió en una especie de templo para la total seguridad frente a la más temida de las enfermedades infecciosas. Mientras el mundo entero se infectaba de VIH, el norte de la provincia de Caserta se hallaba estrictamente bajo control. El clan era muy minucioso, y mantenía en observación los análisis de todo el mundo. En la medida de lo posible, llevaba una lista completa de los enfermos: el territorio no debía infectarse. De ese modo supieron de inmediato que un hombre próximo a Augusto, Fernando Brodella, se había contagiado de VIH. Podía resultar arriesgado, ya que frecuentaba a las chicas del lugar. No se les ocurrió confiárselo a un buen médico ni pagarle la cura adecuada: no hicieron como el clan Bidognetti, que pagaba las operaciones en las mejores clínicas europeas a sus miembros, poniéndolos en manos de los médicos más hábiles. A Brodella le abordaron y lo asesinaron a sangre fría. Eliminar a los enfermos para frenar la epidemia: esa era la orden del clan. Una enfermedad infecciosa, y encima transmitida mediante el acto menos controlable, el sexo, solo podía detenerse atajando para siempre a los infectados. La única forma de asegurarse de que los enfermos no contagiaran a nadie era privándoles de la posibilidad de vivir. También las propias inversiones de capital en la Campania tenían que ser seguras. De hecho, habían comprado una villa situada en el territorio de Anacapri, una estructura que alojaba el cuartel local de carabineros. Cobrar el alquiler de los carabineros les daba la certeza de no incurrir en lamentables carencias. Pero La Torre, cuando comprendieron que la villa rendiría más con el turismo, desalojaron a los carabineros, y, tras dividir la estructura en seis apartamentos con jardín y garaje, la transformaron en un centro turístico, antes de que llegara la Antimafia y lo embargara todo. Eran inversiones limpias, seguras, sin ningún riesgo especulativo sospechoso. Tras el arrepentimiento de Augusto, el nuevo boss, Luigi Fragnoli, siempre fiel a La Torre, empezó a tener problemas con algunos afiliados como Giuseppe Mancone, llamado "Rambos". Con un vago parecido a Stallone y un cuerpo hinchado a base de gimnasio, estaba montando un mercado que en breve le llevaría a ser un importante referente, y luego podría dar una patada a los viejos boss, cuyo carisma se había hecho añicos tras el arrepentimiento. Según la Fiscalía Antimafia, los clanes mondragoneses habían pedido a la familia Birra de Ercolano que les prestara a algunos killers. Así, para eliminar a Rambo llegaron a Mondragone, en agosto de 2003, dos ercolaneses. Llegaron con dos enormes motocicletas, de esas que son poco manejables, pero con un aspecto tan amenazador que resulta difícil resistirse a emplearlas en una emboscada. Ninguno de ellos había puesto jamás el pie en Mondragone, pero descubrieron fácilmente que la persona a la que habían de matar estaba en el Roxy Bar, como siempre. La moto se detuvo. Bajó un muchacho que con paso seguro se acercó a Rambo, le vació un cargador entero, y luego volvió al sillín de la moto. –¿Todo en orden? ¿Lo has hecho? –Sí, lo he hecho. ¡Venga, vámonos! Cerca del bar había un grupo de chicas que estaban planificando la festividad del 15 de agosto. Apenas vieron llegar al muchacho con paso apresurado, comprendieron lo que sucedía, y además sabían diferenciar el ruido de una automática del de los petardos. Todas se arrojaron al suelo ocultando la cara, temiendo que el asesino las viera y, por tanto, pudieran convertirse en testigos. Pero hubo una que no agachó la cabeza. Una de ellas siguió mirando al killer sin bajar la vista, sin aplastar su pecho contra el asfalto o cubrirse el rostro con las manos. Era una maestra de preescolar de treinta y cinco años. Más adelante aquella mujer declaró, participó en los reconocimientos y denunció la encerrona. Entre los múltiples motivos por los que podía haber callado, hacer como si nada, volver a casa y vivir como siempre, estaba el miedo, el terror de la intimidación y, aún más, la sensación de la inutilidad de hacer arrestar a un killer, uno de tantos. Pero en lugar de ello, la maestra mondragonesa supo hallar, frente al revoltijo de razones para callarse, un único motivo: el de la verdad. Una verdad que tiene el sabor de la naturaleza, como un gesto habitual, normal, evidente, necesario como la propia respiración. Denunció sin pedir nada a cambio. No exigió dinero, ni escolta; no puso precio a su palabra. Reveló lo que había visto, describió el rostro del killer, sus pómulos angulosos, su tupido entrecejo. Después de los disparos, la moto huyó por el pueblo equivocándose varias veces de calle, metiéndose en callejones sin salida y teniendo que volver atrás. Más que killers, parecían turistas esquizofrénicos. En el juicio derivado del testimonio de la maestra resultó condenado a cadena perpetua Salvatore Cefariello, de veinticuatro años, considerado un killer a sueldo de los clanes de Ercolano. El juez que ha recogido los testimonios de la maestra la ha definido como «una rosa en el desierto», surgida en una tierra donde la verdad es siempre la versión de los poderosos, donde se anuncia como una mercancía rara que se puede trocar por cualquier beneficio. Y sin embargo, esta confesión le ha hecho la vida difícil; es como si se le hubiese enredado un hilo en un gancho y toda su existencia se fuera deshilachando paralelamente al avance de su valeroso testimonio. Estaba a punto de casarse y su novio la ha dejado; ha perdido su trabajo; ha sido trasladada a otra localidad, protegida, y con un sueldo mínimo que le paga el Estado para sobrevivir; una parte de su familia se ha alejado de ella, y se le ha venido encima una soledad abismal. Una soledad que estalla violentamente en la vida cotidiana cuando se tienen deseos de bailar sin tener con quién hacerlo, teléfonos móviles que suenan a vacío, y amigos que poco a poco se van distanciando hasta dejarse de oír del todo. No es la confesión en sí lo que da miedo; no es el haber señalado a un killer lo que provoca escándalo. La lógica de la Omertá no resulta tan banal. Lo que hace escandaloso el gesto de la joven maestra ha sido la decisión de considerar natural, instintivo y vital el hecho de poder declarar. Tener esta actitud vital es como creer realmente que la verdad puede existir, y esto, en una tierra en la que la verdad es aquello que te hace ganar y la mentira aquello que te hace perder, se convierte en una decisión inexplicable. Así, sucede que las personas que te rodean se sienten en dificultades, se sienten descubiertas por la mirada de quien ha renunciado a las reglas de la propia vida, que ellos, en cambio, han aceptado del todo. Las han aceptado sin vergüenza, porque en suma así es como debe ser, porque así es como ha sido siempre, porque no se puede cambiarlo todo con las propias fuerzas, y, por tanto, es mejor reservarlas, seguir el camino marcado y vivir corno a uno le dejan vivir. En Aberdeen, mi vista se había estrellado contra la materia del éxito del empresariado italiano. Es extraño observar estas lejanas ramificaciones cuando se conoce su centro. No sé cómo describirlo, pero tener delante los restaurantes, las oficinas, las aseguradoras, los edificios, es como sentir que te cogen por los tobillos, te ponen cabeza abajo y luego te sacuden hasta hacer caer de los bolsillos las monedas sueltas, las llaves de casa y todo lo que pueda salir de los pantalones y de la boca, incluso el alma en el caso de que sea posible comercializarla. Los flujos de capital partían hacia todas partes, como radios que se alimentaran chupando le energía de su propio centro. Saberlo no es lo mismo que verlo. Yo había acompañado a Matteo a una entrevista de trabajo, y, evidentemente, le habían cogido. Él quería que también yo me quedara en Aberdeen. –Aquí basta con ser lo que eres, Roberto... Matteo únicamente había necesitado ser originario de la Campuja; le había bastado con eso solo para que se le valorara por su currículum, por su licenciatura, por sus ganas de hacer. El mismo origen que en Escocia le llevaba a ser un ciudadano con todos los derechos normales, en Italia le había limitado a que se le considerara poco más que un desecho de hombre, sin protección, sin interés, un derrotado ya de entrada porque no había hecho marchar su vida por la vía correcta. De improviso le embargaba una felicidad que no había sentido nunca. Pero cuanto más eufórico se ponía él, más me invadía a mí una amarga melancolía. Nunca he sido capaz de sentirme distante, lo bastante distante de donde he nacido; lejos de los comportamientos de las personas que odiaba, realmente distinto de las dinámicas feroces que aplastaban vidas y deseos. Nacer en ciertos lugares significa ser como el cachorro de perro de caza que nace ya con el olor de la liebre en el hocico. Contra toda voluntad, de una forma u otra corres igual detrás de la liebre; aunque después de haberla alcanzado puedas dejarla escapar abriendo los dientes. Y yo era capaz de entender los trazados, las calles, los senderos, con una obsesión inconsciente, con una capacidad maldita para comprender hasta el fondo los territorios de conquista. Solo quería irme de Escocia, marcharme para no volver a poner el pie allí. Partí lo antes posible. En el avión era difícil conciliar el sueño; las turbulencias, la oscuridad al otro lado de la ventanilla, me apretaban directamente la garganta como si una corbata estrechara con fuerza su nudo precisamente sobre la nuez de Adán. Quizá la claustrofobia no se debiera a los asientos apretados y a las pequeñas dimensiones del avión, ni a las tinieblas de fuera, sino a la sensación de sentirme arrollado por una realidad que se asemejaba a un gallinero de bestias afamadas y apiñadas, dispuestas a comer para ser comidas. Como si todo fuese un solo territorio con una sola dimensión y sintaxis comprensible en todas partes. Una sensación de que no hay salida; la constricción a formar o a no formar parte de la gran batalla. Volvía a Italia teniendo en mente las dos calles más rápidas de cualquier alta velocidad posible: las que vehiculan en un sentido los capitales que van a desembocar en la gran economía europea, y, en el otro, llevan hacia el sur todo lo que en otros lugares habría contaminado, haciéndolo entrar y salir por las redes forzadas de la economía abierta y flexible, logrando crear en otras partes, en un ciclo continuo de transformación, riquezas que jamás habría podido generar ninguna forma de desarrollo en los lugares en donde esa metamorfosis se originaba. Los residuos habían hinchado la panza del sur de Italia, la habían extendido como un vientre grávido, cuyo feto no se desarrollaría jamás y que abortaría dinero para luego volver a embarazarse de inmediato, hasta abortar de nuevo, y luego nuevamente volver a llenarse hasta destrozar el cuerpo, sofocar las arterias, obturar los bronquios y destruir las sinapsis. Continuamente, continuamente, continuamente...

Gomorra-Roberto SavianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora