Hollywood

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En Casal di Principe, a Don Peppino Diana le han dedicado un «Centro de Acogida Inmediata y Temporal para Menores Tutelados»; un centro organizado en una villa embargada a un miembro del clan de los Casalesi, Egidio Coppola. Una villa fastuosa, de la que ha sido posible recuperar un montón de habitaciones. La Agencia Italiana para la Renovación, el Desarrollo y la Seguridad en el Territorio (AGRORINASCE), que reúne a los municipios de Casapesenna, Casal di Principe, San Cipriano d'Aversa y Villa Literno, ha logrado transformar algunos bienes de los camorristas en estructuras útiles a la gente de la tierra. Las villas de los boss embargadas, hasta que no son verdaderamente reutilizadas, continúan ostentando la marca de quien las ha edificado y habitado. Aunque abandonadas, conservan el símbolo del dominio. Al atravesar la campiña aversana uno parece tener ante sí una especie de catálogo resumen de todos los estilos arquitectónicos de los últimos treinta años. Las villas más imponentes, de constructores y propietarios de terrenos, son las que marcan la pauta para las otras, más reducidas, de empleados y comerciantes. Si las primeras se hallan presididas por cuatro columnas dóricas de cemento armado, las segundas tendrán solo dos, y serán la mitad de las altas. El juego de imitación hace, pues, que todo el territorio esté salpicado de conjuntos de villas que rivalizan en imponencia, complejidad e inviolabilidad, en una especie de búsqueda de lo raro y lo singular; como, por ejemplo, haciendo reproducir las líneas de un cuadro de Mondrian en la valla exterior. Las villas de los camorristas son perlas de cemento ocultas en las calles de los pueblos de la provincia de Caserta, protegidas por muros y cámaras de vigilancia. Hay montones de ellas. Mármol y parquet, columnatas y escaleras, chimeneas con las iniciales de los boss grabadas en el granito... Pero hay una especialmente célebre, la más fastuosa de todas, o simplemente aquella en torno a la cual se han creado más leyendas. En el pueblo todos la conocen como Hollywood. Basta pronunciar su nombre para saberlo. Hollywood es la villa de Walter Schiavone, hermano de Sandokan, durante muchos años responsable del ciclo del cemento en nombre del clan. Intuir el origen de ese nombre no resulta difícil: basta con imaginarse los espacios y el fasto. Pero no es ese el verdadero motivo: la villa de Walter Schiavone tiene que ver de verdad con Hollywood. En Casal di Principe se cuenta que el boss le había pedido a su arquitecto que le construyera una villa idéntica a la de aquel gánster cubano de Miami, Tony Montana, que aparecía en El precio del poder. Había visto una y otra vez la película, que le había conmocionado hasta el punto de llegar a identificarse con el personaje interpretado por Al Pacino; y efectivamente, con algo de fantasía podía superponerse su horadado rostro al del actor. Toda la historia tiene tintes de leyenda. Según cuentan en el pueblo, el bous le entregó directamente el vídeo de la película a su arquitecto: el proyecto había de ser el de El precio del poder, y ningún otro. Me daba la impresión de ser una de aquellas historias que adornan la ascensión al poder de todo boss, un aura que se empapa de leyenda, de auténticos mitos metropolitanos. Cada vez que alguien nombraba Hollywood, había siempre otro que de pequeño había ido a ver los trabajos de construcción: todos en fila, montados en bicicleta, a contemplar la villa de Tony Montana que poco a poco se iba alzando en mitad de la calle, surgida directamente de la pantalla. Algo que, por lo demás, resultaba muy poco habitual, ya que en Casale las obras de las villas no suelen iniciarse hasta que no se han alzado sus elevados muros exteriores. Yo no había creído nunca en la historia de Hollywood. Vista desde fuera, la villa de Schiavone es un búnker, rodeada de gruesos muros coronados por verjas amenazadoras. Todos los accesos están protegidos por vallas b lindadas. No se vislumbra lo que puede haber al otro lado de los muros, aunque, en vista de su estructura defensiva, uno piensa en algo precioso. Existe una única señal externa, un silencioso mensaje, que se halla precisamente en la entrada principal. A ambos lados de la verja, que parece la de una casa de labranza, se hallan dos columnas dóricas rematadas por un tímpano. No guardan armonía alguna con la disciplinada sobriedad de las casitas del entorno, con los gruesos muros, con la valla roja. En realidad, es la marca de la familia: el tímpano neopagano, como un mensaje destinado a quien ya conoce la villa. Solo verla me había dado la certeza de que aquella construcción sobre la que se fabulaba desde hacía años existía realmente, y había pensado en entrar decenas de veces para observar Hollywood con mis propios ojos. Pero parecía imposible. Incluso después del embargo estaba vigilada por los gorilas del clan. Una mañana, antes de que se decidiera su futuro uso, me armé de valor y me dispuse a entrar. Pasé por un acceso secundario, al abrigo de miradas indiscretas que habrían podido ponerse nerviosas por la intrusión. La villa aparecía imponente, luminosa, la fachada infundía la misma clase de respeto que uno siente ante un monumento. Las columnas sostenían dos pisos con tímpanos de distinto tamaño, organizados en una estructura vertical decreciente, que exhibían un semicírculo truncado en el centro. La entrada era un delirio arquitectónico: dos enormes escalinatas se remontaban como dos alas de mármol hasta el primer piso, que asomaba en forma de galería sobre el salón de abajo. El atrio era idéntico al de Tony Montana. Estaba también la terraza con una entrada central que daba al despacho, el mismo donde termina El precio del poder entre una lluvia de proyectiles. La villa es un derroche de columnas dóricas enlucidas de rosa por la parte interior y de verde aguamarina por el exterior. Los lados del edificio están formados por dobles columnatas con preciosos acabados de hierro forjado. La propiedad tiene en conjunto 3.400 metros cuadrados, con una construcción de 850 metros cuadrados dispuesta en tres niveles. A finales de la década de 1990, el valor del inmueble era de cerca de 5.000 millones de liras; hoy la misma construcción tendría un valor comercial de cuatro millones de euros. En el primer piso hay habitaciones enormes, en cada una de las cuales, inútilmente, hay al menos un baño. Algunas son enormes y lujosas; otras, en cambio, pequeñas y modestas. Está la habitación de los hijos, donde todavía hay pósters de cantantes y futbolistas colgados en las paredes, un cuadrito ennegrecido con dos pequeños angelotes, que probablemente estaba en la cabecera de la cama. Un recorte de periódico: «El Albanova afila sus armas, El Albanova era el equipo de Casal di Principe y San Cipriano d'Aversa, disuelto por la Antimafia en 1997, creado con el dinero del clan, un equipo títere de los boss. Aquellos recortes chamuscados adheridos al enmohecido revoque eran lo único que quedaba del hijo de Walter, muerto en un accidente de tráfico cuando todavía era un adolescente. Desde el balcón se veía el jardín de delante, salpicado de palmeras, y había también un pequeño lago artificial con un puentecito de madera que llevaba a un pequeño islote de plantas y árboles rodeado por un muro. En esta zona de la casa, cuando todavía la habitaba la familia Schiavone, jugueteaban los perros, los molosos, enésimo símbolo de la puesta en escena del poder. En la parte trasera se extendía un prado con una elegante piscina diseñada como una elipse torcida a fin de permitir que las palmeras dieran sombra durante las jornadas estivales. Esta parte de la villa se había copiado del Baño de Venus, verdadera perla del Jardín Inglés del Palacio Real de Caserta. La estatua de la diosa se acomodaba a la superficie del agua con la misma gracia que la de Vanvitelli. La villa está abandonada desde la detención del boss, acaecida en 1996 precisamente en esas estancias. Walter no había hecho como su hermano Sandokan, que, al verse perseguido por la justicia, había mandado construir debajo de su enorme villa, en el centro de Casal di Principe, un refugio tan profundo como principesco. Cuando era un prófugo, Sandokan se refugiaba en un fortín sin puertas ni ventanas, con galerías y grutas naturales capaces de proporcionar vías de escape en caso de emergencia, pero también con un apartamento de cien metros cuadrados perfectamente organizado. Un apartamento surrealista, iluminado con luces de neón y con suelos de cerámica blanca. El búnker estaba provisto de videófono y tenía dos accesos, imposibles de identificar desde el exterior. Al llegar prácticamente no se encontraban puertas, ya que estas solo se abrían tras descorrer unos muros de cemento armado que iban sobre raíles. Cuando había peligro de registro domiciliario, el boss, desde el comedor, y a través de una trampilla oculta, llegaba hasta una serie de galerías, nada menos que once, unidas entre sí, que formaban bajo tierra una especie de "reductos, el último refugio, donde Sandokan había mandado disponer tiendas de campaña: un búnker dentro del búnker. Para cogerle, en 1998, la DIA había tenido que vigilar la casa durante un año y siete meses, llegando a atravesar la pared con una sierra eléctrica para poder acceder al escondite. Solo después, cuando Francesco Schiavone ya se había rendido, había sido posible identificar el acceso principal en el trastero de una villa en la calle Sale, no, entre cajas de plástico vacías y herramientas de jardinería. En el búnker no faltaba de nada. Había dos frigoríficos, que contenían comida suficiente para alimentar al menos a seis personas durante unos doce días. Había una pared entera ocupada por un sofisticado equipo estéreo, con videograbadoras y proyectores. La policía científica de la jefatura de Nápoles había necesitado diez horas para controlar las instalaciones de alarmas y sistemas de cierre de los dos accesos. En el baño tampoco faltaba la bañera con hidromasaje. Y todo ello bajo tierra, viviendo como en una madriguera, entre trampillas y galerías. Walter, en cambio, no se había ocultado bajo tierra. Cuando era un prófugo de la justicia venía al pueblo para las reuniones más importantes. Volvía a casa a pleno sol, con su cortejo de guardaespaldas y seguro de la inaccesibilidad de la villa. La policía le detuvo casi por casualidad. Estaba realizando los controles habituales. Ocho, diez o doce veces al día, policías y carabineros suelen presentarse en casa de las familias de los prófugos; controlan, reconocen, investigan, pero sobre todo tratan de romper los nervios y de hacer cada vez menos solidaria a la familia con la opción de clandestinidad de su pariente. La señora Schiavone recibía siempre a los policías con amabilidad y aplomo. Siempre serena, ofreciendo té y pastas que sistemáticamente eran rechazados. Una tarde, sin embargo, la mujer de Walter se había mostrado tensa al responder al portero automático; y por la lentitud con la que había abierto la puerta, los policías habían intuido de inmediato que aquel día había algo anormal. Mientras recorrían la villa, la señora Schiavone les seguía pegada a sus talones en lugar de hablarles desde la parte baja de la escalera dejando que sus palabras retumbaran por toda la casa, como hacía normalmente. Encontraron camisas de hombre recién planchadas formando una pila sobre la cama, de una talla demasiado grande para que las llevara el o. Walter estaba allí. Había vuelto a casa. Conscientes de ello, los policías se separaron, buscándole por todas las habitaciones de la villa. Le cogieron cuando trataba de franquear el muro: el mismo muro que había mandado construir para hacer su casa impenetrable le impidió escapar con agilidad, atrapado como un ladronzuelo que patalea buscando apoyos en una pared lisa. La villa fue embargada de inmediato, pero durante cerca de seis años nadie ha tomado realmente posesión de ella. Walter ordenó que se sacara de allí todo lo posible. Si ya no podía estar a su disposición, había de dejar de existir: o suya, o de nadie. Así, mandó desquiciar las puertas, desmontar las ventanas, arrancar el parquet, quitar el mármol de las escaleras, desmontar las preciosas chimeneas, arrancar incluso la cerámica de los baños, quitar los pasamanos de madera maciza, las lámparas, la cocina, llevarse los muebles dieciochescos, las vitrinas, los cuadros... Dio órdenes de llenar la casa de lonas y luego prenderles fuego para destrozar las paredes y los revoques, y debilitar las columnas. También en este caso, no obstante, parece haber dejado un mensaje. Lo único inalterado, lo único que se dejó intacto, fue la bañera construida en el segundo piso, el objeto más preciado del boss. Una bañera principesca construida en el salón de la segunda planta; acomodada sobre tres gradas, y con la cara de un león por la que manaba el agua. Una bañera situada delante de una ventana en forma de arco que daba directamente al jardín de la villa. Una señal de su poder como constructor y como camorrista; como un pintor que hubiera borrado su lienzo, pero dejando su firma sobre la tela. Paseando lentamente por Hollywood, lo que yo creía que no eran más que las voces de una exagerada leyenda me parecían ahora, en cambio, corresponderse con la verdad. Los capiteles dóricos, lo imponente de las estructuras del edificio, el doble tímpano, la bañera en la habitación, y, sobre todo, la escalinata de la entrada, son un calco de la villa de El precio del poder. Recorriendo aquellas estancias ennegrecidas, sentía hinchárseme el pecho como si todos los órganos internos se hubieran convertido en un único y gran corazón. Lo oía latir en todas partes, y cada vez más fuerte. Se me secaba la garganta a fuerza de respirar hondo para calmar el ansia. Si alguno de los gorilas del clan que todavía vigilaban la villa me hubiese sorprendido, me habría llenado de golpes, y ya hubiera podido chillar como un cerdo degollado: nadie me habría oído. Pero evidentemente nadie me había visto entrar, y tal vez nadie vigilaba ya la villa. Dentro sentí crecer una rabia oprimente, me pasaron por la mente como un único collage de visiones fragmentadas las imágenes de los amigos emigrados, unos alistados en los clanes y otros en el ejército, las soñolientas tardes en estas tierras de desierto, la ausencia de cualquier cosa ajena a los negocios, los políticos manchados por la corrupción y los imperios que se edificaban en el norte de Italia y en media Europa dejando aquí solo basura y dioxinas.Y me vinieron ganas de tomarla con alguien. Tenía que desahogarme. Así que no pude resistirlo: me encaramé hasta ponerme de pie en el borde de la bañera, y empecé a mear dentro. Un gesto idiota, pero cuanto más se vaciaba mi vejiga mejor me sentía. Aquella villa parecía la confirmación de un lugar común, la materialización concreta de una habladuría. Tenía la ridícula sensación de que de una de aquellas estancias estuviera a punto de salir Tony Montana, y saludándome con gesticulante y engallada arrogancia, estuviera a punto de decirme: –Lo único que tengo en el mundo son mis pelotas y mi palabra. Y eso no me lo juego por nadie, ¿entiendes? Quién sabe si Walter también habrá soñado e imaginado morir como Montana, cayendo desde lo alto al suelo de su vestíbulo acribillado por las balas antes que acabar sus días en una celda consumido por la enfermedad de Basedow, que le estaba corroyendo los ojos y disparando la presión arterial. No es el cine el que escudriña el mundo criminal para captar los comportamientos más paradigmáticos. Sucede exactamente todo lo contrario. Las nuevas generaciones de boss no tienen una trayectoria típicamente criminal; no se pasan los días en la calle imitando al chulo del barrio, ni llevan un puñal en el bolsillo, ni tienen cicatrices en la cara. Miran la tele, estudian, van a la universidad, se gradúan, viajan al extranjero y, sobre todo, se dedican al estudio de los mecanismos de inversión. El caso de la película El padrino resulta muy elocuente. Nadie en el seno de las organizaciones criminales, ni en Sicilia ni en la Campania, había utilizado jamás el término italiano padrino, que es fruto, en cambio, de una traducción poco filológica del inglés godfather. La palabra empleada para designar a un capofamiglia o a un afiliado ha sido siempre la de compare (es decir, «compadre»). Después de la película, sin embargo, las familias mafiosas de origen italiano afincadas en Estados Unidos empezaron a utilizar el término padrino en sustitución de los -ahora pasados de moda- de compare y compariello (este último un diminutivo de «compadre»). Muchos jóvenes italoamericanos vinculados a las organizaciones mafiosas imitaron las gafas oscuras, los trajes de rayas, la expresión hierática... El mismo boss John Gotti quiso transformarse en una versión de carne y hueso de don Vito Corleone. Incluso Luciano Liggio, boss de la Cosa Nostra, se hizo fotografiar resaltando la mandíbula como el capofamiglia de El padrino. Mario Puzo no se había inspirado en un boss siciliano, sino en la historia y el aspecto de un boss de la Pignasecca, el mercado del centro histórico de Nápoles, Alfonso Tieri, que, tras la muerte de Charles Gambino, pasó a estar al mando de las familias mafiosas italianas hegemónicas en Estados Unidos. Antonio Spavone «el Mal-hombre», el bous napolitano ligado a Tieri, había declarado en una entrevista a un periódico estadounidense que «si los sicilianos habían enseñado a estar mudos y en silencio, los napolitanos habían hecho entender al mundo cómo hay que comportarse cuando se manda; habían hecho entender con un gesto que mandar es mejor que joder, La mayor parte de los arquetipos criminales, lo más representativo del carisma mafioso, provenía de una zona de apenas un puñado de kilómetros de la Campania. Incluso el propio Al Capone era originario de allí. Su familia provenía de Castellammare di Stabia. Fue el primer boss que hubo de medirse con el cine. Su sobrenombre, «Scarface» -(cara cortada», debido a una cicatriz que tenía en la mejilla-, recuperado luego en 1983 por Brian de Palma para su película ya mencionada sobre el boss cubano (El precio del poder), había sido ya el título de un filme de Howard Hawks en 1932 (Scafface, el terror del hampa). Al Capone incluso se dejaba ver en los estudios de rodaje, llegaba con su escolta cada vez que había alguna escena de acción y a las tomas de exteriores a las que podía asistir. El boss quería controlar que Tony Camonte, el personaje de Scarface inspirado en él, no se banalizara. Y quería parecerse lo máximo posible a Tony Camonte, seguro de que, tras el estreno de la película, el personaje se convertiría en el emblema de Capone, dejando de ser este el modelo de aquel. El cine es también un modelo del que extraer modos de expresión. En Nápoles, Cosimo Di Lauro es un caso ejemplar. Observando su vestimenta, a todos debería venirle a la mente El cuervo, de Brandon Lee. Los camorristas deben crearse una imagen criminal que a menudo no tienen, y que encuentran en el cine. Articulando la propia figura sobre una máscara hollywoodiense reconocible, toman una especie de atajo para hacerse reconocer corno personajes a los que hay que temer. La inspiración cinematográfica llega a condicionar incluso opciones técnicas, corno la empuñadura de la pistola y el modo de disparar. En cierta ocasión, un veterano de la policía científica de Nápoles me explicaba cómo los killers de la Camorra imitan a los de las películas: ¡Hoy, después de Tarantino, ya no saben disparar como Dios manda! Ya no disparan con el cañón recto. Lo tienen siempre inclinado, hacia abajo. Disparan con la pistola torcida, como en las películas, y esta costumbre provoca desastres. Disparan al bajo vientre, a las inglés, a las piernas; hieren gravemente sin llegar a matar. Así, siempre se ven obligados a rematar a la víctima disparando en la nuca. Un charco de sangre gratuito, una barbarie del todo superflua a efectos de la ejecución. Las guardaespaldas de las mujeres boss visten como Uma Thurman en Kill Bill: melena rubia, y toda la ropa de color amarillo fosforescente. Una mujer de los Barrios Españoles napolitano, Vincenza Di Domenico, durante un breve período colaboradora con la justicia, tenía un elocuente sobrenombre, "Niñita" como la killer protagonista del filme del mismo título de Luc Besson. El cine, sobre todo el estadounidense, no se ve como el remoto territorio reino de la aberración, ni corno el lugar donde se realiza lo imposible, sino como la más cercana de las proximidades. Salí de la villa poco a poco, liberando los pies del berenjena] de zarzas y hierbajos en que se había convertido el Jardín Inglés tan preciado del boss. Dejé la puerta abierta. Solo unos años antes acercarse a este lugar habría supuesto ser identificado por decenas de centinelas. Ahora, en cambio, había salido caminando con las manos en los bolsillos y la cabeza pegada al mentón, como cuando se sale del cine todavía trastornado por lo que uno acaba de ver. En Nápoles es fácil darse cuenta de que el filme El profesor, de Giuseppe Tornatore (cuyo título original italiano es E camorrista), es sin lugar a dudas la película que ha marcado, más que ninguna otra, el imaginario colectivo. Para ello basta con escuchar fragmentos de las conversaciones de la gente, que desde hace años se hacen eco constantemente de los diálogos del filme. Por su parte, la música de la película se ha convertido en una especie de banda sonora de la Camorra, tarareada cuando pasa un jefe de zona, o a menudo solo para inquietar a algún comerciante. Pero el filme ha llegado incluso a las discotecas, donde se bailan nada me nos que tres versiones mezcladas de las frases más célebres del boss Raffaele Cutolo, pronunciadas en la película por Ben Gazzara. De memoria repetían también, imitándolos, los diálogos de El profesor dos muchachos de Casal di Príncipe, Giuseppe M. y Romeo P., representando auténticas escenas sacadas del filme. No tenían todavía al carnet de conducir cuando empezaron a asediar a los muchachos de su misma edad de Casale y San Cipriano d'Aversa.Y no lo tenían porque ninguno de los dos llegaba a los dieciocho años. Pero ya eran dos matones. Fanfarrones y graciosos, comían dejando como propina el doble de lo que subía la cuenta. Con la camisa abierta sobre un pecho lampiño, paseaban declamando en voz alta, como si hubiera que reivindicar cada paso. El mentón alto, como ostentación de una seguridad y un poder reales solo en la mente de ambos. Iban siempre en pareja. Giuseppe hacía de boss, siempre un paso por delante con respecto a su compadre. Romeo hacía de guardaespaldas, el papel del brazo derecho, del hombre fiel. A menudo Giuseppe lo llamaba Donnie, como Donnie Brasco. Aunque este fuera un policía infiltrado, el hecho de que se convirtiera en un verdadero mafioso convencido lo salva, a los ojos de sus admiradores, de ese pecado original. En Aversa eran el terror de los conductores novatos. Preferían, sobre todo, las parejas de novios: chocaban expresamente con su ciclomotor contra el coche en cuestión, y cuando los ocupantes bajaban para tomar los datos del seguro, uno de los dos se acercaba a la chica, le escupía en la cara, y esperaban a que el novio reaccionara para poder machacarlo a golpes. Pero los dos desafiaban incluso a los adultos, incluso a los que contaban de verdad. Iban a su zona de influencia y hacían lo que querían. Ellos eran de Casal di Principe, y en su imaginación bastaba con eso. Querían hacer saber que eran de verdad personas temibles a las que había que respetar, y que cualquiera que se acercara a ellos tenía que andar con pies de plomo y no osar siquiera mirarlos a la cara. Un día, sin embargo, llevaron demasiado lejos su bravuconería. Salieron a la calle con una metralleta, sacada quién sabe de qué armería de los clanes, y se presentaron ante un grupo de muchachos. Debían de haberse entrenado muy bien, ya que dispararon contra el grupo cuidando de no alcanzar a nadie, sino únicamente haciendo sentir el olor de la pólvora de los balazos y el silbido de los proyectiles. Antes de disparar, no obstante, uno de los dos había recitado algo. Nadie había entendido bien lo que mascullaba, pero un testigo dijo que se parecía a la Biblia, y había apuntado la hipótesis de que tal vez los chicos estuvieran preparándose para la confirmación. Sin embargo, a partir de unas cuantas frases entresacadas se hacía evidente que no se trataba de los pasajes de la confirmación. Era la Biblia, en efecto; pero aprendida no del catecismo, sino de Quentin Tarantino. Era el pasaje recitado por Jules Winnfield en Pulp Fiction antes de matar al muchacho que había hecho desaparecer el valiosísimo maletín de Marcellus Wallace: Ezequiel, 25, 17: El camino del hombre timorato está amenazado por todas partes por la iniquidad de los seres egoístas y por la tiranía delos hombres malvados. Bendito sea el que en nombre de la caridad y de la buena voluntad conduce a los débiles a través del valle de las tinieblas porque él es en verdad el pastor de su hermano y el buscador de los hijos extraviados y mi justicia caerá sobre ellos con grandísima venganza y furiosísima indignación sobre los que pretendan corromper y destruir a más hermanos y tú sabrás que mi nombre es el del Señor cuando haga caer mi venganza sobre ti. Giuseppe y Romeo la repitieron como en la película, y luego dispararon. Giuseppe tenía un padre camorrista, primero arrepentido, y luego incorporado nuevamente a la organización de Quadrano De Falco derrotada por los Schiavone. Es decir, un perdedor. Pero había pensado que, recitando la parte precisa, la película de su vida tal vez podría cambiar. Los dos se sabían de memoria los diálogos, las partes más notables de todas las películas de crímenes. La mayor parte de las veces se pegaban por una simple mirada. En tierras de la Camorra la nitrada forma parte del territorio, es como una invasión de las propias habitaciones, como derribar la puerta de la casa de alguien e irrumpir violentamente en su interior. Una mirada es incluso más que un insulto. Pararse a mirar a alguien a la cara representa ya, de algún modo, un abierto desafío: –¿Tengo monos en la cara? ¡Digo que si tengo monos en la cara! Y tras parafrasear el famoso monólogo de Taxi Driver, se liaban a bofetadas y a puñetazos en el esternón, de esos que resuenan en la caja torácica y se oyen incluso a cierta distancia. Los boss Casalesi se tomaron muy en serio el problema de aquellos dos muchachos. Riñas, pendencias y amenazas no eran fácilmente toleradas: demasiadas madres nerviosas, demasiadas denuncias. Así, se dispone que un jefe de zona les «aconseje», haciéndoles una especie de llamada al orden. Este se reúne con ellos en un bar y les dice que están haciendo perder la paciencia a los capos. Pero Giuseppe y Romeo continúan con su película imaginaria, pegándose con quien les apetece y meándose en los depósitos de las motos de los chicos del pueblo. Les «convocan» por segunda vez. Los boss quieren hablar directamente con ellos: el clan no puede soportar ya su actitud en el pueblo; la tolerancia paternalista, habitual en estas tierras, se transforma en el deber de castigar, y, en consecuencia, hay que darles un buen escarmiento, una violenta azotaina pública para hacerles comportarse como es debido. Ellos desdeñan la invitación; siguen arrellanados en el bar, pegados a la máquina de video póquer, y por las tardes colgados de la televisión para ver los DVD de sus películas, horas y horas aprendiendo de memoria frases y gestos, modos de hablar y zapatos que llevar. Los dos creen que pueden hacer frente a cualquiera. Incluso a quien cuenta. o, mejor dicho, sienten que precisamente haciendo frente a quien cuenta de verdad podrán llegar a ser verdaderamente temidos. Sin ponerse límite alguno, como Tony y Manny en El precio del poder. No pactan con nadie, continúan con sus correrías, con sus intimidaciones, y poco a poco parecen ir convirtiéndose en los virreyes de Caserta. los dos muchachos no habían decidido entrar en el clan. Ni siquiera lo habían intentado. Era un camino demasiado lento y disciplinado, una discreta carrera empezando desde abajo que no querían hacer. Desde hacía años, además, los Casalesi metían a los que de verdad valían en los sectores económicos de la organización, y ciertamente no en su estructura militar. Giuseppe y Romeo representaban la verdadera antítesis de la figura del nuevo soldado de la Camorra. Se sentían capaces de cabalgar sobre la ola de la peor fama de su pueblo. no eran afiliados, pero querían gozar de los privilegios de los camorristas. Pretendían que los bares les sirvieran gratis, la gasolina para sus ciclomotores era un tributo que se les debía, sus madres habían de tener la compra pagada, y cuando alguno osaba rebelarse se presentaban de improviso rompiendo cristales y repartiendo bofetada a diestro y siniestro. Así, en la primavera de 2004 algunos emisarios del clan les citan en la periferia de Castelvolturno, en la zona del llamado Parque del Mar. Una zona de arena, mar y desperdicios, todo mezclado. Acaso se tratara de una propuesta atrayente, de algún negocio o incluso de la participación en una encerrona. La primera emboscada de verdad en su vida. Ya que no habían logrado convencerlos a las malas, los boss trataban de ganárselos con alguna buena propuesta. Me los imagino en los ciclomotores a toda velocidad, repasando los pasajes más destacados de sus películas, los momentos en los que aquellos que cuentan deben plegarse ante la obstinación de los nuevos héroes. Así como los jóvenes espartanos iban a la guerra teniendo en mente la gestas de Aquiles y de Héctor, en estas tierras se va a matar y a hacerse matar pensando en El precio del poder, Uno de los nuestros, Donnie Brasco o El Padrino. Cada vez que paso casualmente por el Parque del Mar imagino la escena que han relatado los periódicos y que ha reconstruido la policía. Giuseppe y Romeo llegaron con sus ciclomotores mucho antes de la hora acordada, espoleados por la situación. Allí esperaron hasta que llegó un automóvil, del que salió un grupo de personas. Los dos muchachos se acercaron a ellos para saludarles, pero de inmediato sujetaron a Romeo y empezaron a pegar a Giuseppe. Luego, apoyándole el cañón de una automática en el pecho, abrieron fuego. Estoy seguro de que Romeo vería ante sí la escena de Uno de los nuestros en la que Tommy DeVito es invitado a incorporarse a la dirección de la Cosa Nostra en Estados Unidos, y en lugar de recibirle en una sala con todos los boss, le llevan a un cuarto vacío y le disparan en la cabeza. no es verdad que el cine es mentira, no es verdad que no se puede vivir como en las películas, y no es verdad que al apartar la cabeza de la pantalla te des cuenta de que las cosas son distintas. Solo hay un momento distinto: el momento en el que al Pacino se levanta de la fuente en la que los disparos de metralleta han hecho caer a su doble, y se seca la cara, limpiándose la sangre; el momento en el que Joe Pesci se lava los cabellos y detiene la falsa hemorragia. Pero esto no te interesa saberlo, y, en consecuencia, no lo comprendes. Cuando Romeo vio a Giuseppe en el suelo, estoy absolutamente seguro -con una certeza que no podrá tener jamás ninguna clase de confirmación- de que comprendió cuál era la diferencia exacta entre el cine y la realidad, entre la construcción escenográfica y la fetidez del aire, entre la propia vida y un guión. Era su turno. Le dispararon en la garganta y lo remataron con un tiro en la cabeza. Sumando la edad de ambos apenas llegaban a los treinta años... Así había resuelto el clan de los Casalesi aquella excrecencia microciminal alimentada por el cine. Ni siquiera hicieron una llamada anónima para avisar a la policía o una ambulancia. Dejaron que las manos de los cadáveres de los muchachos fueron picoteadas por las gaviotas, y los labios y las narices mordisqueados por los perros vagabundos que deambulaban por aquellas playas de desperdicios. Pero eso las películas no lo cuentan: se detienen siempre un poco antes. En tierras de la Camorra, no hay una verdadera diferencia entre los espectadores de las películas y cualesquiera otros espectadores. Por todas partes se siguen los referentes cinematográficos como mitologías de imitación. Si en otros lugares te puede gustar Scarface y en tu interior puedes sentirte como él, aquí puedes ser Scarface, pero te toca serlo hasta el fondo. En tierras de la Camorra, sin embargo, son prolíficas también apasionados del arte y la literatura. Sandokan tenía en su villa-búnker una enorme biblioteca con decenas de textos centrados exclusivamente en dos temas: la historia del reino de las Dos Sicilias y Napoleón Bonaparte. Schiavone se sentía atraído por el valor del Estado borbónico, donde se jactaba de tener antepasados entre los funcionarios de Terra di Lavoro, y fascinado por el genio de Bonaparte, capaz de conquistar media Europa partiendo de una mísera graduación militar, casi como él mismo, generalísimo de un clan que se contaba entre los más poderosos de Europa y en el que había entrado como soldado raso. Sandokan, con un pasado de estudiante de medicina, gustaba de pasar el tiempo en que se ocultaba de la justicia pintando iconos religiosos y retratos de Bonaparte y de Mussolini. Todavía hoy están a la venta, en las más insospechadas tiendas de Caserta, rarísimos retratos piadosos pintados por Schiavone, donde, en lugar del rostro de Cristo, Sandokan había puesto el suyo propio. A Schiavone le gustaba también la literatura épica. Hornero, el ciclo del rey Arturo y Walter Scott eran sus lecturas preferidas. Precisamente la afición por Scott le llevó a bautizar a uno de sus hijos con el fiero y altisonante nombre de Ivanhoe. No es raro, sin embargo, que los nombres de los descendientes se conviertan en claros indicios de la pasión de los padres. Giuseppe Misso, boss napolitano del clan del barrio de la Sanitá, tiene tres nietos: Ben Hurjesús y Emiliano Zapata. Misso, que durante los juicios ha adoptado siempre maneras de líder político, de pensador conservador y rebelde, ha escrito recientemente una novela, El león de mármol. Con cientos y cientos de ejemplares vendidos en Nápoles en muy pocas semanas, el libro, de balbuceante sintaxis, aunque de estilo rabioso, trata de la Nápoles de las décadas de 1980 y 1990, donde se formó el boss y donde emerge su figura, descrita como la de un solitario combatiente contra la Camorra del crimen organizado y de la droga, en nombre de una especie de código caballeresco, no demasiado bien explicado, del atraco y el robo. Durante los diversos arrestos que ha sufrido en su larguísima carrera criminal, siempre se ha encontrado a Misso en compañía de los libros de Julius Evola y de Ezra Pound. Augusto La Torre, capo de Mondragone, es un estudioso de la psicología y un lector voraz de Carl Gustav Jung, además de buen conocedor de la obra de Sigmund Freud. Echando una ojeada a los títulos que el boss ha solicitado en la cárcel destacan las largas biografías de estudiosos del psicoanálisis, mientras que durante los juicios las citas de Lacan se entremezclan con reflexiones sobre la escuela de la Gestalt. Un conocimiento que el boss ha utilizado durante su trayectoria de poder, como una inesperada arma directiva y militar. También hay un fiel seguidor de Paolo Di Lauro entre los camorristas amantes del arte y la cultura: Tommaso Prestieri es productor de un gran número de cantantes neomelódicos, además de un refinado conocedor del arte contemporáneo. Pero los boss coleccionistas son muchos. Pasquale Galasso tenía en su villa un museo privado con casi trescientas antigüedades, cuya joya era el trono de Francisco I de Borbón, mientras que Luigi Vollaro, llamado «el Califa», era propietario de una tela de su pintor predilecto: Botticelli. La policía arrestó a Prestieri mientras disfrutaba de su amor por la música. De hecho, le cogieron en el napolitano Teatro Bellini cuando asistía a un concierto mientras pesaba una orden de búsqueda contra él. Tras una condena, Prestieri ha declarado: «Soy libre en el arte; no tengo necesidad de ser excarcelado». Un equilibrio hecho de cuadros y canciones que concede una imposible serenidad a un capo en desgracia como él, que ha perdido en campaña nada menos que a dos hermanos, asesinados a sangre fría.

Gomorra-Roberto SavianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora