La guerra de Secondigliano

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McKay y Angioletto habían tomado una decisión. Querían oficializar la formación de un grupo propio, todos los dirigentes más antiguos estaban de acuerdo, habían dicho claramente que no querían enfrentarse a la organización sino convertirse en competidores suyos. Competidores leales en el vasto mercado. Codo con codo, pero de forma autónoma. Así pues -según las declaraciones del arrepentido Pietro Esposito-, enviaron el mensaje a Cosimo Di Lauro, el regente del cártel. Querían reunirse con Paolo, el padre, el máximo dirigente, el vértice, el principal referente de la sociedad. Hablar con él en persona, he de decirle que no compartían las medidas de reestructuración que habían tomado sus hijos. Puesto que no se podían utilizar los móviles para evitar que lo localizaran, querían mirarlo a los ojos y no dejar que sus palabras pasaran una a una de boca en boca, envolviendo los mensajes en la saliva de muchas lenguas. Genny McKay quería ver a Paolo Di Lauro, el boss que había permitido su ascenso empresarial. Cosimo acepta formalmente la petición del encuentro; se trata, por lo demás, de reunir a toda la cúpula de la organización: capos, dirigentes, jefes de zona. No se puede negar. Pero Cosimo ya lo tiene todo pensado, o eso parece. Parece realmente que sepa hacia dónde está orientando su gestión de los negocios y cómo debe organizar su defensa. Así pues, según las investigaciones y las declaraciones de colaboradores de la justicia, Cosimo no manda a subordinados a la cita. No manda al «emisario», Giovanni Cortese, el portavoz oficial, el que siempre se ha ocupado de las relaciones de la familia Di Lauro con el exterior. Cosimo manda a sus hermanos Marco y Ciro a inspeccionar el lugar del encuentro. Ellos van a ver, comprueban qué ambiente se respira, no advierten a nadie de que van a pasar por allí. Pasan sin escolta, quizá en coche. Deprisa, pero no demasiado. Observan las vías de huida preparadas, a los centinelas apostados, sin llamar la atención. Refieren a Cosimo lo que han visto, le cuentan los detalles. Cosimo comprende. Lo habían preparado todo para una trampa. Para matar a Paulo y a cualquiera que lo acompañase. El encuentro era una encerrona, era un medio de matar y sancionar una nueva era en la gestión del cártel. Por lo demás, un imperio no se escinde dando un apretón de manos, sino cortándolas con una cuchilla. Esto es lo que se cuenta, lo que dicen las investigaciones y los arrepentidos. Cosimo, el hijo en cuyas manos Paolo puso el control del narcotráfico con un papel de máxima responsabilidad, debe tomar una decisión. Habrá guerra, pero no la declara, lo conserva todo en la mente, espera a comprender los movimientos, no quiere alarmar a los rivales. Sabe que en breve se le echarán encima, que intentarán clavarle las garras en la carne, pero tiene que ganar tiempo, decidir una estrategia precisa, infalible, ganadora. Averiguar con quién puede contar, qué fuerzas puede manejar. Quién está con él y quién contra él. No hay otro espacio en el tablero. Los Di Lauro justifican la ausencia de su padre por la dificultad que tiene para desplazarse a causa de las investigaciones policiales. Prófugo, buscado desde hace más de diez años. Faltar a una reunión no es un hecho grave para alguien que figura entre los treinta prófugos más peligrosos de Italia. El mayor holding empresarial del narcotráfico, uno de los más fuertes en el plano nacional e internacional, está atravesando la más terrible de las crisis después de décadas de funcionamiento perfecto. El clan Di Lauro ha sido siempre una empresa perfectamente organizada. El boss lo estructuró con un diseño de empresa multinivel. La organización está compuesta por un primer nivel de promotores y financiadores, constituido por los dirigentes del clan que se encargan de controlar las actividades de tráfico y venta a través de sus afiliados directos y formado, según la Fiscalía Antimafia de Nápoles, por Rosario Pariante, Raffaele Abbinante, Enrico D'Avanzo y Arcangelo Valentino. El segundo nivel comprende a los que manejan materialmente la droga, la compran y la preparan, y se ocupan de las relaciones con los camellos, a los que garantizan defensa legal en caso de arresto. Los elementos más relevantes son Gennaro Marino, Lucio De Lucia y Pasquale Gargiulo. El tercer nivel está representado por los jefes de plaza, es decir, miembros del clan que están en contacto directo con los camellos, coordinan a los pali y las vías de huida, y se ocupan también de la seguridad de los almacenes donde se guarda la mercancía y de los lugares donde se corta. El cuarto nivel, el más peligroso, está constituido por los camellos. Cada nivel se divide en subniveles, que se relacionan exclusivamente con su dirigente y no con toda la estructura. Esta organización permite obtener un beneficio igual al 500 por ciento de la inversión inicial. El modelo de la empresa de los Di Lauro siempre me ha recordado el concepto matemático de fractal tal como lo explican en los manuales, o sea, un racimo de plátanos cada uno de cuyos plátanos es a su vez un racimo de plátanos, cuyos plátanos son racimos de plátanos, y así hasta el infinito. El clan Di Lauro factura solo con el narcotráfico quinientos mil euros al día. Los camellos, los gestores de los almacenes y los enlaces no suelen formar parte de la organización, sino que son simples asalariados. El negocio de la venta de droga es enorme, miles de personas trabajan en él, pero no saben quién las dirige. Intuyen más o menos para qué familia camorrista trabajan, pero nada más. Por si algún detenido decide arrepentirse, se limita el conocimiento de la estructura a un perímetro específico, mínimo, que no permita comprender y conocer el organigrama entero, el enorme periplo del poder económico y militar de la organización. Toda la estructura económica-financiera tiene su equipo militar: un salvaje grupo de choque y una vasta red de colaboradores. Entre los killers figuraban Emanuele D'Ambra, Ugo De Luda, llamado «Ugariellos, Nando Emolo, llamado «'o Schizzatos, Antonio Ferrara, llamado «'o Tavano», Salvatore Tamburino, Salvatore Petriccione, Umberto La Monica y Antonio Mennetta. Por debajo, los colaboradores, es decir, los jefes de zona: Gennaro Aruta, Ciro Saggese, Fulvio Montanino, Antonio Galeota, Giuseppe Prezioso, guardaespaldas personal de Cosimo, y Costantino Sorrentino. Una organización que contaba como mínimo con trescientas personas, todas a sueldo. Una estructura compleja donde todo estaba colocado en un orden preciso. Estaba el parque de coches y motos, enorme, siempre disponible, como una estructura de emergencia. Estaba la armería, escondida y conectada con una red de herreros preparados para destruir las armas inmediatamente después de ser usadas para los homicidios. Había una red logística que permitía a los killers ir, justo después de la encerrona, a entrenarse en un polígono regular de tiro donde se registraban las entradas, a fin de mezclar los rastros de pólvora de bala y tener una coartada para eventuales pruebas de stub. El stub es lo que más temen todos los killers; la pólvora de bala que no se va nunca y que constituye la prueba más aplastante. Había, asirnismo, una red que proporcionaba la ropa a los grupos de choque: chándal anodino y casco integral de motorista, que se destruía inmediatamente después. Una empresa invulnerable, de mecanismos perfectos o casi perfectos. No se intenta ocultar una acción, un homicidio, una inversión, sino simplemente hacer que sea indemostrable ante un tribunal. Frecuentaba Secondigliano desde hacía tiempo. Desde que Pasquale había dejado de trabajar como sastre, me informaba del ambiente que se respiraba en la zona, un ambiente que cambiaba deprisa, a la misma velocidad con la que se transforman los capitales y las direcciones financieras. Me movía por la zona norte de Nápoles en Vespa. Lo que más me gusta cuando recorro Secondigliano y Scampia es la luz. Calles enormes, anchas, oxigenadas en comparación con la maraña del centro histórico de Nápoles, como si bajo el asfalto, junto a los bloques de pisos, todavía estuviera vivo el campo abierto. Por otro lado, Scampia tiene su propio espacio en el nombre. Scampia, palabra de un dialecto napolitano desaparecido, designaba la tierra abierta, la zona de maleza, donde a mediados de la década de 1960 levantaron el barrio y las famosas Velas. El símbolo podrido del delirio arquitectónico o quizá simplemente una utopía de cemento, que no ha podido oponer resistencia contra la construcción de la máquina del narcotráfico que ha penetrado en el tejido social de esta parte del mundo. El desempleo crónico y la ausencia total de proyectos de desarrollo social han hecho que se haya convertido en un lugar capaz de almacenar toneladas de droga, así como en un taller para transformar el dinero facturado con la venta de droga en economía viva y legal. Secondigliano es el escalón de bajada que, desde el peldaño del mercado ilegal, lleva renovadas fuerzas a la actividad empresarial legítima. En 1989, el Observatorio de la Camorra escribía en una de sus publicaciones que en la zona norte de Nápoles se registraba una de las relaciones camellos-número de habitantes más alta de Italia. Quince años después, esa relación se ha convertido en la más alta de Europa y figura entre las primeras cinco del mundo. Con el tiempo, mi cara había llegado a ser conocida, un conocimiento que, para los vigilantes del clan, los pali, tenía un valor neutro. En un territorio controlado visualmente segundo a segundo, hay un valor negativo -policías, carabineros, infiltrados de familias rivales- y un valor positivo: los compradores. Todo lo que no es molesto, todo lo que no es un estorbo, es neutro, inútil. Entrar en esa categoría significa no existir. En las plazas de la venta de droga siempre me han fascinado la perfecta organización y el contraste de la degradación. El mecanismo de venta es como el de un reloj. Es como si los individuos se movieran exactamente igual que los engranajes que ponen en marcha el tiempo. No hay movimiento de nadie que no desencadene el de otro. Cada vez que lo observaba me quedaba fascinado. Los sueldos se distribuyen semanalmente: cien euros para los vigilantes, quinientos para el coordinador y cajero de los camellos de una plaza, ochocientos para el camello y mil para el que se ocupa de los almacenes y esconde la droga en casa. Los turnos van de las tres de la tarde a las doce de la noche y de las doce de la noche a las 9. de la madrugada; por la mañana es muy raro que se venda porque hay demasiada policía rondando. Todos tienen un día de descanso, y si se presentan tarde a la plaza de venta de droga, por cada hora se les descuentan cincuenta euros de la paga semanal. Via Bakú es un incesante ir y venir de gente trapicheando. Los clientes llegan, pagan, recogen y se van. A veces incluso hay filas de coches haciendo cola detrás de los vendedores. Sobre todos los sábados por la noche. Entonces vienen camellos de otras plazas a esta zona. En Via Bakú se factura medio millón de euros al mes. La Brigada de Narcóticos señala que se vende una media de cuatrocientas dosis de marihuana y cuatrocientas de cocaína al día. Cuando llega la policía, los camellos saben a qué casa tienen que ir y dónde tienen que esconder la mercancía. Cuando los vehículos de la policía van a entrar en una plaza de venta de droga, casi siempre se coloca delante un coche o una motocicleta para ralentizar la marcha y permitir que los pali recojan a los camellos en moto y se los lleven. Los pali no suelen tener antecedentes ni ir armados, de modo que, aunque los detengan, corren muy poco riesgo de ser incriminados. Cuando se multiplican los arrestos de camellos, se llama a los reservas, personas, casi siempre drogadictos o consumidores habituales de la zona, que se prestan a trabajar como vendedores en casos de emergencia. Por cada camello arrestado, se llama a otro que ocupará su puesto. El comercio debe continuar. Incluso en los momentos críticos. Via Dante es otra zona de facturación de grandes capitales. Aquí, todos los camellos son chavales jovencísimos, es una plaza de distribución floreciente, una de las plazas más recientes montadas por los Di Lauro. Y Viale della Resistenza, antigua plaza de heroína, así como de kobret y cocaína. Los responsables de la plaza tienen auténticas sedes operativas desde donde organizan la defensa del territorio. Los pali comunican por móvil lo que está sucediendo. El coordinador de la plaza, escuchándolos a todos de viva voz con un plano delante, consigue tener ante los ojos en tiempo real los desplazamientos de la policía y los movimientos de los clientes. Una de las novedades que el clan Di Lauro ha introducido en Secondigliano es la protección del comprador. Antes de que iniciaran ellos su actividad como organizadores de plazas, los pali solo protegían a los camellos de arrestos e identificaciones. En años anteriores, los compradores podían ser detenidos, identificados y llevados a la comisaría. Di Lauro, en cambio, puso pali para proteger también a los compradores; así, cualquiera podría acceder con seguridad a las plazas gestionadas por sus hombres. El máximo grado de comodidad para los pequeños consumidores, que son una de las principales almas del comercio de la droga en Secondigliano. En la zona de la barriada Berlingieri, si telefoneas, te tienen preparada la mercancía. Están también Via Ghisleri, Parco Ises, toda la barriada Don Guanella, el sector H de Via Labriola, Sette Palazzi. Territorios transformados en mercados rentables, en calles vigiladas, en lugares donde las personas que viven allí han aprendido a tener una mirada selectiva, como si los ojos, cuando dan con algo horrendo, oscurecieran el objeto o la situación. Una costumbre de escoger qué ver, un medio para continuar viviendo. El inmenso supermercado de la droga. De toda, sea del tipo que sea. No hay estupefaciente que se introduzca en Europa que no pase primero por la plaza de Secondigliano. Si la droga fuera solo para los napolitanos y los campanios, las estadísticas darían resultados delirantes. Prácticamente en todas las familias napolitanas, al menos dos miembros tendrían que ser cocainómanos y uno heroinómano. Sin contar el hachís y la marihuana. Heroína, kobret, drogas blandas y pastillas, esas que algunos siguen llamando éxtasis cuando en realidad existen setenta y nueve variantes de éxtasis. En Secondigliano se venden como rosquillas, las llaman expediente X, o fichas, o caramelos. Con las pastillas se obtienen enormes ganancias. Un euro para producirlas, de tres a cinco euros el coste al por mayor, para luego venderlas en Milán, Roma y otras zonas de Nápoles a entre cincuenta y sesenta euros. En Scampia, a quince euros. El mercado de Secondigliano ha superado las antiguas rigideces de la venta de droga reconociendo en la cocaína la nueva frontera. Droga de élite en el pasado, hoy día, gracias a las nuevas políticas económicas de los clanes, se ha vuelto totalmente accesible al consumo de masas, con diferentes grados de calidad, pero capaz de satisfacer todas las exigencias. Según los análisis del grupo Abele, el 90 por ciento de los consumidores de cocaína son trabajadores o estudiantes. La coca ya no se asocia con Tonerse ciegos, se ha emancipado de esa categoría para convertirse en una sustancia consumida en cualquier momento del día; después de las horas extraordinarias, se toma como relajante, para tener fuerzas para hacer algo que se parezca a una actividad humana y viva, y no solo un sucedáneo para la fatiga. La coca la toman los camioneros para conducir de noche; se toma para aguantar horas delante del ordenador, para seguir adelante sin parar, trabajando durante semanas sin ningún tipo de descanso. Un disolvente del cansancio, un anestésico del dolor, una prótesis saltó por los aires. Gaetano McKay siempre va con un acompañante, una especie de mayordomo que ocupa el puesto de sus manos, aunque cuando tiene que firmar sujeta el bolígrafo con las prótesis, convirtiéndolo en un perno, un clavo fijo sobre la página, y después se retuerce con el cuello y las muñecas y consigue trazar con una letra imperceptiblemente torcida su firma. Según las investigaciones de la Fiscalía Antimafia de Nápoles, Genny McKay había logrado crear una plaza capaz de almacenar y vender. Por otro lado, el buen precio que les ofrecen los proveedores se debe precisamente a su capacidad para acumular, y a eso ayuda la jungla de cemento de Secondigliano, con sus cien mil habitantes. El cuerpo de las personas, sus casas, su vida cotidiana se convierte en la gran muralla que rodea los depósitos de droga. Precisamente, la plaza de las Casas Celestes ha permitido un descenso impresionante de los costes de la coca. Por lo general, se parte de entre cincuenta y sesenta euros el gramo y se llega a los cien o doscientos. Aquí ha bajado a entre veinticinco y cincuenta manteniendo una calidad muy alta. Leyendo los informes de la DDA se descubre que Genny McKay es uno de los empresarios italianos más competentes en el ramo de la coca, gracias a lo cual ha logrado imponerse en un mercado que experimenta un crecimiento exponencial no comparable con ningún otro. La organización de las plazas de venta de droga podía haberse dado también en Posillipo, en Panoli, en Brera, pero se ha dado en Secondigliano. En cualquier otro lugar, la mano de obra habría tenido un coste elevadísimo. Aquí, la ausencia total de trabajo, la imposibilidad de encontrar otra salida que no sea la emigración hace que los salarios sean bajos, bajísimos. No hay más misterio, no hace falta apelar a ninguna sociología de la miseria, a ninguna metafísica del gueto. No puede considerarse gueto un territorio capaz de facturar trescientos millones de euros al año solo con el negocio de una familia. Un territorio donde actúan decenas de clanes y las cifras de beneficios son comparables únicamente a las que proporciona una operación financiera. El trabajo es meticuloso y los pases productivos cuestan muchísimo. Un kilo de coca le cuesta mil euros al productor; cuando llega al mayorista ya cuesta treinta mil euros. Treinta kilos se convierten en ciento cincuenta después del primer corte: un valor de mercado alrededor de quince millones de euros. Y si el corte es mayor, de tres kilos puedes sacar hasta doscientos. El corte es fundamental: cafeína, glucosa, manitol, paracetamol, lidocaína, benzocaína, anfetamina. Y también, cuando la urgencia lo impone, talco y calcio para perros. El corte determina la calidad, y el corte mal hecho atrae muerte, policía, arrestos. Obstruye las arterias del Comercio. También en esto los clanes de Secondigliano van por delante de los demás, y la ventaja es preciosa. Aquí están los Visitantes: los heroinómanos. Los llaman como a los personajes de la serie televisiva de los años ochenta que comían ratas y, bajo una epidermis aparentemente humana, escondían escamas verduscas y viscosas. A los Visitantes los usan como cobayas, cobayas humanos, para experimentar los cortes: comprobar si un corte es dañino, qué reacciones provoca, hasta dónde pueden estirar el polvo. Cuando los «cortadores» necesitan muchos cobayas, bajan los precios. De veinte euros la dosis, descienden hasta diez. Se corre la voz y los heroinómanos vienen hasta las Marcas y Lucania por pocas dosis. La heroína es un mercado que ha sufrido un colapso brutal. Los heroinómanos, los yonquis, son cada vez menos. Están desesperados. Montan en los autobuses tambaleándose, bajan y suben en los trenes, viajan de noche, hacen autostop, recorren kilómetros a pie. Pero la heroína más barata del continente merece todos los esfuerzos. Los «cortadores» de los clanes recogen a los Visitantes, les regalan una dosis y esperan. En una conversación telefónica reproducida en la orden de custodia cautelar en prisión de marzo de 2005, dictada por el Tribunal de Nápoles, dos hablan de la organización de una prueba, un test con cobayas humanos para probar el corte de la sustancia. Primero se llaman para organizarla: –Les quitas cinco camisetas... ¿para las pruebas de alergia? Al cabo de un rato se vuelven a llamar: –¿Has probado el coche? –Sí... Refiriéndose, evidentemente, a si había hecho la prueba. –Sí. ¡Madre mía, colega, una maravilla! Somos los números uno, tendrán que cerrar todos. Estaban exultantes, contentísimos de que los cobayas no hubieran muerto, más aún, de que hubieran disfrutado mucho. Un corte acertado duplica la venta; si es de la mejor calidad, enseguida es solicitado en el mercado nacional y se hunde a la competencia. Hasta que no leí este intercambio de frases, no comprendí la escena que había presenciado tiempo atrás. Entonces no lograba comprender qué estaba ocurriendo en realidad delante de mis ojos. Por la zona de Miano, cerca de Scampia, había una decena de Visitantes. Los habían convocado en un descampado, frente a unas naves. Había ido a parar allí no por casualidad, sino porque suponía que, sintiendo el hálito de lo real, el caliente, el más auténtico posible, se puede llegar a comprender el fondo de las cosas. No estoy seguro de que sea fundamental observar y estar presente para conocer las cosas, pero es fundamental estar presente pan que las cosas te conozcan a ti. Había un tipo bien vestido, incluso diría que impecablemente vestido, con un traje blanco, una camisa azul y unos zapatos deportivos recién estrenados. Desplegó un paño de ante sobre el capó del coche. Dentro había unas cuantas jeringuillas. Los Visitantes se acercaron empujándose. Parecía una de esas escenas -idénticas, calcadas, siempre iguales desde hace años- que muestran los telediarios cuando en África llega un camión con sacos de harina. Pero un Visitante se puso a gritar: –No, no la cojo. Si la regaláis, no la cojo... Queréis matarnos... Bastó con la sospecha de uno para que los demás se alejaran de inmediato. El tipo parecía no tener ganas de convencer a nadie y esperaba. De vez en cuando escupía al suelo el polvo que los visitantes levantaban al andar y que se le pegaba a los dientes. Con todo, uno se acercó; uno no, una pareja. Temblaban, estaban realmente en el límite. Tenían el mono, como suele decirse. Él tenía las venas de los brazos inutilizables; se quitó los zapatos, pero las plantas de los pies también estaban destrozadas. La chica cogió una jeringuilla del paño y se la puso en la boca para sujetarla mientras le desabrochaba la camisa, lentamente, como si tuviera cien botones, y después clavó la aguja bajo el cuello. La jeringuilla contenía coca. Hacerla fluir por la sangre permite ver en muy poco tiempo si el corte funciona o está mal hecho, si es demasiado puro o de mala calidad. Al cabo de un momento, el chico empezó a tambalearse, le salió un poco de espuma por la comisura de los labios y cayó. En el suelo empezó a tener convulsiones. Luego se tumbó boca arriba rígido y cerró los ojos. El tipo vestido de blanco empezó a telefonear con el móvil. –Yo diría que está muerto... Sí, vale, le hago el masaje... Empezó a pisar con el botín el pecho del chico. Levantaba la rodilla y después dejaba caer la pierna con brusquedad. Hacía el masaje cardiaco dando patadas. La chica, a su lado, mascullaba unas palabras que se le quedaban pegadas a los labios: –Lo haces mal, lo haces mal. Le estás haciendo daño... Mientras tanto, intentaba, con la fuerza de un colín. Alejarlo del cuerpo de su novio. Pero el tipo estaba incómodo, casi atemorizado por la presencia de ella y de los Visitantes en general: –No me toques... das asco... No te atrevas a acercarte a mí... ¡no me toques o te disparo! Continuó dando patadas contra el pecho del chico; luego, con el pie apoyado en su esternón, telefoneó de nuevo: –Creo que este la ha palmado. Ah, el pañuelo... espera que no encuentro... Sacó un pañuelo de papel del bolsillo, lo mojó con agua de una botella y lo mantuvo extendido sobre los labios del chico. Si respiraba, aunque fuera muy débilmente, agujerearía el kleenex y de ese modo demostraría que aún estaba vivo. Una precaución que había tomado porque no quería ni rozar aquel cuerpo. Llamó por última vez: –Está muerto. Tenemos que hacerlo más ligero... El tipo montó en el coche, cuyo conductor no había parado ni un segundo de saltar sobre el asiento, bailando al ritmo de una música de la que yo no conseguía oír ni el más leve rumor, pese a que se movía como si estuviera a todo volumen. En unos minutos, todos se alejaron del cuerpo paseando por ese fragmento de polvo. El chico quedó tendido en el suelo. Y su novia lloriqueando. Su lamento también se quedaba pegado a los labios, como si la única forma de expresión vocal que permitiera la heroína fuese una cantinela ronca. No conseguí entender por qué lo hizo, pero la chica se bajó los pantalones del chándal y, agachándose justo encima de la cara del chico, le orinó en la cara. El pañuelo se le pegó a los labios y a la nariz. Al poco, el chico pareció recobrar el conocimiento: se pasó una mano por la nariz y la boca, como cuando te quitas el agua de la cara al salir del mar. Este Lázaro de Miano resucitado por efecto de quién sabe qué sustancia contenida en la orina se levantó lentamente. Juro que, si no hubiera estado tan desconcertado por la situación, habría proclamado a gritos que era un milagro. En cambio, me puse a caminar arriba y abajo. Lo hago siempre cuando no entiendo qué pasa, cuando no sé qué hacer. Ocupo espacio, nerviosamente. Eso debió de llamar la atención, pues los Visitantes empezaron a acercarse a mí gritando. Creían que tenía alguna relación con el tipo que casi mata a aquel chico. Me gritaban: –Tú... tú... querías matarlo... Me alcanzaron; aceleré el paso para dejarlos atrás, pero continuaban siguiéndome, recogiendo del suelo porquerías de toda clase y tirándolas contra iní. Yo no había hecho nada. Pero, si no eres un yonqui, eres un camello. De pronto apareció un camión. Salían a decenas de los depósitos todas las mañanas. Frenó a mi lado, y oí una voz que me llamaba. Era Pasquale. Abrió la portezuela y me hizo subir. No era un ángel de la guarda que salva a su protegido; éramos más bien dos ratones que recorren la misma alcantarilla y se tiran de la cola. Pasquale me miró con la severidad del padre previsor. Esa expresión que basta por sí sola y ni siquiera tiene que perder tiempo pronunciándose para reprender. Yo, en cambio, le miraba las manos. Cada vez más rojas, agrietadas, cortadas en los nudillos y con las palmas blancas. Es difícil que unas yemas acostumbradas a las sedas y los terciopelos de la alta costura puedan adaptarse a diez horas al volante de un camión. Pasquale hablaba, pero seguían distrayéndome las imágenes de los Visitantes. Monos. Ni siquiera monos. Cobayas. Para probar el corte de una droga que recorrerá media Europa y no puede exponerse a matar a alguien. Cobayas humanos que permitirán a los romanos, los napolitanos, los abruzos, los lucanios y los boloñeses no acabar mal, no perder sangre por la nariz ni echar espuma por la boca. Un Visitante muerto en Secondigliano es solo un enésimo desesperado sobre el que nadie hará indagaciones. Ya será mucho si lo recogen del suelo, le limpian la cara de vómito y de orina y lo entierran. En otros lugares se harían análisis, investigaciones, conjeturas sobre la muerte. Aquí, simplemente: sobredosis. El camión de Pasquale recorría las carreteras nacionales que comunican el territorio norte de Nápoles. Naves, depósitos, lugares donde recoger detritos, y objetos esparcidos, herrumbrosos, tirados por todas partes. No hay polígonos industriales. Apesta a chimenea, pero faltan las fábricas. Las casas están diseminadas a lo largo de las carreteras, y las plazas se construyen alrededor de un bar. Un desierto confuso, complicado. Pasquale se había dado cuenta de que no estaba escuchándolo y frenó de repente. Sin maniobrar, justo para darme una buena sacudida. Luego me miró y dijo: –En Secondigliano las cosas están poniéndose mal... 'A Vicchiarella está en España con el dinero de todos. Tienes que dejar de venir a esta zona, noto la tensión en todas partes. Hasta el asfalto se despega del suelo para irse de aquí... Había decidido enterarme de lo que estaba sucediendo en Secondigliano. Cuanto más insistía Pasquale en lo peligroso de la situación, más me convencía de que era imposible no tratar de comprender los elementos del desastre. Y comprenderlos significaba como mínimo formar parte de ellos. No hay elección, y no creo que haya otro modo de entender las cosas. La neutralidad y la distancia objetiva son lugares que nunca he conseguido encontrar. Raffaele Amato 'a Vicchiarella, el responsable de las plazas españolas, un dirigente del segundo nivel del clan había huido a Barcelona con el dinero de la caja de los Di Lauro. Eso se decía. En realidad, no había pagado su cuota al clan, demostrando de esa forma que ya no estaba sometido a quien quería ponerlo a sueldo. Había oficializado la escisión. Por el momento solo trabajaba en España, territorio dominado desde siempre por los clanes. En Andalucía, los Casalesi de la provincia de Casería, en las islas, los Nuvoletta de Marano, y en Barcelona, los «secesionistas». Ese es el nombre con el que algunos empiezan a llamar a los hombres de los Di Lauro que han puesto tierra de por medio. Los primeros cronistas que siguen el asunto. Los que cubren la crónica negra. En cambio, en Secondigliano para todo el mundo son «los españoles». Los llaman así precisamente porque su líder está en España, donde han empezado a controlar no solo las plazas sino también el tráfico a gran escala, dado que Madrid es uno de los nudos fundamentales para el tráfico de cocaína procedente de Colombia y de Perú. Según las investigaciones, los hombres vinculados a Amato durante años habían hecho circular toneladas de droga mediante una estratagema genial. Utilizaban los camiones de la basura. Arriba, desechos, y abajo, droga. Un método infalible para evitar controles. Nadie pararía a un camión de la basura de noche mientras carga y descarga desperdicios al tiempo que transporta toneladas de droga. Cosimo Di Lauro había intuido -según lo que se desprende de las investigaciones- que los dirigentes estabais ingresando cada vez menos capital en la caja del clan. Las apuestas se habían hecho con capital de los Di Lauro, pero una gran parte del beneficio que se debía repartir había sido deducida. Las apuestas son las inversiones que cada dirigente hace para la adquisición de un alijo de droga con capital de los Di Lauro. Apuesta. El nombre deriva de la economía irregular y ultraliberal de la coca y de las pastillas, para la que no hay elemento de certeza y cálculo. Se apuesta, también en este caso, como en una ruleta. Si apuestas cien mil euros y las cosas te van bien, en catorce días se convierten en trescientos mil. Cuando veo estos datos de aceleración económica, siempre me acuerdo de cuando Giovanni Falcone, estando en un colegio, puso un ejemplo que acabó en cientos de cuadernos escolares: «Para comprender que la droga es una economía floreciente, pensad que mil liras invertidas el 1 de septiembre en la droga se convierten en cien millones el 1 de agosto del año siguiente». Las sumas que los dirigentes ingresaban en las arcas de los Di Lauro continuaban siendo astronómicas, pero cada vez menores. A largo plazo, una práctica como esa fortalecería a unos en detrimento de otros y poco a poco, en cuanto el grupo tuviera fuerza organizativa y militar, daría un empujón a Paolo Di Lauro. El empujón final, el que no tiene remedio. El que llega con el plomo y no con la competencia. Así pues, Cosimo ordena ponerlos a todos a sueldo. Quiere que dependan totalmente de él. Una opción opuesta a las decisiones que hasta entonces había tomado su padre, pero necesaria para proteger sus propios negocios, su propia autoridad, su propia familia. No más empresarios asociados, con libertad de decisión sobre las cantidades de dinero que quieren invertir, la calidad y los tipos de droga que quieren introducir en el mercado. No más niveles autónomos en el seno de una empresa multinivel, sino dependientes. Puestos a sueldo. Cincuenta mil euros al mes, dice alguien. Una cifra exorbitante. Pero, en definitiva, un sueldo. En definitiva, un papel de subordinado. En definitiva, el fin del sueño empresarial a cambio de un trabajo de dirigente. Y la revolución administrativa no acababa ahí. Los arrepentidos cuentan que Cosimo había impuesto una transformación generacional. Los dirigentes no debían tener más de treinta años. Rejuvenecer las cúspides deprisa, de inmediato. El mercado no permite concesiones a plusvalías humanas. No concede nada. Debes vencer, comerciar. Todo vínculo, sea afecto, ley, derecho, amor, emoción o religión, es una concesión a la competencia, una traba que conduce a la derrota. Todo cabe, pero solo después de la prioridad de la victoria económica, después de la certeza del dominio. Por una especie de respeto aún subsistente, se escuchaba a los viejos boss cuando proponían ideas vetustas, órdenes ineficaces, y se tomaban en consideración sus decisiones exclusivamente por respeto a su edad. Y, sobre todo, la edad podía poner en peligro el liderazgo de los hijos de Paolo Di Lauro. Ahora, en cambio, todos estaban en el mismo plano: nadie podía apelar a pasados míticos, a experiencias pretéritas, al respeto debido. Todos deben enfrentarse con la calidad de sus propias propuestas, su capacidad de gestión, la fuerza de su carisma. Cuando los grupos de choque de Secondigliano empezaron a demostrar su fuerza militar, la escisión aún no se había producido. Estaba madurando. Uno de los primeros objetivos fue Ferdinando Bizzarro, «Bacchetella» o «Fétidos, como el personaje calvo, bajo y viscoso de La familia Adams. Bizzarro era el rais de Melito. Rais es una expresión que se utiliza para designar a quien posee una autoridad fuerte pero no total, es decir, sometida al boss, a la autoridad máxima. Bizzarro había dejado de ser un diligente jefe de zona de los Di Lauro. Quería gestionar él mismo el dinero. Y también quería tomar las decisiones importantes, no solo las administrativas. En su caso, no se trataba de la clásica rebelión; solo quería promocionarse como interlocutor nuevo, autónomo. Pero se había autopromocionado. En Melito, los clanes son feroces. Territorio de fábricas clandestinas, de producción de zapatos de altísima calidad para tiendas de medio mundo. Estas fábricas son fundamentales para obtener el dinero destinado a practicar la usura. El propietario de una fábrica clandestina casi siempre apoya al político, o al jefe de zona del clan que hará elegir al político, gracias al cual tendrá menos controles sobre su actividad. Los clanes camorristas de Secondigliano nunca han sido esclavos de los políticos, nunca han sido aficionados a establecer pactos programáticos, pero en estos sitios es fundamental tener amigos. Y precisamente el que había sido el referente de Bizzarro en las instituciones se convirtió en su ángel de la muerte. El clan, para matar a Bizzarro, había pedido ayuda a un político: Alfredo Cicala. Según las investigaciones de la DDA de Nápoles, fue Cicala, el ex alcalde de Melito, además de exdirigente local del partido de la Margarita, quien dio indicaciones precisas sobre dónde poder encontrar a Bizzarro. A juzgar por lo que se lee en la transcripción de las conversaciones telefónicas grabadas, no parece que se esté organizando un homicidio, sino simplemente realizando un cambio de jefes. No hay ninguna diferencia. Los negocios deben continuar; la decisión de Bizzarro de hacerse autónomo amenazaba con hundir el negocio. Hay que hacerlo empleando todos los medios, empleando todo el poder. Cuando la madre de Bizzarro muere, los afiliados de Di Lauro deciden ir al funeral y disparar, disparar contra todo y todos. Quitarlo de en medio a él, quitar de en medio a su hijo, a sus primos. A todos. Estaban dispuestos. Pero Bizzarro y su hijo no asistieron al funeral. No obstante, la organización de la encerrona continúa. Tan minuciosamente que el clan comunica por fax a sus afiliados lo que está sucediendo y lo que hay que hacer: «Ya no hay nadie de Secondigliano, él los ha echado a todos... Solo sale los martes y los sábados con cuatro coches... A vosotros os han recomendado que no os mováis por nada del mundo. Fétido ha enviado el mensaje de que por Pascua quiere doscientos cincuenta euros por tienda y no tiene miedo de nadie. Esta semana tendrán que torturar a Sivieros. De este modo, a través del fax, se prepara una estrategia. Se incluye una tortura en la agenda como si fuese una factura comercial, un pedido, una reserva de billete de avión. Y se denuncian las acciones de un traidor. Bizzarro salía con una escolta de cuatro coches, había impuesto un pago de doscientos cincuenta euros mensuales. Siviero, hombre de Bizzarro, su fiel chofer, será torturado quizá para hacerle decir los recorridos que su jefe de zona haría en el futuro. Pero los planes para matar a Bizzarro no terminan aquí. Deciden ir a casa de su hijo y ano perdonar a nadie». Pero entonces se produce una llamada telefónica: un killer está desesperado por la ocasión desaprovechada, pues se ha enterado de que Bizzarro ha salido de nuevo a la calle tanto para demostrar su poder como el hecho de que sigue indemne. Y se lamenta de la ocasión desaprovechada: –¡Maldita sea! Ese ha estado toda la mañana en la calle... No hay nada oculto. Todo parece claro, evidente, cosido a la piel de lo cotidiano. Pero el ex alcalde de Melito dice en qué hotel se encierra Bizcaren con su amante, adonde va a descargar tensión y esperma. Es posible adaptarse a todo. A vivir con las luces apagadas a fin de no dar señales de presencia en casa, a salir con cuatro coches de escolta, a no hacer ni recibir llamadas telefónicas, a no ir al funeral de la propia madre. Pero adaptarse a no ver uno a su amante tiene el regusto del escarnio, del fin de todo poder. El 26 de abril de 2004, Bizzarro está en el hotel Villa Giulia, en •el tercer piso. En la cama con su amante. Llega el comando. Llevan el chaleco de la policía. En el vestíbulo del hotel, reclaman la tarjeta magnética para abrir; el recepcionista ni siquiera pide la identificación a los presuntos policías. Llaman a su puerta. Bizzarro todavía va en calzoncillos, pero lo oyen acercarse a la puerta. Empiezan a disparar. Dos ráfagas de pistola. La desencajan, la atraviesan y dan en su cuerpo. Los tiros acaban por derribar la puerta y lo rematan disparándole a la cabeza. Proyectiles y astillas de madera clavados en la carne. El recorrido de la matanza ya se ha trazado. Bizzarro ha sido el primero. O uno de los primeros. O por lo menos el primero con el que se ha puesto a prueba la fuerza del clan Di Lauro. Una fuerza capaz de abalanzarse sobre cualquiera que se atreva a romper la alianza, a destruir el pacto de negocios. El organigrama de los secesionistas todavía no está claro, no se comprende enseguida. Se respira una atmósfera tensa, pero parece que todavía se espera algo. Sin embargo, unos meses después del asesinato de Bizzarro se produce algo que aclara la situación, que desencadena el conflicto, como una declaración de guerra. El 20 de octubre de 2004 Fulvio Montanino y Claudio Salerno -según las investigaciones, incondicionales de Cosimo y responsables de algunas plazas de venta de droga- mueren abatidos por catorce balazos. Frustrada la encerrona, en la que deberían haberse cargado a Cosimo y a su padre, esta emboscada es el inicio de las hostilidades. Cuando empieza a haber muertos, no se puede hacer otra cosa que combatir. Todos los capos han decidido rebelarse contra los hijos de Di Lauro: Rosario Pariante y Raffaele Abbinante, además de los nuevos dirigentes Raffaele Amato, Gennaro McKay Marino, Arcangelo Abate y Giacomo Migliaccio. Continúan siendo fieles a Di Lauro los De Lucia, Giovanni Cortese, Enrico D'Avanzo y un nutrido grupo de afiliados de base. Bastante nutrido. Jóvenes a los que se les promete el ascenso al poder, el botín, el crecimiento económico y social en el clan. La dirección del grupo la asunten los hijos de Paolo Di Lauro. Cosimo, Marco y Ciro. Cosimo ha intuido, con gran clarividencia, que se expone a morir o a ser encarcelado. Reclusión y crisis económica. Pero no hay más remedio que elegir: o esperar lentamente a ser derrotados por el crecimiento de un clan en el propio seno de este, o intentar salvar los negocios o al menos la propia piel. Derrotados en el poder económico significa inmediatamente derrotados también en la carne. Es la guerra. Nadie acierta a imaginar cómo se desarrollará, pero todos saben con seguridad que será terrible y larga. La más despiadada que el sur de Italia haya visto en los últimos diez años. Los Di Lauro tienen menos hombres, son mucho menos fuertes, están menos organizados. En el pasado siempre han reaccionado con fuerza ante escisiones internas. Escisiones causadas por la gestión liberal que a algunos les parecía un salvoconducto para la autonomía, para levantar su propio centro empresarial. Una libertad, en cambio, la del clan Di Lauro, que es concedida y no se puede exigir. En 1992, el antiguo grupo dirigente resolvió la escisión de Antonio Rocco, jefe de zona de Mugnano, en el bar Fulmine, entrando armado con metralletas y bombas de mano. Mataron a cinco personas. Para salvarse, Rocco se arrepintió, y el Estado, al aceptar su colaboración, puso bajo protección casi a doscientas personas, todas a punto de convertirse en blanco de los Di Lauro. Pero el arrepentimiento no sirvió de nada. Las declaraciones del arrepentido no perjudicaron a los directivos de la sociedad. En esta ocasión, en cambio, los hombres de Cosimo Di Lauro empiezan a estar preocupados, como muestra la orden de custodia cautelar en prisión dictada por el Tribunal de Nápoles el 7 de diciembre de 2004. Dos afiliados, Luigi Petrone y Salvatore Tamburino, se llaman por teléfono y contentan la declaración de guerra que supone el asesinato de Montanino y Salerno. Petrone: «Han matado a Fulvio». Tamburino: «Ah...». Petrone: «¿Me has oído?». Empieza a tomar forma la estrategia de lucha, la dictada, según Tamburino, por Cosimo Di Lauro. Cogerlos de uno en uno y matarlos, incluso utilizando bombas en caso necesario. Tamburino: «Con bombas, con bombas, ¿o no? Eso ha dicho Cosimino, ahora los mando coger uno a uno... los hago... como sea, ha dicho... a todos...». Petrone: «Esos... Lo importante es que la gente está de acuerdo, que "trabaja"...». Tamburino: «Gino, aquí hay a millones. Son todos chavales... todos chavales... ahora te cuento lo que está organizando ese...». La estrategia es nueva. Aceptar en la guerra a chiquillos, elevarlos al rango de soldados, transformar la máquina perfecta de la venta de droga, de la inversión, del control del territorio en un mecanismo militar. Aprendices de charcuteros y de carniceros, de mecánicos, de L camareros, chiquillos desocupados. Todos iban a convertirse en la fuerza nueva e inesperada del clan. A partir de la muerte de Montanino empieza un largo y sangriento toma y daca, con muertos y más muertos: una o dos emboscadas al día, primero las bases de los dos clanes, después los parientes, el incendio de las casas, las palizas, las sospechas. Tamburino: «Cosimino es muy frío. Ha dicho:"Comamos, bebamos, follemos". Qué le vamos a hacer... ha pasado, sigamos adelante». Petrone: «Pero yo soy incapaz de comer. He comido por comer...». La orden de combatir no debe ser desesperada. Lo importante es adoptar una actitud de vencedores. Tanto si se trata de un ejército como de una empresa. Los que demuestran estar en crisis, los que huyen, los que desaparecen, los que se encogen sobre sí mismos, ya han perdido. Comer, beber, follar. Como si no estuviera pasando nada. Pero los dos personajes no las tienen todas consigo, no saben cuántos afiliados se han pasado a los españoles y cuántos se han quedado en su bando. Tamburino: «Y no sabemos cuántos se han ido con esos... ¡No lo sabemos!». Petrone: «¡Ah! ¿Cuántos se han largado? ¡Aquí se han quedado un montón, Totore! No entiendo... ¿A esos... no les gustan los Di Lauro?». Tamburino: «Si yo fuera Cosimino, ¿sabes qué haría? Empezaría a matarlos a todos. Aunque no estuviera seguro... absolutamente a todos. Empezaría a quitar... a esa chusma de en medio...». Matar a todos. A todos sin excepción. Aun teniendo dudas. Aunque no sepas de qué parte están, aunque no sepas si tienen una parte. ¡Dispara! Es chusma. Chusma, solo chusma. Frente a la guerra, al peligro de la derrota, aliados y enemigos son papeles intercambiables. Más que individuos, son elementos en los que probar la propia fuerza y objetivaría. Solo después se crearán alrededor de las partes los aliados y los enemigos. Pero antes es preciso empezar a disparar. El 30 de octubre de 2004 se presentan en casa de Salvatore de Magistris un señor de sesenta años que se ha casado con la madre de Biagio Esposito, un secesionista, un Español. Quieren saber dónde se ha escondido. Los Di Lauro tienen que cogerlos a todos antes de que se organicen, antes de que puedan darse cuenta de que son mayoría. Le parten los brazos y las piernas con un bastón, le destrozan la nariz. Después de cada golpe le piden información sobre el hijo de su mujer. Él no contesta, y después de cada silencio asestan otro golpe. Lo acribillan a patadas, tiene que confesar. Pero no lo hace. O quizá no sabe realmente dónde está el escondrijo. Morirá tras un mes de agonía. El 2 de noviembre matan a Massimo Galdiero en un aparcamiento. El objetivo era su hermano Gennaro, presunto amigo de Raffaele Amato. El 6 de noviembre matan enVia Labriola a Antonio Landieri; para que no escape disparan contra todo el grupo que estaba a su alrededor. Resultarán gravemente heridas cinco personas más. Todos llevaban una plaza de coca y al parecer dependían de Gennaro McKay. Pero los Españoles responden, y el 9 de noviembre dejan un Fiat Punto blanco en medio de una calle. Esquivan puestos de control y abandonan el coche en Via Cupa Perrillo. Es media tarde cuando la policía encuentra tres cadáveres: Stefano Maisto, Mario Maisto y Stefano Mauriello. Abran la portezuela que abran, los policías encuentran un cuerpo. Delante, detrás, en el portaequipaje. El 20 de noviembre matan a Biagio Migliaccio en Mugnano. Van a matarlo a la concesionaria donde trabaja. Le dicen: «Esto es un atraco», y le disparan al pecho. El objetivo era su tío Giacomo. El mismo día responden los Españoles matando a Gennaro Emolo, padre de uno de los fieles de los Di Lauro acusado de formar parte del brazo militar. El 21 de noviembre los Di Lauro se cargan, mientras se encuentran en un estanco, a Domenico Riccio y Salvatore Gagliardi, personas cercanas a Raffaele Abbinante. Una hora más tarde matan a Francesco Tortora. Los killers no van en moto sino en coche. Se acercan, le disparan y lo recogen como si fuera un saco. Lo meten en el coche y lo llevan a las afueras de Casavatore, donde prenden fuego al coche y al cuerpo. Dos pájaros de un tiro. A medianoche del día 22, los carabineros encuentran un coche quemado. Otro más. Para seguir la faida,[4] había conseguido hacerme con una radio con capacidad para sintonizar las frecuencias de la policía, de modo que llegaba con mi Vespa más o menos al mismo tiempo que las patrullas. Pero aquella noche me había dormido. El vocerío estridente y cadencioso de las centralitas se había convertido para mí en una especie de melodía adormecedora. Así que aquella vez fue una llamada telefónica en plena noche la que me informó de lo sucedido. Cuando llegué al lugar, encontré un coche completamente quemado. Lo habían cubierto de gasolina. Litros de gasolina. Por todas partes. Gasolina en los asientos delanteros, gasolina en los posteriores, gasolina en los neumáticos, en el volante. Las llamas ya se habían extinguido y los cristales habían estallado cuando llegaron los bomberos. No sé muy bien por qué me acerqué a aquella carcasa de coche. Hacía una peste terrible, a plástico quemado. Pocas personas alrededor, un guardia urbano con una linterna mira dentro de la chapa. Hay un cuerpo, o algo que lo parece. Los bomberos abren las portezuelas y cogen el cadáver haciendo una mueca de asco. Un carabinero se marea y, apoyado en la pared, vomita la pasta con patatas que ha comido hace unas horas. El cuerpo no era más que un tronco rígido, completamente carbonizado; la cabeza, una calavera ennegrecida; las piernas estaban desolladas por las llamas. Cogieron el cuerpo por los brazos y lo depositaron en el suelo a la espera del coche mortuorio. La furgoneta que recoge a los muertos va continuamente de un lado a otro, desde Scampia hasta Torre Annunziata. Recoge, amontona, retira cadáveres de gente asesinada. La Campania es el territorio donde hay más asesinatos de Italia y ocupa uno de los primeros puestos del mundo. Las ruedas del coche mortuorio son enormemente lisas; bastaría con fotografiar las llantas oxidadas y el gris del interior de los neumáticos para tener la imagen símbolo de esta tierra. Los tipos salieron de la furgoneta con guantes de látex, sucísimos, usados una y otra vez, y se pusieron manos a la obra. Metieron el cadáver en una bolsa, una de esas negras, las body bag en las que normalmente se meten los cuerpos de los soldados muertos. El cadáver parecía uno de esos que se encuentran bajo las cenizas del Vesubio después de que los arqueólogos hayan vertido yeso en el hueco dejado por el cuerpo. Alrededor del coche se habían agrupado ya decenas y decenas de personas, pero todas guardaban silencio. Parecía que no hubiera nadie. Ni siquiera las fosas nasales se aventuraban a respirar demasiado fuerte. Desde que ha estallado la guerra de la Camorra, muchos han dejado de poner límite a su propio aguante. Y están allí para ver qué sucederá más. Todos los días se enteran de qué más es posible, qué más tendrán que soportar. Se enteran, informan en casa y continúan viviendo. Los carabineros empiezan a hacer fotos, la furgoneta se va con el cadáver. Voy a la jefatura de policía. Algo dirán sobre esa muerte. En la sala de prensa están los periodistas habituales y algunos policías. AI cabo de un momento se oyen comentarios: «Se matan entre ellos. ¡Mejor así!», «Si te haces camorrista, mira cómo acabas», «Estabas encantado de ganar, ¿no?, pues ahora disfruta de la muerte, escoria». Los comentarios habituales, pero cada vez más asqueados, más exasperados. Como si el cadáver estuviera allí y todos tuvieran algo que recriminarle: esa noche destrozada, esa guerra interminable, esas patrullas militares que invaden todos los rincones de Nápoles. Los médicos necesitan horas para identificar el cadáver. Alguien le pone el nombre de un jefe de zona desaparecido hace unos días. Uno de tantos, uno de los cuerpos hacinados en espera del peor nombre posible en las cámaras frigoríficas del hospital Cardarelli. Luego llega el desmentido. Alguien se cubre los labios con las manos, los periodistas tragan tanta saliva que la boca se les queda seca. Los policías menean la cabeza mirándose las puntas de los zapatos. Los comentarios se interrumpen, culpables. Aquel cuerpo era de Gelsomina Verde, una chica de veintidós años. Secuestrada, torturada, asesinada de un tiro en la nuca disparado tan de cerca que la bala había salido por la frente. Después la habían metido en un coche, su coche, y la habían quemado. Había salido con un chico, Gennaro Notturno, que había optado por estar con los clanes y luego se había acercado a los Españoles. Había salido con él unos meses tiempo atrás. Pero alguien los había visto abrazados, quizá en la Vespa juntos en coche. Gennaro había sido condenado a muerte, pero había conseguido esconderse ve a saber dónde, quizá en algún garaje cerca de la calle donde han matado a Gelsomina. No creyó necesario protegerla porque ya no mantenía relaciones con ella. Pero los clanes deben golpear y los individuos, a través de sus amistades, su parentela, incluso sus afectos, se convierten en mapas. Mapas sobre los que escribir un mensaje. El peor de los mensajes. Hay que castigar. El hecho de que alguien quede sin castigo es un riesgo demasiado grande que legitima la posibilidad de traición, nuevas hipótesis de escisiones. Golpear, y del modo más duro. Esa es la consigna. Lo demás vale cero. Así que los fieles de Di Lauro van a casa de Gelsomina, van a verla con una excusa. La secuestran, la golpean brutalmente, la torturan, le preguntan dónde está Gennaro. Ella no contesta. Quizá no sabe dónde está, o prefiere sufrir ella lo que le harían a él. Así que acaban con ella. Los camorristas enviados a hacer el «servicio» quizá estaban ciegos de coca, o quizá estaban sobrios para percibir el más mínimo detalle. Pero es del dominio público qué métodos utilizan para eliminar toda clase de resistencia, para anular el más leve soplo de humanidad. El hecho de que el cuerpo estuviera quemado me pareció una manera de borrar las torturas. El cuerpo de una chica torturada habría provocado una intensa furia en todos, y del barrio no se espera aprobación, pero desde luego tampoco hostilidad. Por eso hay que quemar, quemarlo todo. Las pruebas de la muerte no son graves. No más graves que cualquier otra muerte en período de guerra. Pero es insoportable imaginar cómo se ha producido esa muerte, cómo ha sido ejecutada esa tortura. Así que, aspirando con la nariz la mucosidad del pecho y escupiendo, conseguí apartar las imágenes de mi mente. Gelsomina Verde, «Mina», el diminutivo con que era conocida en el barrio. También la llaman así en los periódicos que se ocupan de ella, con el consiguiente sentimiento de culpa del día después. Habría sido fácil no distinguirla de la carne de los que se matan entre ellos. O, si hubiera estado viva, seguir considerándola la novia de un camorrista, una de las muchas que aceptan por dinero o por la importancia que eso te da. Simplemente la enésima «señora» que disfruta de la riqueza de un marido camorrista. Pero el «Saracino», como llaman a Gennaro Notturno, está empezando. Con el tiempo uno se convierte en jefe de zona y controla a los camellos, llega a los mil o dos mil euros. Pero es una carrera larga. A1 parecer, dos mil quinientos euros es el precio de la indemnización por un homicidio. Y si además necesitas quitarte de en medio porque los carabineros andan detrás de ti, el clan te paga un mes en el norte de Italia o en el extranjero. Quizá él también soñaba con llegar a ser boss, con dominar media Nápoles e invertir en toda Europa. Si me detengo y tomo aliento, me resulta fácil imaginar cómo se conocieron pese a no haberles visto nunca la cara. Debieron de conocerse en un bar, uno de los malditos bares meridionales de la periferia en torno a los cuales gira como un torbellino la existencia de todos, chiquillos y viejos de noventa años asmáticos. O quizá se conocieron en alguna discoteca. Una vuelta por la plaza del Plebiscito, un beso antes de volver a casa. Luego, los sábados pasados juntos, unas pizzas en compañía, la puerta de la habitación cerrada con pestillo los domingos después de comer mientras los demás se duermen, apoltronados después de la comilona. Y así sucesivamente. Lo mismo que se hace siempre, lo mismo que, por suerte, les sucede a todos. Después, Gennaro entra en el Sistema. Seguramente fue a casa de algún amigo camorrista, hizo que lo presentara y después debió de empezar a trabajar para Di Lauro. Supongo que tal vez la chica se enteró, intentó buscarle otra cosa que hacer, como les ocurre a muchas chicas de por aquí, luchar por su novio. Pero quizá al final se olvidó del oficio de Gennaro. Al fin y al cabo, es un trabajo como otro. Conducir un coche, transportar algunos "paquetes" se empieza con pequeñas cosas. Insignificancias. Pero que te permiten vivir, te permiten trabajar y a veces hasta sentirte realizado, querido, gratificado. Luego, la historia entre ellos terminó. Sin embargo, esos pocos meses han sido suficientes. Han sido suficientes para relacionar a Gelsomina con la persona de Gennaro. Para hacer que esté «marcada» por su persona, que pertenezca al mundo de sus afectos. Aunque su relación haya terminado, aunque tal vez nunca naciera realmente. No importa. Son solo conjeturas e imaginaciones. Lo que queda es que han torturado y matado a una chica porque la vieron mientras acariciaba y daba un beso a determinada persona unos meses antes, en alguna parte de Nápoles. Me resulta imposible creerlo. Gelsomina se deslomaba trabajando, como todos los de por aquí. Es frecuente que las chicas, las esposas, tengan que mantener solas a la familia porque muchísimos hombres pasan años sumidos en la depresión. Incluso los que viven en Secondigliano, incluso los que viven en el «Tercer Mundo», consiguen tener alma. No trabajar durante años te transforma; ser tratado como una mierda por tus superiores, sin contrato, sin respeto, sin dinero, acaba contigo. O te conviertes en un animal o estás en el límite. Gelsomina, pues, trabajaba como todos los que tienen que tener por lo menos tres empleos para lograr reunir un sueldo del que daba la mitad a la familia. Formaba parte también del voluntariado que ayudaba a los ancianos de la zona, cosa sobre la que no escatimaron elogios los periódicos, que parecían competir en rehabilitarla y transformar su cuerpo carbonizado en una figura que de nuevo pudiera ser recordada con inocua compasión. Estando en guerra no es posible seguir teniendo relaciones amorosas, lazos, vínculos, todo puede convertirse en elemento de debilidad. El terremoto emocional que se produce entre los afiliados más jóvenes está grabado en las conversaciones telefónicas intervenidas por los carabineros, como la que mantienen Francesco Venosa y Anna, su novia, transcrita en la orden de detención dictada por la Fiscalía Antimafia de Nápoles en febrero de 2006. Es la última llamada antes de cambiar de número, Francesco huye al Lacio, advierte a su hermano Giovanni con un SMS de que no se le ocurra salir a la calle, porque está en el punto de mira: «Hola hermano t.q. te ruego q no salgas x ningún motivo. ¿Ok?». Francesco tiene que explicarle a su novia que tiene que irse y que la vida del hombre de Sistema es complicada: «Ahora tengo dieciocho años... no es para tomárselo a risa... Estos te quitan de en medio... ¡te matan, Anna!». Pero Anna es obstinada, le gustaría hacer las pruebas para ser subteniente de los carabineros, cambiar su vida y hacérsela cambiar a Francesco. Al chico no le desagrada en absoluto que Anna quiera entrar en los carabineros, pero se siente ya demasiado mayor para cambiar de vida: Francesco: «Ya te lo he dicho, me alegro por ti... Pero mi vida es otra... Y yo no cambio mi vida». Anna: «Ah, genial, me alegro... Tú sigue así y verás». Francesco: «Anna, Anna..., no te pongas así...». Anna: «Pero si tienes solo dieciocho años, puedes cambiar perfectamente... ¿Por qué estás resignado? No lo entiendo...». Francesco: «Yo no cambio mi vida, por nada del mundo». Anna: «Ah, o sea, que estás bien así». Francesco: «No, Anna, no estoy bien así, pero por el momento hemos sufrido... y tenemos que recuperar el respeto perdido... Cuando andábamos por el barrio, la gente no tenía valor para mirarnos a la cara... y ahora todos levantan la cabeza». Para Francesco, que es de los Españoles, la ofensa más grave es que ya no se siente nadie sometido a su poder. Ha habido demasiados muertos y por eso en su barrio todos lo ven como alguien relacionado con un grupo de killers canallas, de camorristas fracasados. Eso es intolerable, es preciso reaccionar aun a costa de la vida. Su novia intenta frenarlo, hacer que no se sienta un condenado. Anna: «No debes meterte en la trifulca, tú puedes vivir perfectamente...». Francesco: «No, no quiero cambiar de vida...». El jovencísimo secesionista está aterrorizado por el hecho de que los Di Lauro la tomen con ella, pero la tranquiliza diciendo que él salía con muchas chicas, de modo que nadie puede relacionar a Anna con él. Después le confiesa, como un adolescente romántico, que ahora ella es la única. «... Al final tenía treinta mujeres en el barrio... pero ahora dentro de mí sé que solo estoy contigo...» Anna parece olvidarse del miedo a la venganza; como es natural en una chiquilla como ella, solo piensa en la última frase que ha pronunciado Francesco: Anna: «Me gustaría creerlo». La guerra continúa. El 24 de noviembre de 2004 matan a Salvatore Abbinante. Le disparan en la cabeza. Sobrino de uno de los dirigentes de los Españoles, Raffaele Abbinante, hombre de Marano. El territorio de los Nuvoletta. Los maraneses, para tener una participación activa en el mercado de Secondigliano, hicieron trasladar al barrio de Monterosa a muchos hombres con sus familias, y Raffaele Abbinante es, según las acusaciones, el dirigente de este grupo mafioso en Secondigliano. Era uno de los personajes con más carisma en España, donde mandaba en el territorio de la Costa del Sol. En una macro investigación realizada en 1997 fueron incautados dos mil quinientos kilos de hachís, veinte mil pastillas de éxtasis y mil quinientos kilos de cocaína. Los jueces demostraron que los cárteles napolitanos de los Abbinante y los Nuvoletta controlaban casi todo el tráfico de droga sintética en España e Italia. Después del homicidio de Salvatore Abbinante, se temía que los Nuvoletta intervinieran, que la Cosa Nostra decidiera decir la suya en lafaida de Secondigliano. No sucedió nada, al menos militarmente. Los Nuvoletta abrieron las fronteras de sus territorios a los secesionistas huidos: esa fue la respuesta de los hombres de la Cosa Nostra en la Campania a la guerra de Cosimo. El 25 de noviembre los Di Lauro matan a Antonio Esposito en su tienda de alimentación. Cuando llegué allí, su cuerpo se encontraba entre botellas de agua y cartones de leche. Lo recogieron entre dos; lo levantaron agarrándolo de la chaqueta y de los pies y lo pusieron en una camilla metálica. Cuando el coche mortuorio se fue, apareció en la tienda una señora que empezó a ordenar los cartones en el suelo y limpió las salpicaduras de sangre del expositor de los embutidos. Los carabineros la dejaron hacer. Rastros de balas, pisadas: todas las pistas ya habían sido recogidas. El inútil catálogo de las huellas ya estaba terminado. Aquella mujer se pasó toda la noche arreglando la tienda, como si ordenar pudiese cancelar lo que había pasado, como si restablecer el orden en los cartones de leche y en la bollería envasada pudiera relegar a los pocos minutos en los que se había producido la emboscada, solo a esos minutos, el peso de la muerte. Mientras tanto, en Scampia se había corrido la voz de que Cosimo Di Lauro pagaría ciento cincuenta mil euros a quien le diese información fundamental para encontrar a Gennaro Marino McKay. Una recompensa elevada, pero no en exceso para un imperio económico como el del Sistema de Secondigliano. Por el importe de la recompensa, se advirtió que no se quería sobrestimar al enemigo. Pero la recompensa no da sus frutos, antes llega la policía. Todos los dirigentes de los secesionistas que aún permanecían en la zona se habían reunido en el decimotercer piso de un edificio de Via Fratelli Cervi. Como medida de precaución, habían blindado el descansillo. Al final del tramo de escaleras, una jaula con verja cerraba el rellano. Además, las puertas blindadas hacían seguro el lugar del encuentro. La policía rodeó el edificio. Lo que los había blindado contra eventuales ataques de los enemigos, ahora los condenaba a esperar sin poder hacer nada, a esperar que las radiales cortaran las rejas y que la puerta blindada Mera derribada. Mientras esperaban que los detuviesen, tiraron por la ventana una mochila con una metralleta, pistolas y bombas de mano. Al caer, la metralleta disparó una ráfaga. Una bala pasó rozando la nuca de un policía que vigilaba el edificio. El nerviosismo le hizo ponerse a saltar, luego a sudar y por último le provocó un ataque de ansiedad y empezó a respirar convulsivamente. Morir alcanzado de rebote por un proyectil que ha escupido una metralleta arrojada desde un decimotercer piso es una hipótesis que no se toma en consideración. Casi delirando, empezó a hablar solo, a insultar a todo el mundo, mascullaba nombres y agitaba las manos como si quisiera ahuyentar mosquitos que revoloteaban delante de su cara. –Han dado el chivatazo -decía-. En vista de que no conseguían acabar con ellos, han dado el chivatazo y nos han mandado a nosotros... Nosotros seguimos el juego de unos y de otros, les salvamos la vida a estos. Dejémoslos aquí, que se maten entre ellos, que se maten todos, ¿a nosotros qué nos importa? Sus compañeros me indicaron que me alejara. Aquella noche, en la casa de Via Fratelli Cervi detuvieron a Arcangelo Abete y su hermana Anna, a Massimiliano Cafasso, a Ciro Mauriello, a Gennaro Notturno, el ex novio de Mina Verde, y a Raffaele Nocturno. Pero el verdadero golpe de la detención fue Gennaro McKay, el líder secesionista. Los Marino habían sido objetivos principales de la faida. Habían incendiado sus propiedades: el restaurante Orchidea, en Via Diacono, en Secondigliano, una panadería en Corso Secondigliano y una pizzería en Via Pietro Nenni, en Arzano.Y la casa de Gennaro McKay, un chalé de madera estilo dacha rusa situado en Via Limitone, en Arzano también. Entre cubos de cemento armado, calles destrozadas, alcantarillas obstruidas e iluminación esporádica, el boss de las Casas Celestes había conseguido apoderarse de una parte de territorio y organizarlo como si fuera un paraje de montaña. Había hecho construir un chalé de madera noble con palmeras libias, las más caras, en el jardín. Algunos dicen que había ido por asuntos de negocios a Rusia, donde había estado alojado en una dacha y se había enamorado de ella. Y nada ni nadie podía impedir a Gennaro Marino construir en el corazón de Secondigliano una dacha, símbolo de la pujanza de sus negocios y, todavía en mayor medida, promesa de éxito para sus chicos, que, si sabían comportarse, antes o después podrían acceder a ese lujo, aunque fuese en la periferia de Nápoles, aunque fuese en la orilla más recóndita del Mediterráneo. Ahora, de la dacha solo queda el esqueleto de cemento y los árboles carbonizados. Al hermano de Gennaro, Gaetano, lo encontraron los carabineros en una habitación del lujoso hotel La Certosa, en Massa Lubrense. Para no jugarse el pellejo, se había encerrado en una habitación en la costa, una manera inesperada de sustraerse al conflicto. El mayordomo, el hombre que sustituía sus manos, en cuanto llegaron los carabineros los miró a la cara y dijo: –Me habéis estropeado las vacaciones. Sin embargo, el arresto del grupo de los Españoles no logró taponar la hemorragia de la faida. El 27 de noviembre matan a Giuseppe Bencivenga. El 28 disparan contra Massimo de Felice y el 5 de diciembre le toca a Enrico Mazzarella. La tensión se convierte en una especie de pantalla que se interpone entre las personas. En la guerra, los ojos dejan de estar distraídos. Cada cara, cada cara concreta debe decirte algo. Debes descifrarla. Debes observarla. Todo cambia. Tienes que saber en qué tienda entrar, estar seguro de todas y cada una de las palabras que pronuncias. Para decidir si paseas con alguien, tienes que saber quién es. Tienes que averiguar algo sobre él que sea más que una certeza, eliminar toda posibilidad de que sea un peón en el tablero del conflicto. Caminar juntos, dirigirse la palabra significa compartir el bando. En la guerra, el umbral de atención de todos los sentidos se multiplica, es como si se oyera con más agudeza, se mirará más a fondo, se percibieran los olores más intensamente. Pese a que la prudencia no sirve de nada frente a la decisión de una matanza. Cuando alguien ataca, no se preocupa de a quién salvar y a quién condenar. En una conversación telefónica intervenida, Rosario Fusco, acusado de ser uno de los jefes de zona de los Di Lauro, habla con voz muy tensa a su hijo, tratando de ser convincente: –... No debes verte con ninguno, métetelo en la cabeza, te lo he escrito también: si quieres salir, si quieres ir a dar un paseo con una chica, bueno, pero no debes verte con ningún chico, porque no sabemos con quién están o a quién pertenecen. Y si tienen que hacerle algo a ese y estás cerca, te lo hacen también a ti. ¿Entiendes cuál es el problema en estos tiempos? Esto, papá... El problema es que no puedes sentirte excluido. No basta con suponer que la propia conducta podrá ponerte a resguardo de cualquier peligro. Ya no vale decirse: «Se matan entre ellos». Durante un conflicto de la Camorra, todo lo que ha sido construido con constancia es puesto en peligro, una cerca de arena derribada por una ola de resaca. Las personas intentan pasar con sigilo, reducir al mínimo su presencia en el mundo. Poco maquillaje, colores anónimos, pero no solo eso. El que tiene asma y no puede correr se encierra con llave en casa, pero poniendo una excusa, inventándose un motivo, porque revelar que se queda encerrado en casa podría resultar una declaración de culpabilidad: de no se sabe qué culpa, pero en cualquier caso una confesión de miedo. Las mujeres dejan de ponerse zapatos de tacón, inapropiados para correr. A una guerra no declarada oficialmente, no reconocida por los gobiernos y no relatada por los reporteros, corresponde un miedo no declarado, un miedo que se mete debajo de la piel. Te sientes inflado como después de una comilona o de un trago de vino de la peor calidad. Un miedo que no estalla en los anuncios de las calles o en los diarios. No hay invasiones o cielos cubiertos de aviones, es una guerra que sientes por dentro. Casi como una fobia. No sabes si manifestar el miedo o esconderlo. No acabas de ver claro si estás exagerando o infravalorando. No hay sirenas de alarma, pero llegan informaciones de lo más divergentes. Dicen que la guerra es entre bandas, que se matan entre ellos. Pero nadie sabe dónde se encuentra la frontera entre lo que es suyo y lo que no lo es. Los vehículos de los carabineros s, los puestos de control de la policía y los helicópteros que empiezan a sobrevolar a todas horas no calman. Agilizan, casi parecen acotar el terreno. Quitan espacio. Circunscriben y hacen el espacio mortal de la lucha todavía más angosto Y te sientes atrapado, hombro contra hombro, y el calor del otro te resulta insoportable. Atravesaba con mi Vespa esta capa de tensión. Cada vez que iba a Secondigliano durante el conflicto, me cacheaban por lo menos una decena de veces al día. Si hubiera llevado simplemente una de esas navajitas suizas multiusos, me la habrían hecho tragar. Me paraba la policía, luego los carabineros, a veces incluso una patrulla de la policía fiscal, y luego los vigilantes de los Di Lauro, y los de los Españoles. Todos con la misma autoridad de siempre, gestos mecánicos, palabras idénticas. Las fuerzas del orden pedían la documentación y después cacheaban; los vigilantes, en cambio, cacheaban y hacían más preguntas, intuían un matiz, radiografiaban las mentiras. Los días de máximo conflicto, los vigilantes cacheaban a todo el mundo. Inspeccionaban todos los coches. Para catalogar los rostros, para averiguar si iban armados. Veías acercarse primero ciclomotores que te examinaban hasta el alma, luego motos, y por último coches que te seguían. Los enfermeros denunciaron que, antes de entrar para socorrer a alguien, a cualquiera, no solo a los heridos de arma de fuego sino también a una viejecita con una fractura de fémur o a un hombre que había sufrido un infarto, tenían que bajar, dejarse cachear, dejar subir a la ambulancia a un vigilante que comprobaba si era realmente un transporte sanitario o escondía armas, killers o personas que intentaban huir. En las guerras de la Camorra no se reconoce a la Cruz Roja, ningún clan ha firmado el tratado de Ginebra. Ni siquiera los coches camuflados de los carabineros se salvan. Una vez descargaron una ráfaga de tiros contra un coche en el cual iban montados un grupo de carabineros de paisano porque los confundieron con rivales, tiroteo que solo produjo heridas. Días después se presenta en el cuartel un chaval con una bolsa de viaje donde lleva varias mudas, perfectamente al tanto de cómo hay que comportarse durante un arresto. Lo confiesa todo de inmediato, quizá porque el castigo que habría recibido por disparar a los carabineros hubiera sido mucho peor que la cárcel. O más probablemente, el clan, para no suscitar especiales odios personales entre fuerzas públicas y camorristas, debió de animarlo a entregarse prometiéndole el pago de lo que le correspondía y de los gastos de defensa. El chaval declaró sin vacilar en el cuartel: –Creí que eran los Españoles y disparé. El 7 de diciembre me despertó una llamada en plena noche. Un amigo fotógrafo me avisaba del blitz.[5] No de un blitz cualquiera. Sino del blitz. El que los políticos locales y nacionales pedíais como reacción contra la faida. El barrio Tercer Mundo está rodeado por miles de hombres entre policías y carabineros. Un barrio enorme, cuyo sobrenombre, así como la pintada que hay en una pared al principio de la calle principal: «Barrio Tercer Mundo, no entréis», ofrece una imagen clara de su situación. Se convierte en un gran despliegue mediático. Después de este blitz, Scampia, Miano, Piscinola, San Pietro a Paterno y Secondigliano serán territorios invadidos por periodistas y equipos de televisión. La Camorra vuelve a existir después de años de silencio. De repente. Pero los instrumentos de análisis son viejos, viejísimos, no ha habido una atención constante. Como si se hubiera congelado un cerebro hace veinte años y descongelado ahora. Como si nos encontráramos frente a la Camorra de Raffaele Cutolo y las dinámicas mafiosas que llevaron a hacer volar las autopistas y matar a los jueces. Actualmente todo ha cambiado, salvo los ojos de los observadores, expertos y menos expertos. Entre los detenidos está Ciro Di Lauro, uno de los hijos del boss. El contable del clan dice alguien. Los carabineros derriban las puertas, cachean a la gente y apuntan con los fusiles a los chiquillos. La única escena que consigo ver es a un carabinero gritándole a un chiquillo que lo apunta con una navaja: –¡Tírala al suelo! ¡Tírala al suelo! ¡Vamos, rápido! ¡Tírala al suelo! El chiquillo la deja caer. El carabinero aparta la navaja de una patada, y al chocar el arma contra una pared, la hoja se mete en el mango. Es de plástico, una navaja de las tortugas ninja. Mientras tanto, los militares vigilan, fotografían, se mueven por todas partes. Decenas de fortines son abatidos. Echan abajo paredes de cemento armado levantadas en los sótanos de los edificios para hacer depósitos de droga, derriban las verjas que cerraban tramos enteros de calles para organizar los almacenes de droga. Cientos de mujeres bajan por la calle, queman contenedores, arrojan objetos contra las patrullas de policía. Están deteniendo a sus hijos, a sus nietos, a sus vecinos. A sus empleadores. Sin embargo, no lograba ver en esos rostros, en esas palabras de rabia, en esas piernas enfundadas en pantalones tan ajustados que parecen a punto de explotar, el menor rastro de solidaridad criminal. El mercado de la droga es fuente de sustento, un sustento mínimo que para la mayoría de la gente de Secondigliano no tiene ningún valor de enriquecimiento. Los empresarios de los clanes son los únicos que obtienen un beneficio exponencial. Todos los que trabajan en la venta, el almacenamiento, la ocultación y la vigilancia reciben solo un sueldo corriente a cambio de exponerse a arrestos, a meses y años de cárcel. Esos rostros tenían máscaras de rabia. Una rabia que sabe a jugo gástrico. Una rabia que o bien es defensa del propio territorio, o bien una acusación contra quienes siempre han considerado aquel lugar inexistente, perdido, un lugar para ser olvidado. Ese gigantesco despliegue de fuerzas del orden que se produce de improviso después de decenas de muertos, después de que se haya encontrado el cuerpo quemado y torturado de una chica del barrio, parece un montaje. Para las mujeres de aquí, huele a tomadura de pelo. Las detenciones, las excavadoras no parecen algo que vaya a modificar la situación, sino simplemente una operación que favorece a los que ahora tienen necesidad de efectuar detenciones y echar abajo paredes. Como si de repente alguien cambiara las categorías de interpretación y dijera que su vida no va desencaminada. Sabían de sobra que allí todo iba desencaminado, no hacía falta que fuesen helicópteros y coches blindados para recordárselo, pero hasta ahora ese error era su principal forma de vida, su fuerza de supervivencia. Además, después de aquella irrupción que lo único que hacía era complicarla, nadie intentaría de verdad cambiarla para mejor. Por eso, aquellas mujeres querían proteger celosamente el olvido de aquel aislamiento, de aquel error de vida, y echar a los que de repente se habían percatado de la oscuridad. Los periodistas estaban apostados en sus coches. Pero solo después de haber dejado actuar a los carabineros sin obstaculizar su labor, empezaron a filmar el blitz. Al final de la operación, esposaron a cincuenta y tres personas; el más joven era de 1985. Todos habían crecido en la Nápoles del Renacimiento, en el nuevo camino que debería haber cambiado el destino de los individuos. Mientras entran en los coches celulares de la policía, mientras son esposados por los carabineros, todos saben qué deben hacer: llamar a tal o cual abogado, esperar que el día 28 llegue a casa el sueldo del clan, los paquetes de pasta para sus esposas y madres. Los más preocupados son los hombres que tienen hijos adolescentes; no saben el papel que se les asignará después de su arresto. Pero en eso no pueden intervenir. Después del blitz, la guerra prosigue sin tregua. El 18 de diciembre, Pasquale Galasso, homónimo de uno de los boss más poderosos de los años noventa, es liquidado detrás de la barra de un bar. El día 20 se cargan a Vincenzo Lorio en una pizzería. Y el 24 matan a Giuseppe Pezzella, de treinta y cuatro años. Intenta refugiarse en un bar, pero vacían un cargador entero disparando contra él. Por Navidad, descanso. Las baterías de fuego se detienen. Se reorganizan. Tratan de dotar de reglas y estrategias el menos regulado de los conflictos. El 27 de diciembre matan a Emanuele Leone de un tiro en la cabeza. Tenía veintiún años. El 30 de diciembre atentan contra los Españoles: matan a Antonio Scafuro, de veintiséis años, y hieren en una pierna a su hijo. Era pariente del jefe de zona de los Di Lauro en Casavatore. Lo más complicado era comprenden Comprender cómo los Di Lauro habían conseguido manejar un conflicto como ganadores. Golpear y desaparecer. Camuflarse entre las personas, perderse en los barrios. Lotto T, las Velas, Parco Postale, las Casas Celestes, las Casas de los Pitufos y el Tercer Mundo se convierten en una especie de jungla, una selva pluvial de cemento armado donde confundirse, donde desaparecer más fácilmente que en otros sitios, donde es más fácil parecer fantasmas. Los Di Lauro habían perdido a todos los dirigentes y los jefes de zona, pero habían logrado desencadenar una guerra despiadada sin graves pérdidas. Era como si un Estado hubiera sufrido un golpe y el presidente destituido, para conservar el poder y defender sus propios intereses, hubiera armado a los niños de las escuelas y convertido a los carteros, los funcionarios y los jefes de departamento en los nuevos reemplazos militares. Permitiéndoles entrar en el nuevo centro del poder y no volviendo a relegados al rango de engranajes secundarios. A Ugo De Lucia, incondicional de los Di Lauro acusado por la DDA de Nápoles de ser responsable del homicidio de GelsominaVerde, le graban las conversaciones gracias a un micrófono escondido en su coche, tal como consta en la orden de diciembre de 2004: –Yo sin órdenes no me muevo, yo soy así. El perfecto soldado demuestra su total obediencia a Cosimo. Luego hace un comentario sobre alguien al que han herido: –Yo lo mataba, nada de dispararle en una pierna. Si fuera yo, le machacaba las membranas, ya lo sabes... Vayamos a mi barrio, es tranquilo, allí podemos trabajar... Ugariello, como lo llaman en su barrio, mataría, nunca se limitaría a herir. –Ahora, digo yo, estamos solo nosotros, metámonos... todos en un sitio... quedémonos en los alrededores, cinco en una casa... cinco en otra... y cinco en otra, y nos mandáis llamar solo cuando tengamos que bajar para volarle la tapa de los sesos. Organizar grupos de choque de cinco personas, hacer que se escondan en casas seguras, salir de los escondrijos solo para matar. No hacer otra cosa. A los grupos de choque los llaman paranze.[6] Pero Petrone, su interlocutor, no está tranquilo: –Sí, pero si uno de esos cabrones acaba encontrando una paranza escondida en alguna parte, nos ven, nos siguen, nos saltan la tapa de los sesos... ¡Por lo menos llevémonos a un par por delante antes de morir, digo yo! ¡Por lo menos déjame liquidar a cuatro o cinco! Lo ideal para Petrone es matar a los que no saben que han sido descubiertos: –Lo más sencillo es cuando son compañeros, les haces montar en el coche y te los llevas... Ganan porque son más imprevisibles en el ataque, pero también porque ya prevén su destino. Con todo, antes del final deben infligir las máximas pérdidas al enemigo. Una lógica kamikaze sin explosiones. La única que en una situación de desventaja permite confiar en una victoria. Antes de organizarse en paranze empiezan rápidamente a atacar. El 2 de enero de 2005 matan a Crescenzo Marino, el padre de los McKay. Lo encuentran en un coche insólito para un hombre de setenta años: un Smart. El más caro de la serie. Quizá creía que era suficiente para distraer a los vigilantes. Al parecer, un solo tiro lo alcanzó en medio de la frente. Nada de sangre excepto un reguero que le atraviesa la cara. Quizá creía que salir de casa un momento, apenas unos minutos, no sería peligroso. Pero fue suficiente. El mismo día los Españoles liquidan a Salvatore Barra en un bar de Casavatore. Ese día va a Nápoles el presidente de la República, Carlo Azeglio Ciampi, a pedir a la ciudad que reaccione, a pronunciar palabras de ánimo institucional, de cercanía del Estado. Se producen tres emboscadas solo en el tiempo que dura su intervención. El 15 de enero disparan en plena cara a Carmela Attrice, madre del secesionista Francesco Barone, «o Russo, descrito en las investigaciones como íntimo de los McKay. La mujer no salía de casa desde hacía tiempo, así que utilizan a un chiquillo como cebo para eliminada. Llama al timbre del interfono. La señora lo conoce, sabe perfectamente quién es, no se le ocurre que haya ningún peligro. Todavía en pijama, baja, abre la puerta y alguien le acerca el cañón de una pistola a la cara y dispara. Sangre y líquido cerebral salen de su cabeza como de un huevo roto. Cuando llegué al lugar del crimen, en las Casas Celestes, todavía no habían procedido al levantamiento del cadáver. La gente caminaba sobre su sangre y dejaba huellas por todas partes. Tragué saliva para calmar el estómago. Carmela Attrice no había huido. La habían avisado, sabía que su hijo estaba con los Españoles, pero la incertidumbre de la guerra de la Camorra es esa. No hay nada definido y claro. Todo se vuelve real solo cuando se cumple. En las dinámicas del poder, del poder total, no existe nada que vaya más allá de lo concreto. Así que huir, quedarse, escapar, denunciar se vuelven elecciones demasiado postergadas, inciertas, todo consejo encuentra siempre un argumento contrario, y únicamente algún acontecimiento concreto puede hacer tomar una decisión. Pero cuando sucede, la decisión solo se puede sufrir. Cuando se muere en la calle, se acaba formando un estruendo horroroso alrededor. No es verdad que se muera solo. Se acaba con caras que no se conocen delante de las narices, personas que tocan piernas y brazos para averiguar si el cuerpo es ya cadáver o vale la pena pedir que vaya una ambulancia. Todos los rostros de los heridos graves, todos los semblantes de las personas que están a punto de morir parecen aunados por el mismo miedo. Y por la misma vergüenza. Parece extraño, pero un instante antes de acabar se siente una especie de vergüenza. Scuorno, dicen aquí. Algo así como estar desnudos entre la gente. La misma sensación se experimenta cuando a uno lo hieren de muerte en la calle. Nunca me he acostumbrado a ver a las personas asesinadas. Enfermeros, policías, todos están tranquilos, impasibles, ejecutan los gestos aprendidos de memoria haya quien haya delante. –Tenemos el corazón encallecido y el estómago forrado de cuero - me dijo un jovencísimo conductor de coche mortuorio. Cuando llegas antes que la ambulancia es difícil apartar los ojos del herido, aunque quisieras no haberlo visto nunca. No haber comprendido nunca que así es como se muere. La primera vez que vi a un hombre asesinado debía de tener trece años. Recuerdo aquel día perfectamente. Me desperté con un apuro tremendo porque el pijama, que llevaba puesto sin calzoncillos, delataba claramente una erección no deseada. La típica de la mañana, imposible de disimular. Recuerdo ese episodio porque mientras me dirigía al colegio vi un cadáver en la misma situación. Éramos cinco, con las mochilas cargadas de libros. Habían acribillado un Alfetta y camino del colegio pasamos por delante. Mis compañeros se precipitaron a mirar con curiosidad. Se veían los pies en alto sobre el asiento. El más temerario de nosotros preguntó a un carabinero cómo es que los pies estaban en el sitio donde se apoya la cabeza. El carabinero no dudó en responder, como si no se hubiera dado cuenta de cuántos años tenía su interlocutor. –Las ráfagas de lluvia lo han hecho capotar... Era un crío, pero sabía que ráfagas de lluvia significaba ráfagas de metralleta. Aquel camorrista había recibido tantas que su cuerpo estaba al revés: la cabeza abajo y los pies arriba. Luego los carabineros abrieron la portezuela y el cadáver cayó al suelo como un carámbano derretido. Nosotros mirábamos sin trabas, sin que nadie nos dijese que aquello no era un espectáculo para niños. Sin ninguna mano moral que viniera a taparnos los ojos. El muerto tenía una erección. Los vaqueros ajustados lo dejaban ver claramente. Y aquello me impresionó. Se me quedó grabada la escena durante muchísimo tiempo. Me pasé días pensando cómo podía haber sucedido. En qué estaría pensando, qué estaría haciendo antes de morir. Ocupé las tardes intentando conjeturar que tenía en la mente antes de palmarla; estuve obsesionado hasta que hice acopio de valor para pedir una explicación y me dijeron que la erección es una reacción común en los fallecidos por muerte violenta. Aquella mañana, Linda, una niña de nuestro grupo, en cuanto vio el cadáver deslizarse fuera del coche, empezó a llorar, contagiando a dos chiquillos más. Un llanto entrecortado. Un joven de paisano agarró el cadáver por el pelo, le escupió a la cara y, dirigiéndose a nosotros, dijo: –¿Qué hacéis llorando? Este era escoria, no ha pasado nada, todo va bien. No ha pasado nada. No lloréis... Desde entonces nunca más he conseguido creer en las escenas de la policía científica con guantes, caminando sigilosamente, atenta a no desplazar polvo y casquillos de bala. Cuando llego junto a los cuerpos antes que la ambulancia y observo los últimos momentos de vida de alguien que tiene conciencia de que se está muriendo, siempre me viene a la mente el final de El corazón de las tinieblas, cuando una mujer le pregunta a Marlow, de vuelta ya en su país, por el hombre al que amó, le pregunta qué dijo Kurtz antes de morir. Y Marlow miente. Responde que preguntó por ella, cuando en realidad no había pronunciado ninguna palabra dulce, ninguna frase bonita. Kurtz solo había dicho: «El horror». Se cree que la última palabra pronunciada por un moribundo es su último pensamiento, el más importante, el fundamental. Que muere pronunciando aquello por lo que ha valido la pena vivir. No es así. Cuando uno muere no sale a la luz nada excepto el miedo. Todos, o casi todos, repiten la misma frase banal, sencilla, inmediata: «No quiero morir». Caras que se han superpuesto siempre a la de Kurtz, rostros que expresan el tormento, la repugnancia y el rechazo que produce terminar de un modo horrendo, en el peor de los mundos posibles. En el horror. Después de haber visto decenas de personas asesinadas, manchadas de su propia sangre mezclada con la suciedad, desprendiendo olores nauseabundos, miradas con curiosidad o indiferencia profesional, evitadas como residuos peligrosos o comentadas con gritos convulsos, he llegado a una sola conclusión, una idea tan elemental que raya en la idiotez: la muerte da asco. En Secondigliano, los chavales, los chiquillos, los niños saben perfectamente cómo se muere y cómo es mejor morir. Me disponía a irme del lugar donde le habían tendido la trampa a Carmela Attrice, cuando oí hablar a un chiquillo con un amigo suyo. El tono de ambos era serenísimo: –Yo quiero morir como esta señora. En la cabeza, paro pam... y se acaba todo. –Pero le han dado en la cara, y en la cara es peor. –No, no es peor, es un instante también. Delante o detrás da lo mismo, en los dos casos es la cabeza. Me metí en la conversación, tratando de dar mi opinión y haciendo preguntas. –Es mejor que te den en el pecho, ¿no? – les dije a los chiquillos-. Un disparo en el corazón y se acabó. Pero el chiquillo conocía mucho mejor que yo las dinámicas del dolor y empezó a contar con detalle los dolores que provoca el impacto del proyectil, con una profesionalidad de experto. –No, en el pecho hace daño, mucho daño, y tardas diez minutos en morir. Tienen que llenarse los pulmones de sangre, y, además, el impacto es como si te clavaran un alfiler de fuego y te lo removieran dentro. Hace daño hasta en los brazos y en las piernas. Ahí es como un mordisco fortísimo de serpiente. Un mordisco que no suelta la carne. En la cabeza es mejor; así no te meas encima y no se te escapa la mierda. No te pasas media hora agitándote en el suelo... Había visto. Y más de un cuerpo. Recibir un disparo en la cabeza evita temblar de miedo, orinarse encima y expulsar mal olor, el hedor de las entrañas por los agujeros de la barriga. Continué haciéndole preguntas sobre detalles de la muerte, sobre las emboscadas. Todas las preguntas posibles excepto la única que debería haber hecho, o sea, por qué a los catorce años pensaba en cómo morir. Pero esa idea no se me pasó ni por un momento por la mente. El chiquillo se presentó con su sobrenombre. Le venía de Pokémon, los dibujos animados japoneses. El chiquillo era rubio y chato, suficiente para llamarlo «Pikachu». Señaló, entre la muchedumbre que se había agolpado alrededor del cuerpo de la mujer asesinada, a dos tipos que estaban mirando el cadáver. Pikachu bajó la voz: –Mira a esos de allí, ¿los ves? Esos son los que han matado a Pupetta. A Carmela Attrice la llamaban «Pupetta». Traté de mirar a la cara a los chicos que Pikachu me había indicado. Tenían una expresión emocionada, palpitante, apartaban las cabezas y los hombros para ver mejor a los policías que cubrían el cuerpo. Habían matado a la mujer a cara descubierta, se habían sentado en los alrededores, bajo la estatua de Padre Pío, y en cuanto se había congregado un poco de gente alrededor del cadáver habían ido a ver. Unos días después les echaron el guante. Un grupo nutrido para una emboscada a una mujer inofensiva, asesinada en pijama y zapatillas. Un grupo en su bautismo de fuego, el negocio de la venta de droga al por menor convertido en brazo armado. El más joven tenía dieciséis años; el mayor, veintiocho. El presunto asesino, veintidós. Cuando los arrestaron, uno de ellos, al ver los flashes y las cámaras de televisión, se puso a reír y a guiñar el ojo a los periodistas. Detuvieron también al presunto cebo, el chaval de dieciséis años que había llamado al timbre del interfono para hacer bajar a la mujer. Dieciséis años, los mismos que la hija de Carmela Attrice, que cuando oye los disparos se asoma al balcón y se echa a llorar porque enseguida se da cuenta de lo que ha pasado. Según las investigaciones, los ejecutores habían vuelto al lugar del delito. Demasiada curiosidad. Como participar en la película de la propia vida. Primero en el papel de actor y después en el de espectador, pero dentro de la misma película. Debe de ser verdad que quien dispara no consigue tener un recuerdo preciso del gesto que realiza, porque aquellos chicos volvieron llenos de curiosidad para ver la que habían organizado y qué cara tenía su víctima. Le pregunté a Pikachu si aquellos tipos eran una paranza de los Di Lauro o si querían formar una. El chiquillo se echó a reír: –¿Una paranza?... Eso quisieran ellos... pero son unos pelagatos. Yo he visto una paranza... No sabía si Pikachu estaba contándome trolas o simplemente había juntado cosas que se oían por Scampia, pero su narración era precisa. Un chiquillo minucioso en sus relatos, exacto hasta el punto de hacer que cualquier duda pareciera irreal. Se alegraba de ver mi semblante atónito mientras hablaba. Pikachu me contó que tenía un perro llamado Careca, como el delantero brasileño del Nápoles campeón de Italia. Aquel perro salía a menudo al rellano de la escalera. Un día oyó a alguien detrás de la puerta del piso de enfrente, habitualmente vacío, y se puso a arañarla con las uñas de las patas. Al cabo de unos segundos, una ráfaga de metralleta disparada desde el otro lado de la puerta le dio de lleno. Pikachu me contaba el episodio reproduciendo todos los ruidos: –Tra-tra-tra-tra-trá... Careca murió en el acto... y la puerta, pam... se abrió de golpe. Pikachu se sentó en el suelo con los pies apoyados en una pared y los brazos como si estuviera empuñando una metralleta. Me reprodujo la postura en la que estaba el vigilante que le había matado al perro. El vigilante seguía detrás de la puerta. Sentado, con un cojín detrás de la espalda y las plantas de los pies apoyadas a ambos lados de la puerta. Una postura incómoda para evitar que a uno le entre sueño y sobre todo porque disparar de abajo arriba eliminaría con toda seguridad a cualquiera que se plantase delante de la puerta, sin peligro para el vigilante. Pikachu me contó que, cuando mataron al perro, para disculparse dieron dinero a la familia y después lo invitaron a entrar en casa. En el piso donde estaba escondida una paranza entera. Lo recordaba todo, las habitaciones vacías, solo con camas, una mesa y un televisor. Pikachu hablaba deprisa, gesticulando mucho y reproduciendo posturas y movimientos de los miembros de la paranza. Nerviosos, tensos, y uno de ellos llevaba «piñas» colgadas del cuello. Las piñas son las bombas de mano que los hombres de las paranze llevan encima. Pikachu contó que al lado de una ventana había un cesto lleno de piñas. Los clanes camorristas siempre han tenido una particular predilección por las bombas de mano. En todas partes, los arsenales de los clanes estaban a rebosar de bombas de mano y antitanque, todas procedentes del este de Europa. Pikachu contaba que en el piso se pasaban horas jugando a la playstation y que él había desafiado y ganado a todos los miembros de la paranza. Ganaba siempre, y le prometían que «un día de esos me llevarían con ellos a disparar de verdad». Una de las leyendas del barrio cuenta que Ugo De Lucia jugaba obsesivamente a Winning Eleven, el videojuego de fútbol más famoso de la playstation. Parece ser -según las acusaciones- que en cuatro días no solo cometió tres homicidios, sino que, además, terminó un campeonato de fútbol en el videojuego. En cambio, lo que cuenta el arrepentido Pietro Esposito, llamado "Kojack" parece que no es una leyenda. Había entrado en una casa donde Ugo De Lucia estaba tumbado en la cama delante de la televisión, comentando las noticias: –¡Hemos hecho dos piezas más! Y esos otros han hecho una pieza en el Tercer Mundo. La televisión era la mejor manera de seguir en tiempo real la guerra sin tener que hacer llamadas telefónicas comprometedoras. Desde ese punto de vista, la atención mediática que la guerra había atraído sobre Scampia suponía una ventaja estratégica militar. Pero lo que más me había impresionado era el término «piezas. Pieza era la nueva manera de designar un homicidio. Hablando de los muertos de la guerra de Secondigliano, Pikachu también hablaba de las piezas que habían hecho los Di Lauro y las piezas que habían hecho los secesionistas. «Hacer una pieza»: una expresión tomada del trabajo a destajo, el asesinato de un hombre equiparado a la fabricación de una cosa, cualquier cosa. Una pieza. Pikachu y yo empezamos a pasear y me contó cosas de los chiquillos del clan, la verdadera fuerza de los Di Lauro. Le pregunté dónde se reunían y se ofreció a acompañarme; todos lo conocían y quería demostrármelo. Había una pizzería donde se reunían por la noche. Antes de ir, pasamos a recoger a un amigo de Pikachu, uno de los que formaban parte del Sistema desde hacía tiempo. Pikachu lo adoraba, lo describía como una especie de boss, era un referente entre los chiquillos del Sistema porque le habían encomendado la tarea de alimentar a los prófugos y, según él, hacer la compra directamente a la familia Di Lauro. Se llamaba Tonino «Kit Kat» porque devoraba toneladas de chocolatinas. Kit Kat se las daba de pequeño boss, pero yo me mostraba escéptico. Le hacía preguntas a las que se cansaba de responder, así que se levantó el jersey. Tenía todo el tórax lleno de moretones redondos. En el centro de las circunferencias violáceas aparecían puntos amarillos y verduscos de capilares rotos. –Pero ¿qué has hecho? –El chaleco... –¿El chaleco? –Sí, el chaleco antibalas... –¿Y el chaleco hace esos cardenales? –Claro, las berenjenas son las balas que me han alcanzado... Los moretones, las berenjenas, eran el fruto de los disparos de pistola que el chaleco detenía un centímetro antes de llegar a entrar en la carne. Para enseñar a no tener miedo de las armas, hacían ponerse un chaleco a los chiquillos y disparaban contra ellos. Un chaleco por sí solo no bastaba para impulsar a un individuo a no huir ante un arma. Un chaleco no es la vacuna contra el miedo. La única manera de anestesiar todo temor era mostrar cómo podían ser neutralizadas las armas. Me contaron que los llevaban al campo, nada más salir de Secondigliano. Les hacían ponerse los chalecos antibalas debajo de la camiseta y descargaban medio cargador de pistola contra cada uno. –Cuando llega la bala, caes al suelo y dejas de respirar, abres la boca y tomas aire, pero no entra nada. No puedes más. Son como castañazos en el pecho, te parece que vas a estallar... Pero después te levantas, eso es lo importante. Después del tiro, te levantas. Kit Kat había sido adiestrado junto a otros para recibir disparos, un entrenamiento para morir, mejor dicho, para casi morir. Los reclutan en cuanto son capaces de ser fieles al clan. Tienen entre doce y diecisiete años; muchos son hijos o hermanos de afiliados, mientras que otros muchos proceden de familias de trabajadores con empleos precarios. Son el nuevo ejército de los clanes de la Camorra napolitana. Vienen del centro histórico, del barrio de Sanitá, de Forcella, de Secondigliano, de la barriada San Gaetano, de los Barrios Españoles, del Pallonetto, los reclutan mediante afiliaciones estructuradas en diversos clanes. Por su número, son un verdadero ejército. Las ventajas para los clanes son múltiples: un chiquillo cobra menos de la mitad del sueldo de un afiliado adulto de la categoría más baja, raramente debe mantener a los padres, no tiene las obligaciones que impone una familia, no tiene horarios, no necesita un salario puntual y, sobre todo, está dispuesto a estar permanentemente en la calle. Las atribuciones son diversas y con diversas responsabilidades. Se empieza con la venta de droga blanda, sobre todo hachís. Los chiquillos se sitúan casi siempre en las calles más bulliciosas. Con el tiempo empiezan a vender pastillas y casi siempre les proporcionan un ciclomotor. Por último, la cocaína: la llevan directamente a las universidades, a los alrededores de los locales y los hoteles, a las estaciones de metro. Los grupos de niños camellos son fundamentales en la economía flexible de la venta de droga porque llaman menos la atención, la venden entre una patada al balón y una carrera en motocicleta, y con frecuencia van al domicilio del cliente. En muchos casos, el clan no obliga a los chiquillos a trabajar por la mañana; en realidad, continúan asistiendo a clase durante la enseñanza primaria, en parte porque si decidieran no ir podrían descubrirlos más fácilmente. Tras los primeros meses de trabajo, muchos chiquillos salen a la calle armados, para defenderse y al mismo tiempo para hacerse valer: una promoción sobre el terreno que promete la posibilidad de escalar a la cima del clan. Aprenden a utilizar pistolas automáticas y semiautomáticas en los vertederos de basura de los alrededores o en las galerías de la Nápoles subterránea. Cuando demuestran que son de fiar y cuentan con la confianza total de un jefe de zona, pueden desempeñar un papel mucho más importante que el de camello: se convierten en poli. Controlan en una calle de la ciudad, encomendada a ellos, que los camiones que descargan mercancías para los supermercados y las tiendas sean los que el clan impone, y cuando no es así, informan de que el repartidor de un determinado comercio no es el «seleccionado». En la cobertura de las obras también es fundamental la presencia de los polis. Las empresas contratistas a menudo subcontratan a empresas constructoras de los grupos camorristas, pero a veces se adjudica el trabajo a empresas «no aconsejadas». Para averiguar si en una obra se subcontratan los trabajos a empresas «externas», los clanes necesitan ejercer una vigilancia continua y que no despierte sospechas. Esta tarea es confiada a los chiquillos, que observan, controlan, informan al jefe de zona y reciben órdenes de este sobre cómo actuar en caso de que en una obra la empresa contratista haya «fallado». Los chiquillos afiliados se comportan como camorristas maduros y tienen responsabilidades comparables a las de estos últimos. Empiezan la carrera muy pronto, queman etapas a gran velocidad, y su escalada a los puestos de poder en el interior de la Camorra está modificando radicalmente la estructura genética de los clanes. Jefes de zona niños, boss jovencísimos se convierten en interlocutores imprevisibles y despiadados que se guían por lógicas nuevas, cuya dinámica resulta incomprensible para las fuerzas del orden y la Antimafia. Son rostros totalmente nuevos y desconocidos. Con la reestructuración del clan llevada a cabo por Cosimo, parcelas enteras de la venta de droga son gestionadas por adolescentes de quince o dieciséis años, que dan órdenes a hombres de cuarenta y cincuenta sin sentirse ni por un instante incómodos ni creer que no están a la altura. Un micrófono oculto instalado por los carabineros en el coche de un chico, Antonio Galeota Lanza, permite intervenir una conversación en la que este cuenta, con la música a todo volumen, cómo se vive haciendo de camello: –Todos los domingos por la noche gano ochocientos o novecientos euros, aunque hacer de camello es un oficio que te lleva a manejar crack, cocaína, y te juegas quinientos años de cárcel... Cada vez con más frecuencia, los chiquillos del Sistema intentan conseguir todo lo que quieren utilizando el «hierro», que es como llaman a la pistola, y el deseo de un teléfono móvil o de un equipo de música, de un coche o de una motocicleta, se transforma fácilmente en un asesinato. En la Nápoles de los niños soldados no es raro oír junto a la caja de los comercios, en tiendas de todo tipo y supermercados, afirmaciones de este tipo: «Pertenezco al Sistema de Secondigliano» o «Pertenezco al Sistema de los Barrios». Palabras mágicas mediante las cuales los chiquillos cogen lo que quieren y ante las cuales ningún comerciante exigirá jamás el pago de los productos. En Secondigliano, esta nueva estructura de chiquillos había sido militarizada. Los habían convertido en soldados. Pikachu y Kit Kat me llevaron a una pizzería de la zona cuyo propietario, Nello, era el encargado de dar de comer a los chiquillos del Sistema cuando acababan su turno. Nada más poner los pies en la pizzería, llegó un grupo. Se les veía rollizos, inflados, porque debajo del jersey llevaban el chaleco antibalas. Dejaron los ciclomotores sobre la acera y entraron sin saludar a nadie. La forma de moverse y el hecho de llevar el pecho embutido hacía que parecieran jugadores de fútbol americano. Caras de críos, a algunos empezaba a crecerles la barba, tenían entre trece y dieciséis años. Pikachu y Kit Kat me hicieron sentarme con ellos, cosa que no pareció molestar a nadie. Comían y, sobre todo, bebían. Agua, Coca-Cola, Fanta. Una sed increíble. Hasta con la pizza querían refrescarse: pidieron una botella de aceite, añadieron aceite y más aceite a las pizzas porque decían que estaban demasiado secas. En su boca se había secado todo, desde la saliva hasta las palabras. De pronto caí en la cuenta de que venían de hacer la guardia de noche y habían tomado pastillas. Les daban pastillas de MDMA. Para que no se durmieran, para evitar que perdieran tiempo comiendo dos veces al día. Por lo demás, la MDMA fue patentada por los laboratorios Merck en Alemania para ser suministrada a los soldados que estaban en las trincheras en la Primera Guerra Mundial, aquellos soldados a los que llamaban Menschenmaterial, material humano, que de ese modo soportaba el hambre, el frío y el terror. Después la emplearon los estadounidenses en operaciones de espionaje. Ahora, estos pequeños soldados recibían también su dosis de valor artificial y de resistencia adulterada. Comían sorbiendo los trozos de pizza que cortaban. De la mesa se desprendía un ruido semejante al que hacen los viejos cuando sorben el caldo de la cuchara. Los chiquillos se pusieron de nuevo a hablar, siguieron pidiendo botellas de agua. Y entonces hice una cosa que podría haber sido castigada con violencia, pero intuía que podía hacerla porque lo que tenía delante eran chiquillos. Embutidos en lastre de plomo, pero chiquillos, al fin y al cabo. Puse una grabadora sobre la mesa y me dirigí en voz alta a todos, tratando de cruzar la mirada con cada uno de ellos: –Ánimo, hablad aquí delante, decid lo que queráis... A nadie le pareció extraño un gesto, a nadie se le ocurrió que estaba ante un poli o un periodista. Algunos se pusieron a proferir insultos delante de la grabadora. Luego, un chiquillo, instigado por alguna de mis preguntas, me contó su carrera. Y parecía impaciente por hacerlo. –Empecé trabajando en un bar; ganaba doscientos euros al mes, con las propinas llegaba a doscientos cincuenta, y el trabajo no me gustaba. Yo quería trabajar en la oficina con mi hermano, pero no me cogieron. En el Sistema gano trescientos euros a la semana, pero si vendo bastante gano también un porcentaje de cada ladrillo (la pastilla de hachís) y puedo llegar a entre trescientos cincuenta y cuatrocientos euros. Tengo que currármelo, pero al final siempre me dan algo más. Después de una ráfaga de eructos que dos chavalines quisieron grabar, el chiquillo, al que llamaban «Satore» -una combinación de Sasá y Totore-, prosiguió: –Al principio estaba siempre en la calle, aunque me fastidiaba no tener un ciclomotor, tener que ir a pie o en autobús. El trabajo me gusta, todos me respetan y, además, puedo hacer lo que quiero. Pero ahora me han dado un hierro y tengo que estar siempre aquí. El Tercer Mundo y las Casas de los Pitufos. Siempre encerrado aquí adentro, arriba y abajo. Y no me gusta. Satore me sonrió y, riendo, gritó delante de la grabadora: - Sacadme de aquí...! ¡Decídselo al maestro! Los habían armado, les habían dado un hierro, una pistola, y un territorio limitadísimo donde trabajar. Kit Kat empezó a hablar delante de la grabadora, tocando con los labios los orificios del micrófono de forma que quedaba grabada hasta su respiración. –Yo quiero montar una empresa para restaurar casas, o un almacén o una tienda, el Sistema tiene que darme dinero para montarla, de lo demás me encargo yo, también de decidir con quién voy a casarme. Tengo que casarme con una que no sea de aquí, con una modelo negra o alemana. Pikachu sacó una baraja del bolsillo y cuatro de ellos se pusieron a jugar a las cartas. Los demás se levantaron y se desperezaron, pero ninguno se quitó el chaleco. Seguí preguntándole a Pikachu por las paranze, pero estaba empezando a cansarse de mi insistencia. Me dijo que había estado hacía unos días en casa de una paranza y que la habían desmantelado, que solo había quedado un lector de MP3 que escuchaban cuando iban a «hacer piezas». El MP3 que escuchaban los hombres de la paranza mientras iban a asesinar, la recopilación de archivos musicales colgaba del cuello de Pikachu. Con una excusa, le pedí que me lo prestara unos días. Él se echó a reír, como para decirme que no se ofendía si había creído que era tan tonto, tan idiota como para andar prestando las cosas. Así que se lo compré, saqué cincuenta euros y conseguí el lector. Me metí inmediatamente los auriculares en los oídos, quería saber cuál era el fondo musical de la matanza. Esperaba oír música rap, rock duro, heavy metal, pero era una sucesión ininterrumpida de fragmentos neomelódicos y de música pop. En Estados Unidos disparan atiborrándose de rap; los killers de Secondigliano iban a matar escuchando canciones de amor. Pikachu empezó a cortar el mazo de cartas mientras me preguntaba si quería participar, pero a mí siempre se me ha dado mal jugar a las cartas. Así que me levanté de la mesa. Los camareros de la pizzería tenían la misma edad que los chiquillos del Sistema y los miraban con admiración, sin atreverse siquiera a servirles. De eso se ocupaba personalmente el propietario. Aquí, trabajar de aprendiz, de camarero o en una obra es como una deshonra. Además de los eternos motivos habituales -trabajo clandestino, fiestas y bajas por enfermedad no remuneradas, diez horas de media diarias-, no tienes esperanzas de poder mejorar tu situación. El Sistema al menos ofrece la ilusión de que el esfuerzo sea reconocido, de que haya posibilidades de hacer carrera. Un afiliado nunca será visto como un aprendiz, las chavalas nunca pensarán que las corteja un fracasado. Estos chiquillos inflados, estos ridículos vigilantes con aspecto de marionetas de fútbol americano no tenían en mente convertirse en Al Capone sino en Flavio Briatore, no en pistoleros sino en hombres de negocios acompañados de modelos: querían llegar a ser empresarios de éxito. El 19 de enero matan a Pasquale Paladini, de cuarenta y cinco años. Ocho tiros. En el pecho y en la cabeza. Pocas horas más tarde disparan en las piernas a Antonio Auletta, de diecinueve años. Pero el 21 de enero parece que la situación da un giro inesperado. De pronto empieza a correr la voz, sin necesidad de agencias de noticias. Cosimo Di Lauro ha sido arrestado. El regente de la banda, el líder de la matanza, según las acusaciones de la Fiscalía Antimafia de Nápoles, el comandante del clan según los arrepentidos. Cosimo se escondía en un agujero de cuarenta metros cuadrados y dormía en una cama medio rota. El heredero de una sociedad criminal capaz de facturar solo con el narcotráfico quinientos mil euros al día y que podía disponer de una residencia de cinco millones de euros en el corazón de uno de los barrios más miserables de Italia, se veía obligado a encerrarse en un agujero maloliente y minúsculo no lejos de su presunta mansión. Una residencia surgida de la nada en Via Cupa dell'Arco, cerca de la casa familiar de los Di Lauro. Una elegante villa del siglo XVIII, restaurada como una residencia pompeyana. Impluvio, columnas, estucos y escayolas, techos falsos y escalinatas. Una residencia que nadie sospechaba que existiera. Nadie conocía a sus propietarios formales; los carabineros estaban investigando, pero en el barrio nadie tenía dudas. Era para Cosimo. Los carabineros descubrieron la villa por casualidad, saltando los gruesos muros que la rodeaban. Encontraron dentro a algunos obreros que, en cuanto vieron los uniformes, escaparon. La guerra no había permitido terminar la residencia, llenarla de muebles y de cuadros, convertirla en la mansión del regente, en el corazón de oro del cuerpo marcescente del sector de la construcción de Secondigliano. Cuando Cosimo oye el ruido de las botas impermeables de los carabineros que van a detenerlo, cuando oye el sonido de los fusiles, no intenta escapar, ni siquiera se arma. Se pone delante del espejo. Moja el peine, se retira el pelo hacia atrás desde la frente y se lo recoge en una coleta a la altura de la nuca, dejando que la melena rizada caiga sobre el cuello. Se pone un jersey de cuello vuelto oscuro y una gabardina negra. Cosimo Di Lauro se viste de payaso del crimen, de guerrero de la noche, y baja la escalera erguido. Cojea, unos años antes sufrió una desgraciada caída de la moto y la cojera es el regalo que recibió de aquel accidente. Pero para bajar la escalera también ha pensado en esto. Apoyándose en los antebrazos de los carabineros que lo escoltan, consigue disimular su impedimento físico, andar con paso normal. Los nuevos soberanos militares de las sociedades criminales napolitanas no se presentan como chulos de barrio, no tienen los ojos desorbitados y extraviados de Cutolo, no creen que tengan que comportarse como Luciano Liggio o como caricaturas de Lucky Luciano y Al Capone. Matrix, El cuervo y Pulp Fiction consiguen hacer comprender mejor y más rápidamente qué quieren y quiénes son. Son modelos que todos conocen y que no tienen necesidad de excesivas mediaciones. El espectáculo es superior al código sibilino del guiño o a la limitada mitología del crimen de barrio del hampa. Cosimo mira las cámaras de televisión y los objetivos de los fotógrafos, baja la barbilla, alza la frente. No ha dejado que lo encuentren como a Brusca, con unos vaqueros raídos y una camisa manchada de salsa, no está atemorizado como Ftiina, al que pasearon sobre un helicóptero, ni tampoco lo han sorprendido medio dormido como le sucedió a Misso, boss de Sanitá. Es un hombre formado en la sociedad del espectáculo y sabe salir al escenario. Se presenta como un guerrero en su primera tregua. Parece que esté pagando por tener demasiado valor, por haber dirigido la guerra con un exceso de celo. Eso dice su rostro. No parece que lo lleven arrestado, sino simplemente que cambie su base de operaciones. Al desencadenar la guerra sabía que se dirigía directo al arresto. Pero no tenía elección. O guerra o muerte. Y el arresto quiere representarlo como la demostración de su victoria, el símbolo de su valor, capaz de despreciar toda clase de protección de sí mismo con tal de salvar el sistema de la familia. A la gente del barrio solo con verlo se le enciende la sangre. Comienza la revuelta, vuelcan coches, llenan botellas de gasolina y las lanzan. El ataque de histeria no tiene como objetivo evitar el arresto, como podría parecer, sino conjurar venganzas. Eliminar toda posibilidad de sospecha. Indicar a Cosimo que nadie lo ha traicionado. Que nadie se ha ido de la lengua, que el jeroglífico de su escondrijo no ha sido descifrado con la ayuda de sus vecinos. Es un enorme rito casi de disculpa, una capilla de expiación metafísica que la gente del barrio quiere construir con los coches patrulla quemados de los carabineros, los contenedores puestos a modo de barricadas, el humo negro de las cubiertas de los neumáticos. Si Cosimo sospecha, no tendrán tiempo ni de hacer las maletas, el hacha militar se abatirá sobre ellos corno la enésima implacable condena. Unos días después de la detención del vástago del clan, el rostro que mira con arrogancia las cámaras de televisión aparece como salvapantallas en los móviles de decenas de chiquillos y chiquillas de las escuelas de Torre Annunziata, Quarto, Marano. Gestos de mera provocación, de banal estupidez de adolescente. Sin duda. Pero Cosimo sabía. Así hay que actuar para ser reconocidos como capos, para llegar al corazón de los individuos. Hay que saber utilizar también la pantalla, la tinta de los periódicos, hay que saber hacerse la coleta. Cosimo representa claramente al nuevo empresario de Sistema. Laimagen de la nueva burguesía liberada de todo freno, movida por la voluntad absoluta de dominar todos los territorios del mercado, de apoderarse de todo. No renunciar a nada. Hacer una elección no significa limitar el propio campo de acción, privarse de cualquier otra posibilidad. No para quien considera la vida un espacio donde es posible conquistarlo todo arriesgándose a perderlo todo. Significa contar con ser arrestado, con acabar mal, con morir. Pero no significa renunciar. Quererlo todo y deprisa, y tenerlo cuanto antes. Ese es el atractivo y la fuerza que personifica Cosimo Di Lauro. Todos, hasta los más preocupados por su integridad, acaban en la cárcel de la pensión, todos descubren antes o después que son cornudos, todos terminan atendidos por una polaca. ¿Por qué caer en la depresión buscando un trabajo que solo da para malvivir? ¿Por qué acabar contestando al teléfono en un empleo a tiempo parcial? Hacerse empresario. Pero de verdad. Capaz de comerciar con todo y de hacer negocios hasta con la nada.'Ernst Jünger diría que la grandeza se halla expuesta a la tempestad. Lo mismo repetirían los boss, los empresarios de la Camorra. Ser el centro de toda acción, el centro del poder. Usarlo todo como medio y a sí mismos como fin. Los que dicen que es amoral, que no puede haber vida sin ética, que la economía posee límites y reglas que hay que seguir, son solo los que no han conseguido mandar, los que han sido derrotados por el mercado. La ética es el límite del perdedor, la protección del derrotado, la justificación moral para aquellos que no han conseguido jugárselo todo y ganarlo todo. La ley tiene sus códigos establecidos, pero la justicia es harina de otro costal. La justicia es un principio abstracto que afecta a todos, que permite, según cómo se interprete, absolver o condenar a todo ser humano: culpables los ministros, culpables los papas, culpables los santos y los herejes, culpables los revolucionarios y los reaccionarios. Culpables todos de haber traicionado, matado, errado. Culpables de haber envejecido y muerto. Culpables de haber sido superados y derrotados. Culpables todos ante el tribunal universal de la moral histórica y absueltos por el de la necesidad. Justicia e injusticia solo tienen un significado en lo concreto. De victoria o derrota, de acción realizada o padecida. Si alguien te ofende, si te trata mal, está cometiendo una injusticia; si, en cambio, te reserva un trato de favor, te hace justicia. Observando los poderes del clan, hay que ceñirse a estas categorías. A estos criterios de valoración. Son suficientes. Deben serlo. Esta es la única forma real de valorar la justicia. El resto no es más que religión y confesionario. El imperativo económico está modelado por esta lógica. No son los camorristas los que persiguen los negocios, son los negocios los que persiguen a los camorristas. La lógica del empresariado criminal, el pensamiento de los boss coincide con el neoliberalismo más radical. Las reglas dictadas, las reglas impuestas, son las de los negocios, el beneficio, la victoria sobre cualquier competidor. El resto es igual a cero. El resto no existe. Estar en situación de decidir sobre la vida y la muerte de todos, de promocionar un producto, de monopolizar un segmento de mercado, de invertir en sectores de vanguardia es un poder que se paga con la cárcel o con la vida. Tener poder durante diez años, durante un año, durante una hora. La duración da igual: vivir, mandar de verdad, eso es lo que cuenta. Vencer en la arena del mercado y llegar a mirar el sol directamente, como hacía en la cárcel Raffaele Giuliano, boss de Forcella, desafiándolo, demostrando que a él no lo deslumbraba ni la luz por excelencia. Raffaele Giuliano, que había tenido la crueldad de espolvorear con pimienta la hoja de un cuchillo antes de clavárselo a un pariente de uno de sus enemigos, a fin de hacerle sentir una quemazón lacerante mientras la hoja entraba en la carne, centímetro a centímetro. En la cárcel era temido no por esta meticulosidad sanguinaria, sino por su mirada desafiante, capaz de mantenerse alta incluso mirando el sol. Tener conciencia de ser de los hombres de negocios destinados a sucumbir -muerte o cadena perpetua-, pero con la voluntad implacable de dominar economías poderosas e ilimitadas. Al boss lo matan o lo detienen, pero el sistema económico que él ha generado permanece, sin dejar de cambiar, de transformarse, de mejorar y de producir beneficios. Esta conciencia de samuráis liberales, los cuales saben que tener el poder, el absoluto, exige un pago, la encontré sintetizada en una carta de un chaval encerrado en un correccional de menores, una carta que entregó a un sacerdote y que fue leída durante un simposio. Todavía me acuerdo de lo que decía. De memoria: Todos los que conozco o han muerto o están en la cárcel. Yo quiero ser un boss. Quiero tener supermercados, tiendas, fábricas, quiero tener mujeres. Quiero tres coches, quiero que cuando entro en una tienda se me respete, quiero tener almacenes en todo el mundo. Y después quiero morir. Pero como muere un bous auténtico, uno que manda de verdad. Quiero que me maten. Este es el nuevo compás que marcan los empresarios criminales. Esta es la nueva fuerza de la economía. Dominarla, a costa de cualquier cosa. El poder por encima de todo. La victoria económica más preciada que la vida. Que la vida de cualquiera, e incluso que la propia. Los chiquillos del Sistema incluso habían empezado a llamarlos «muertos parlantes». En una conversación telefónica intervenida que figura en la orden de detención dictada por la Fiscalía Antimafia en febrero de 2006, un chico explica por teléfono quiénes son los jefes de zona de Secondigliano: –Son mocosos, muertos parlantes, muertos vivientes, muertos que se mueven... Sin más ni más cogen y te matan, pero total la vida ya está perdida... Jefes niños, kamikazes de los clanes que no van a morir por ninguna religión sino por dinero y poder, a costa de lo que sea, como único modo de vivir que vale la pena. La noche del 21 de enero, la misma noche de la detención de Cosimo Di Lauro, aparece el cuerpo de Giulio Ruggiero. Encuentran un coche quemado, un cuerpo en el asiento del conductor. Un cuerpo decapitado. La cabeza estaba en los asientos posteriores. Se la habían cortado. No de un hachazo, sino con una radial, esa sierra circular dentada que utilizan los herreros para limar las soldaduras. El peor instrumento de todos, pero precisamente por eso el más teatral. Primero cortar la carne y luego astillar el hueso del cuello. Debían de haber hecho la faena allí mismo, pues había jirones de carne por el suelo. Antes incluso de que se iniciaran las investigaciones, en la zona todos parecían estar seguros de que era un mensaje. Un símbolo. Cosimo Di Lauro no podía haber sido arrestado sin un chivatazo. Aquel cuerpo truncado era en el imaginario de todos el traidor. Tan solo quien ha vendido a un capo puede ser destrozado de ese modo. La sentencia se dicta antes de que empiecen las investigaciones. Da igual que se diga la verdad o se mienta. Miré aquel coche y aquella cabeza abandonados en Via Hugo Pratt sin bajar de la Vespa. Me llegaban a los oídos los detalles de cómo habían quemado el cuerpo y la cabeza cortada, de cómo habían llenado la boca de gasolina, puesto una mecha entre los dientes y, después de haberla encendido, habían esperado a que la cabeza explotara. Arranqué la Vespa y me fui. El 24 de enero, cuando llegué, estaba tendido en el suelo sobre las baldosas, muerto. Un enjambre de carabineros caminaba con nerviosismo por delante de la tienda donde había tenido lugar la ejecución. La enésima. –Un muerto al día se ha convertido en la cantinela de Nápoles -dice un chico nerviosismo que pasa por allí. Se para, se descubre ante el muerto, al que no ve, y se marcha. Cuando los killers entraron en la tienda ya apretaban las culatas de las pistolas. Estaba claro que no querían robar sino matar, castigar. Attilio intentó esconderse detrás del mostrador. Sabía que no servía de nada, pero quizá esperó que indicara que estaba desarmado, que no tenía nada que ver, que no había hecho nada. Tal vez se había dado cuenta de que aquellos dos eran soldados de la Camorra, de la guerra desatada por los Di Lauro. Le dispararon, vaciaron los cargadores y después del «servicio» salieron, hay quien dice que, con calma, como si hubieran comprado un móvil en lugar de matar a un individuo. Attilio Romanó está allí. Sangre por doquier. Casi parece que el alma se le haya salido por los orificios de bala que le han marcado todo el cuerpo. Cuando ves tanta sangre por el suelo empiezas a tocarte, compruebas que tú no estás herido, que en aquella sangre no está también la tuya, empiezas a entrar en un estado de ansiedad psicótica, intentas asegurarte de que no haya heridas en tu cuerpo, de que no te hayas herido por casualidad, sin darte cuenta. Y, aun así, no crees que en un hombre pueda haber tanta sangre, estás seguro de que tú tienes mucha menos. Cuando te convences de que esa sangre no la has perdido tú, no es suficiente: te sientes desangrado, aunque la hemorragia no sea tuya. Tú mismo te conviertes en hemorragia, notas las piernas flojas, la boca pastosa, notas las manos disueltas en aquel lago denso, quisieras que alguien te mirase el interior de los ojos para comprobar el nivel de anemia. Quisieras llamar a un enfermero y pedir una transfusión, quisieras tener el estómago menos cerrado y comer un filete, si consigues no vomitar. T ienes que cerrar los ojos y no respirar. El olor de sangre coagulada que ya ha impregnado también las paredes de la habitación sabe a hierro oxidado. Tienes que salir al aire libre antes de que echen serrín sobre la sangre, porque la mezcla despide un olor terrible que hace imposible contener las ganas de vomitar. No acababa de entender por qué había decidido una vez más ir al escenario del crimen. De una cosa estaba seguro: no es importante trazar el recorrido que conduce a lo que ha concluido, reconstruir el terrible drama que ha tenido lugar. Es inútil observar los círculos de tiza alrededor de los restos de los casquillos, que casi parecen un juego infantil de bolos. Lo que sí que hace falta es percatarse de si ha quedado algo. Quizá es eso lo que voy a buscar. Trato de percibir si todavía flota algo humano; si hay un sendero, una galería excavada por el gusano de la existencia que pueda desembocar en una solución, en una respuesta que dé el sentido real de lo que está ocurriendo. El cuerpo de Attilio continúa en el suelo cuando llegan los familiares. Dos mujeres, quizá su madre y su mujer, no lo sé. Caminan abrazadas, el hombro de una pegado al hombro de la otra, son las únicas que todavía esperan que no haya sucedido lo que ya saben perfectamente que ha sucedido. Pero van cogidas, se sostienen la una a la otra un instante antes de encontrarse ante la tragedia. En esos instantes, en los pasos de las mujeres y de las madres hacia el encuentro con el cuerpo acribillado, es cuando se intuye una irracional, disparatada, insensata confianza en el deseo humano. Esperan, esperan, esperan y siguen esperando que haya sido un error, una mentira que ha ido pasando de boca en boca, un malentendido del oficial de los carabineros que anunciaba el asesinato y el asesino. Como si obstinarse en creer algo pudiera realmente cambiar el curso de los acontecimientos. En ese momento, la presión arterial de la esperanza alcanza un máximo absoluto sin mínimo alguno. Pero no hay nada que hacer. Los gritos y los llantos muestran la fuerza de gravedad de lo real. Anillo está en el suelo. Trabajaba en una tienda de telefonía y, para redondear el sueldo, en un call center. Él y su mujer, Natalia, aún no tenían hijos. Todavía no era el momento, quizá no tenían recursos económicos para mantenerlo y a lo mejor esperaban la oportunidad de hacerlo crecer en otro lugar. Los días se reducían a horas de trabajo, y cuando tuvo la oportunidad y unos ahorros, Attilio consideró conveniente convertirse en accionista de esa tienda donde ha encontrado la muerte. Pero el otro socio es familia lejana de Pariante, el boss de Bacoli: un coronel de Di Lauro, uno de los que se le han puesto en contra. Attilio no lo sabe o al menos resta importancia al hecho, se fía de su socio, le basta con saber que es una persona que vive de su trabajo esforzándose mucho, demasiado. Resumiendo, aquí no se decide la propia suerte, el trabajo parece ser un privilegio, algo que una vez obtenido no se suelta, casi como una fortuna que te hubiera tocado, un hado benévolo que te ha escogido, aunque ese trabajo te obligue a estar fuera de casa trece horas al día, te deje medio domingo libre y te proporcione mil euros al mes que a duras penas te alcanzan para pagar un préstamo. Independientemente de cómo haya llegado el trabajo, hay que dar gracias y no hacer demasiadas preguntas, ni a uno mismo ni al destino. Sin embargo, alguien deja caer la sospecha. Y a partir de ese momento, el cuerpo de Attilio Romanó se halla expuesto a sumarse al de los soldados de la Camorra asesinados en los últimos meses. Los cuerpos son los mismos, pero las razones de la muerte son distintas, aunque se caiga en el mismo frente de guerra. Son los clanes los que deciden quién eres, cuál es tu bando en el Risiko [7] del conflicto. Los bandos se determinan con independencia de la voluntad individual. Cuando los ejércitos avanzan por la calle, no es posible establecer una dinámica externa a su estrategia, son ellos los que deciden el sentido, los motivos, las causas. En aquel instante, la tienda donde Attilio trabajaba era expresión de una economía vinculada al grupo de los Españoles, y esa economía tenía que ser eliminada. Natalia, «Nata», como la llamaba Attilio, era una chica abrumada por la tragedia. Se había casado hacía apenas cuatro meses, pero no recibe consuelo, en el funeral no está el presidente de la República, un ministro, el alcalde dándole la mano. Quizá sea mejor así; se ahorra la puesta en escena institucional. Pero lo que flota sobre la muerte de Attilio es una injusta desconfianza. Y la desconfianza es la conformidad silenciosa que se concede al orden de la Camorra. El enésimo consenso a la actuación de los clanes. Pero los compañeros del call center de «Attila», como lo llamaban por su violento deseo de vivir, organizan marchas nocturnas y se obstinan en caminar, aunque en el recorrido de la manifestación continúen produciéndose emboscadas, aunque la sangre continúe manchando la calle. Avanzan, encienden luces, se hacen oír, eliminan todo rastro de deshonra, borran toda sospecha. Attila ha muerto trabajando y no tenía ninguna relación con la Camorra. En realidad, después de cada emboscada la sospecha cae sobre todos. La máquina de los clanes es demasiado perfecta. No hay error. Hay castigo. Así que es al clan al que se da un voto de confianza, no a los familiares, que no entienden, no a los compañeros de trabajo, que lo conocen, no a la biografía de un individuo. En esta guerra se machaca a las personas sin ser culpables de nada, se las incluye en los efectos colaterales o en los probables culpables. Un chico, Dario Scherillo, de veintiséis años, asesinado el 26 de diciembre de 2004: mientras iba en motocicleta, le disparan en la cara y en el pecho, lo dejan morir en el suelo bañado en su propia sangre, que tiene tiempo de impregnar completamente la camisa. Un chico inocente. Le ha bastado con ser de Casavatore, una localidad maltratada por este conflicto. Para él, de nuevo silencio e incomprensión. Ningún recordatorio, placa o inscripción. –Cuando la Camorra mata a alguien, nunca se sabe -me dice un viejo que se hace la señal de la cruz cerca del lugar donde Dario ha caído. La sangre que hay en el suelo es de un rojo vivo. Toda la sangre no tiene el mismo color. La de Dario es púrpura, parece que todavía fluye. Los montones de serrín no acaban de absorberla. Al cabo de un rato, un coche, aprovechando el espacio vacío, aparca sobre la mancha de sangre. Y todo acaba. Todo queda cubierto. Ha sido asesinado para enviar un mensaje al país, un mensaje de carne metido en un sobre de sangre. Como en Bosnia, como en Argelia, como en Somalia, como en cualquier confusa guerra interna, cuando resulta difícil saber a qué bando perteneces, basta con matar a tu vecino, al perro, a un amigo o a un familiar. Un rumor de parentesco, una semejanza es condición suficiente para convertirse en blanco. No tienes más que pasar por una calle para recibir de inmediato una identidad de plomo. Lo importante es concentrar lo máximo posible dolor, tragedia y terror. Con el único objetivo de mostrar la fuerza absoluta, el dominio indiscutible, la imposibilidad de oponerse al poder verdadero, real, imperante. Hasta acostumbrarse a pensar como aquellos que podrían ofenderse por un gesto o por una palabra. Permanecer atentos, callados, ser prudentes para salvar la vida, para no tocar el cable de alta tensión de la vendetta. Mientras me alejaba, mientras se llevaban a Audio Romanó, empecé a comprender. A comprender por qué no hay un solo momento en que mi madre no me mire con preocupación, sin entender por qué no me voy de aquí, por qué no salgo huyendo, por qué continúo viviendo en este sitio infernal. Trataba de recordar cuántos caídos, asesinados, afectados ha habido desde que nací. No haría falta contar los muertos para comprender las economías de la Camorra, es más, son el elemento menos indicativo del poder real, pero son la huella más visible y la que consigue hacer razonar con el estómago de forma inmediata. Empiezo la cuenta: en 1979, cien muertos; en 1980, ciento cuarenta; en 1981, ciento diez; en 1982, doscientos sesenta y cuatro; en 1983, doscientos cuatro; en 1984, ciento cincuenta y cinco; en 1986, ciento siete; en 1987, ciento veintisiete; en 1988, ciento sesenta y ocho; en 1989, doscientos veintiocho; en 1990, doscientos veintidós; en 1991, doscientos veintitrés; en 1992, ciento sesenta; en 1993, ciento veinte; en 1994, ciento quince; en 1995, ciento cuarenta y ocho; en 1996, ciento cuarenta y siete; en 1997, ciento treinta; en 1998, ciento treinta y dos; en 1999, noventa y uno; en 2000, ciento dieciocho; en 2001, ochenta; en 2002, sesenta y tres; en 2003, ochenta y tres; en 2004, ciento cuarenta y dos; en 2005, noventa. Tres mil seiscientos muertos desde que nací. La Camorra ha matado más que la mafia siciliana, más que la 'Ndrangheta, más que la mafia rusa, más que las familias albanesas, más que el total de los muertos causados por ETA en España y por el IRA en Irlanda, más que las Brigadas Rojas, más que los NAR [8] y más que todos los crímenes de Estado cometidos en Italia. La Camorra ha matado más que nadie. Me viene a la mente una imagen. La del mapa del mundo que aparece con frecuencia en los periódicos. Destaca en algunos números de Le Monde Diplomatique, es ese mapa que indica con una llama resplandeciente todos los lugares de la tierra donde hay un conflicto. Kurdistán, Sudán, Kosovo, Timor Oriental. Acaba de poner los ojos en el sur de Italia. De sumar los montones de carne que se acumulan en cada guerra relacionada con la Camorra, la Mafia, la 'Ndrangheta, los Sacristi de Apulia o los Basilischi de Lucania [9] Pero no hay ni rastro de destellos, no hay dibujado ningún fuego. Esto es el corazón de Europa. Aquí se forja la mayor parte de la economía de la nación. Cuáles sean las estrategias utilizadas para su obtención, es lo de menos. Es necesario que la carne de matadero permanezca empantanada en los barrios de la periferia, reviente en el caos de cemento e inmundicia, en las fábricas clandestinas y en los almacenes de coca. Y que nadie lo mencione, que todo parezca una guerra de bandas, una guerra entre facinerosos. Y entonces comprendes también la mueca de tus amigos que han emigrado, que vuelven de Milán o de Padua y no saben en qué te has convertido. Te miran de arriba abajo para tratar de calcular tu peso específico e intuir si eres un chiachiello, una calamidad, o un bduono, un hombre de recursos. Un fracasado o un camorrista. Y ante la bifurcación de los caminos, sabes cuál estás recorriendo y no ves nada bueno al final del recorrido. Volví a casa, pero fui incapaz de estarme quieto. Bajé y me puse a correr, deprisa, cada vez más deprisa, las rodillas se torcían, los talones golpeteaban los glúteos, los brazos parecían descoyuntados y se agitaban como los de una marioneta. Correr, correr, seguir corriendo. El corazón se desbocaba, en la boca la saliva anegaba la lengua e inundaba los dientes. Notaba que la sangre hinchaba la carótida, rebosaba en el pecho; estaba sin aliento, aspiré por la nariz todo el aire posible y lo expulsé inmediatamente como un toro. Eché de nuevo a correr, con los ojos cerrados, con la sensación de tener las manos heladas y la cara ardiendo. Me parecía que toda aquella sangre vista en el suelo, perdida como por un grifo pasado de rosca, la había recuperado yo, la sentía en mi cuerpo. Por fin llegué al mar. Salté a las rocas, la oscuridad estaba impregnada de neblina, no se veían ni los faros de las embarcaciones que navegan por el golfo. El mar se encrespaba, empezaron a levantarse algunas olas, parecían no querer tocar el cieno del rompiente, pero tampoco volvían al remolino lejano de alta mar. Permanecen inmóviles en el vaivén del agua, resisten obstinadas en una imposible fijeza agarrándose a su cresta de espuma. Paradas, sin saber dónde el mar todavía es mar. Unas semanas más tarde empezaron a llegar periodistas. De todas partes; de repente, la Camorra había vuelto a existir en la región donde se creía que solo existían ya bandas y tironeros. Secondigliano se convirtió en unas horas en el centro de atención. Enviados especiales, fotógrafos de las agencias más importantes, hasta un equipo permanente de la BBC. Un chiquillo posa para que lo fotografíen junto a un reportero que lleva al hombro una cámara con el Togo de la CNN bien visible. –Son los mismos que están con Sadam -comentan riendo en Scampia. Filmados por aquellas cámaras de televisión se sienten transportados al centro del mundo. Una atención que parece conferir por primera vez a aquellos lugares una existencia real. La matanza de Secondigliano atrae una atención que no suscitaban las dinámicas de la Camorra desde hacía veinte años. En el norte de Nápoles, la guerra mata en poco tiempo, respeta los criterios periodísticos de la crónica, en poco más de un mes acumula decenas y decenas de víctimas. Parece hecha aposta para dar un muerto a cada enviado. El éxito a todos. Vienen becarios en tropel a hacer prácticas. Aparecen micrófonos por todas partes para entrevistar a camellos, cámaras para reproducir el tétrico perfil anguloso de las Velas. Algunos incluso consiguen entrevistar a presuntos camellos, tomándolos de espaldas. En cambio, casi todos dan unas monedas a los heroinómanos, que mascullan su historia. Dos chicas, dos periodistas hacen que su operador las fotografie delante de una carcasa de coche quemada que aún no han retirado. Ya tienen un recuerdo de su primera guerra menor como cronistas. Un periodista francés me telefonea preguntándome si tiene que traer el chaleco antibalas, teniendo en cuenta que quiere ir a fotografiar la mansión de Cosimo Di Lauro. Los equipos van de un lado a otro en coche, fotografían, filman, como exploradores en un bosque donde todo está transformándose en estenografía. Algún que otro periodista se mueve con escolta. Para describir Secondigliano, la peor opción es hacerse escoltar por la policía. Scampia no es un lugar inaccesible, la fuerza de esta plaza del narcotráfico es precisamente su accesibilidad total y garantizada para todo el mundo. Los periodistas que van con escolta solo pueden captar con la mirada lo que encuentran en cualquier noticia dada por las agencias de prensa. Como estar delante del ordenador en la redacción, con la diferencia de estar moviéndose. Más de cien periodistas en poco menos de dos semanas. De repente, la plaza de la droga de Europa empieza a existir. Los propios policías se encuentran asediados, todos quieren participar en operaciones, ver al menos arrestar a un camello, registrar una casa. Todos quieren meter en los quince minutos de reportaje algunas imágenes de esposas y algunas metralletas incautadas. Muchos oficiales empiezan a quitarse de encima a los numerosos reporteros y neoperiodistas de investigación haciéndoles fotografiar a policías de paisano que fingen ser camellos. Una manera de darles lo que quieren sin perder demasiado tiempo. Lo peor posible en el menor tiempo posible. Lo peor de lo peor, el horror del horror, transmitir la tragedia, la sangre, las tripas, los disparos de metralleta, los cráneos atravesados, las carnes quemadas. Lo peor que cuentan es solo la purria de lo peor. Muchos cronistas creen encontrar en Secondigliano el gueto de Europa, la miseria absoluta. Si consiguieran no escapar, se darían cuenta de que tienen delante los pilares de la economía, el filón oculto, las tinieblas donde encuentra energía el corazón palpitante del mercado. Recibía de los periodistas de televisión las propuestas más increíbles. Algunos me pidieron que me pusiera una microcámara en una oreja y recorriera las calles «que yo conocía», siguiendo a personas «que yo sabía». Soñaban con que Scampia les proporcionara material para un episodio de un reality con homicidio y venta de droga incluidos. Un guionista me dio un texto que contaba una historia de sangre y muerte, en la que el diablo del Nuevo Siglo era concebido en el barrio Tercer Mundo. Durante un mes cené gratis todas las noches, me invitaban los equipos de televisión para hacerme propuestas absurdas, para tratar de obtener información. Durante el período de la faida se creó en Secondigliano y Scampia un auténtico mercado de acompañantes, portavoces oficiales, confidentes, guías indios en la reserva de la Camorra. Muchísimos jóvenes tenían una técnica. Merodeaban en torno a los emplazamientos de los periodistas fingiendo que vendían droga o fingiendo ser poli, y en cuanto uno hacía acopio de valor para acercárseles, enseguida se declaraban dispuestos a contar, a explicar, a dejarse filmar. Inmediatamente anunciaban las tarifas: cincuenta euros por el testimonio, cien euros por un recorrido por las plazas de venta de droga, doscientos por entrar en la casa de algún camello que vivía en las Velas. Para comprender el ciclo del oro no se pueden mirar solo las pepitas y la mina. Hay que partir de Secondigliano y seguir el rastro de los imperios de los clanes. Las guerras de la Camorra sitúan las localidades dominadas por las familias en el mapa geográfico, el interior de la Campania, las «tierras del hueso»,[10] territorios que algunos llaman el Far West de Italia y que, según una violenta leyenda, son más ricos en metralletas que en tenedores. Pero, aparte de la violencia que surge en períodos concretos, aquí se crea una riqueza exponencial de la que estas tierras solo ven resplandores lejanos. Sin embargo, no se cuenta nada de esto, las televisiones, los enviados, sus trabajos, todo lo llena la estética de los arrabales napolitanos. El 29 de enero matan a Vincenzo De Gennaro. El 31, en una charcutería, a Vittorio Bevilacqua. El I de febrero, Giovanni Orabona, Giuseppe Pizzone y Antonio Patrizio son asesinados. Los matan empleando una estratagema antigua pero todavía eficaz: los killers fingen ser policías. Giovanni Orabona, de veintitrés años, era delantero del Real Casavatore. Iban andando cuando un automóvil los paró. Llevaba una sirena en el techo. Bajaron dos hombres con el documento de identificación de la policía. Los jóvenes no intentaron huir ni oponer resistencia. Sabían cómo debían comportarse, se dejaron esposar y subieron al coche. Al poco, el coche se detuvo de pronto y los hicieron bajar. Quizá no comprendieron enseguida lo que pasaba, pero cuando vieron las pistolas todo quedó claro. Era una emboscada. No eran policías, sino los Españoles. El grupo rebelde. A dos los liquidaron en el acto obligándolos a arrodillarse y disparándoles en la cabeza; el tercero, a juzgar por las huellas encontradas en el lugar, había intentado escapar, con las manos atadas tras la espalda y la cabeza como único eje de equilibrio. Cayó. Se levantó. Volvió a caer. Lo alcanzaron, le metieron una automática en la boca. El cadáver tenía los dientes rotos; el chico debía de haber intentado morder el cañón de la pistola, por instinto, como para romperla. El 27 de febrero llegó de Barcelona la noticia de la detención de Raffaele Amato. Estaba jugando al black jack en un casino; intentaba aligerarse los bolsillos. Los Di Lauro solo habían conseguido atentar contra su primo Rosario incendiándole la casa. Según las acusaciones de la magistratura napolitana, Amato era el capo carismático de los Españoles. Había crecido en Via Cupa dell'Arco, la calle de Paolo Di Lauro y de su familia. Amato se había convertido en un dirigente de peso desde que hacía de intermediario en las operaciones de tráfico de droga y gestionaba las apuestas de inversión. Según las acusaciones de los arrepentidos y las investigaciones de la Antimafia, gozaba de un crédito ilimitado con los traficantes internacionales y llegaba a importar toneladas de cocaína. Antes de que los policías con pasamontañas lo derribaran con la cara contra el suelo, Raffaele Amato ya había sido arrestado durante una redada en un hotel de Casandrino, junto con otro lugarteniente del grupo y un importante traficante albanés, que tenía un intérprete de lujo para que lo ayudara en los negocios: el sobrino de un ministro de Tirana. El 5 de febrero le toca el turno a Angelo Romano. El 3 de marzo, Davide Chiarolanza es asesinado en Melito. Había reconocido a los killers, quizá hasta le habían dado cita. Lo liquidaron mientras intentaba escapar hacia su coche. Pero ni la magistratura ni la policía y los carabineros consiguen detener la faida. Las fuerzas del orden taponan, apartan brazos, pero no parece que logren detener la hemorragia militar. Mientras, la prensa sigue la crónica negra enredándose en interpretaciones y valoraciones, un diario napolitano da la noticia de un pacto entre los Españoles y los Di Lauro, un pacto de paz momentánea, firmado con la mediación del clan Licciardi. Un pacto deseado por los otros clanes de Secondigliano y quizá también por los otros cárteles camorristas, que temían que el prolongado silencio sobre su poder pudiera ser interrumpido por el conflicto. Era preciso permitir de nuevo que el espacio legal se desentendiera de los territorios de acumulación criminal. El pacto no fue redactado por un bous carismático una noche en el calabozo. No fue difundido a escondidas, sino publicado en un periódico, un diario. El 27 de junio de 2005 se pudo leer en los quioscos. Estos son los puntos de acuerdo publicados: 1) Los secesionistas han exigido la devolución de las viviendas desalojadas entre noviembre y enero en Scampia y Secondigliano: unas ochocientas personas obligadas por el grupo de choque de Di Lauro a dejar las casas. 2) El monopolio de los Di Lauro en el mercado de la droga queda roto. No se da marcha atrás. El territorio tendrá que ser repartido de forma equitativa. La provincia para los secesionistas; Nápoles para los Di Lauro. 3) Los secesionistas podrán utilizar sus propios canales para importar droga, sin tener que recurrir obligatoriamente a la mediación de los Di Lauro. 4) Las venganzas privadas son independientes de los negocios, es decir, los negocios son más importantes que las cuestiones personales. Si en lo sucesivo se ejecuta una venganza relacionada con la faida, no se reanudarán las hostilidades, sino que permanecerá en la esfera de lo privado. El boss de los boss secondiglianeses debe de haber vuelto. Ha sido visto en todas partes, desde Apulia hasta Canadá. Los servicios secretos llevan meses moviéndose para pillarlo. Paolo Di Lauro deja huellas, minúsculas, invisibles, como su poder antes de la faida. Parece ser que lo han operado en una clínica marsellesa, la misma donde se cree que estuvo el boss de la Cosa Nostra, Bernardo Provenzano. Ha vuelto para firmar la paz o para limitar los daños. Está aquí, ya se siente su presencia, la atmósfera ha cambiado. El boss desaparecido desde hace diez años, el que en una conversación telefónica de un afiliado atenía que volver, aun a costa de exponerse a la cárcel». El boss fantasma, de rostro desconocido incluso para los afiliados: –Por favor, déjame verlo, solo un momento, lo miro y enseguida me voy -le había pedido un afiliado al boss Maurizio Prestieri. El 16 de septiembre de 2005 pillan a Paolo Di Lauro en Via Canonico Stornaiulo. Escondido en la modesta casa de Fortunata Liguori, la mujer de un afiliado de poco rango. Una casa anónima como la que había elegido su hijo Cosimo para instalarse cuando estaba huido de la justicia. En el bosque de cemento es más fácil camuflarse, en casas corrientes se vive sin rostro y con sigilo. La ausencia urbana es más total, más anónima que esconderse en un sótano o en un doble fondo. Paolo Di Lauro había estado a punto de ser arrestado el día de su cumpleaños. El desafío máximo era ir a casa a comer con la familia mientras la policía de media Europa lo perseguía. Pero alguien lo avisó a tiempo. Cuando los carabineros entraron en la residencia familiar, encontraron la mesa puesta con su sitio vacío. En esta ocasión, sin embargo, las unidades especiales de los carabineros, los ROS, van sobre seguro. Los carabineros están nerviosismos cuando entran en la casa. Son las cuatro de la madrugada, después de toda una noche de observación. Pero el boss no se inmuta, es más, los calma. –Entrad... yo estoy tranquilo... no pasa nada. Veinte coches patrulla escoltan el automóvil en el que le hacen subir, más cuatro liebres, las motos que lo preceden para comprobar que todo esté tranquilo. El cortejo se aleja, el boss va en el blindado. Había tres posibles recorridos para trasladarlo al cuartel. Atravesar Via Capodimonte para ir a toda pastilla por Via Pessina y la plaza Dante, o bien cerrar todos los accesos al Corso Secondigliano y tomar la carretera de circunvalación para dirigirse al Vomero. En caso de máximo peligro, habían previsto hacer que aterrizara un helicóptero y trasladarlo por aire. Las liebres informan de que en el recorrido hay un coche sospechoso. Todos esperan una emboscada. Pero es una falsa alarma. Trasladan al boss al cuartel de los carabineros de Via Pastrengo, en el corazón de Nápoles. El helicóptero desciende y el polvo y el mantillo del parterre del centro de la plaza empiezan a agitarse en un remolino a media altura lleno de bolsas de plástico, pañuelos de papel y hojas de periódico. Un remolino de basura. No hay ningún peligro. Pero es preciso proclamar el arresto, mostrar que se ha conseguido prender lo inaprensible, detener al boss. Cuando llega el carrusel de blindados y coches patrulla, y los carabineros ven que los periodistas ya están presentes en la entrada del cuartel, se sientan a horcajadas sobre la portezuela del automóvil. Utilizando las ventanillas a modo de sillines, empuñan ostensiblemente la pistola y llevan pasamontañas y el chaleco de los carabineros. Desde el arresto de Giovanni Brusca, no hay carabinero ni policía que no quiera que lo fotografíen en esa posición. El desahogo por las noches de vigilancia, la satisfacción por la presa capturada, la astucia de gabinete de prensa para ocupar con toda certeza las primeras páginas. Cuando Paolo Di Lauro sale del cuartel, no tiene la arrogancia de su hijo Cosimo, se dobla por la cintura mirando al suelo, solo deja la calva desnuda ante las cámaras y los fotógrafos. Quizá sea simplemente un modo de protegerse. Dejarse fotografiar por cientos de objetivos desde todos los ángulos, dejarse filmar por decenas de cámaras de televisión habría supuesto mostrar su rostro a toda Italia, lo que tal vez hubiera llevado a algunos vecinos a denunciar que lo habían visto, que habían estado a su lado. Mejor no facilitar las investigaciones, mejor no desvelar sus itinerarios clandestinos. Sin embargo, algunos interpretan su cabeza agachada como un simple gesto de desgana por los flashes y las cámaras, la desazón de ser reducido a animal de feria. Unos días más tarde, Paolo Di Lauro fue conducido al tribunal, a la sala 215. Tomé asiento entre los parientes. La única palabra que el boss pronunció fue iPresentes! Todo lo demás lo dijo sin voz. Gestos, guiños y sonrisas se convierten en la sintaxis muda a través de la cual se comunica desde su jaula. Saluda, responde, tranquiliza. Detrás de mí tomó asiento un hombretón canoso. Paolo Di Lauro parecía mirarme, pero en realidad había visto al hombre que estaba a mi espalda. Se miraron por espacio de unos segundos; luego el boss le guiñó un ojo. Parece ser que muchos, al enterarse de la detención, habían ido a saludar al boss, al que no habían podido ver durante años porque estaba en busca y captura. Paolo Di Lauro llevaba vaqueros y un polo oscuro. En los pies, unos Paciotti, los zapatos que calzan todos los dirigentes de los clanes de esta zona. Los celadores le liberaron las muñecas quitándole las esposas. Una jaula solo para él. Entra en la sala la flor y nata de los clanes del norte de Nápoles: Raffaele Abbinante, Enrico D'Avanzo, Giuseppe Criscuolo, Arcangelo Valentino, Maria Prestieri, Maurizio Prestieri, Salvatore Britti y Vincenzo Di Lauro. Hombres y ex hombres del boss, ahora divididos en dos jaulas: fieles y Españoles. El más elegante es Prestieri: americana azul marino y camisa Oxford azul celeste. Es él el primero que se acerca al cristal de protección que lo separa del boss. Se saludan. Llega también Enrico D'Avanzo, llegan incluso a susurrar algo entre las rendijas del cristal antibalas. Muchos dirigentes no lo veían desde hacía años. Su hijo Vincenzo no ha estado con él desde que en 2002 huyó de la justicia y se refugió en Chivasso, en el Piamonte, donde fue arrestado en 2004. No aparté la mirada del boss. Cada gesto, cada mueca me parecía suficiente para llenar páginas enteras de interpretaciones, para crear nuevos códigos de la gramática de los gestos. Con su hijo, sin embargo, mantuvo un extraño diálogo silencioso. Vincenzo señaló con el índice el dedo anular de su mano izquierda, como para preguntar a su padre: «¿Y la alianza?. El boss se pasó las manos por ambos lados de la cabeza y luego las movió como si fuera al volante, conduciendo. Me costaba descifrar los gestos. La interpretación que hicieron los periódicos fue que Vincenzo le había preguntado a su padre cómo es que no llevaba la alianza, y su padre le había dado a entender que los carabineros le habían quitado todo el oro. Después de los gestos, los guiños, los rapidísimos movimientos de labios y las manos pegadas al cristal blindado, Paolo Di Lauro se quedó mirando a su hijo con una sonrisa en los labios. Se dieron un beso a través del cristal. Al finalizar la audiencia, el abogado del boss pidió que se les permitiera darse un abrazo. La petición fue concedida. Siete policías lo vigilaban. –Estás pálido -dijo Vincenzo. Y su padre le contestó, mirándolo a los ojos: –Hace muchos años que esta cara no ve el sol. Muchos prófugos llegan al límite de sus fuerzas antes de ser capturados. La huida continua demuestra la imposibilidad de disfrutar de la propia riqueza y eso hace que los boss estén todavía más en simbiosis con su propio estado mayor, que se convierte en la única medida verdadera de su éxito económico y social. Los sistemas de protección, la morbosa y obsesiva necesidad de planificar cada paso, la mayor parte del tiempo encerrados en una habitación dirigiendo y coordinando los negocios y las empresas, hacen vivir a los boss prófugos como prisioneros del propio negocio. En la sala del tribunal, una señora me contó un episodio de cuando Di Lauro estaba huido de la justicia. Por su aspecto podía ser una profesora; llevaba el pelo teñido de un color más amarillo que rubio, con una ancha raya de su color natural. Cuando empezó a hablar, tenía la voz ronca y grave. Se remontaba a la época en que Paolo Di Lauro todavía andaba por Secondigliano, obligado a moverse siguiendo meticulosas estrategias. Casi parecía que estuviera disgustada por las privaciones del boss. Me decía que Di Lauro tenía cinco coches del mismo color y modelo y con la misma matrícula. Cuando tenía que trasladarse, hacía que salieran los cinco, pero evidentemente él solo montaba en uno. Los cinco llevaban escolta, y ninguno de sus hombres sabía con certeza en qué automóvil iba él. El coche salía de la residencia, y ellos lo seguían para escoltarlo. Una manera segura de evitar traiciones, aunque solo fuera la más inmediata de indicar que el boss se estaba moviendo. La señora lo contaba en un tono de profunda conmiseración por el sufrimiento y la soledad de un hombre obligado siempre a pensar que iban a matarlo. Después del baile de gestos y abrazos, después de los saludos y los guiños de los personajes pertenecientes al poder más feroz de Nápoles, el cristal blindado que separaba al boss de los demás estaba lleno de marcas de todo tipo: huellas de manos, rastros de grasa, sombras de labios. Menos de veinticuatro horas después de la detención del boss, encontraron en la rotonda de Arzano a un chico polaco que temblaba como una hoja mientras intentaba con dificultad tirar a la basura un enorme fardo. El polaco iba manchado de sangre y el miedo dificultaba sus movimientos. El fardo era un cuerpo. Un cuerpo maltratado, torturado, desfigurado de un modo tan atroz que parecía imposible que se pudiera destrozar así un cuerpo. Una mina que hubieran hecho tragar a alguien y hubiera explotado en su estómago habría causado menos estragos. El cuerpo era de Edoardo La Monica, pero ya no se distinguían sus facciones. La cara solo tenía labios; el resto estaba hecho cisco. El cuerpo, repleto de orificios, estaba cubierto de costras de sangre. Lo habían atado y, con una maza de clavos, torturado lentamente, durante horas. Cada mazazo sobre el cuerpo era un agujero, mazazos que no solo rompían los huesos sino que agujereaban la carne, clavos que entraban y salían. Le habían cortado las orejas, rebanado la lengua, roto las muñecas y sacado los ojos con un destornillador estando vivo, despierto, consciente. Y luego, para matarlo, le habían machacado la cara con un martillo, y con un cuchillo le habían grabado una cruz sobre los labios. El cuerpo debía acabar en la basura para que lo encontraran podrido, entre la inmundicia de un vertedero. Todos entienden claramente el mensaje escrito en la carne, aunque no hay más pruebas que esa tortura. Cortadas las orejas con las que has oído dónde estaba escondido el boss, rotas las muñecas con las que has movido las manos para recibir el dinero, arrancados los ojos con los que has visto, rebanada la lengua con la que has hablado. La cara que has perdido ante el Sistema haciendo lo que has hecho, destrozada. Sellados los labios con la cruz: cerrados para siempre por la fe que has traicionado. Edoardo La Monica era intachable. Tenía un apellido de muchísimo peso, el de una familia que había hecho de Secondigliano una tierra de Camorra y un filón para los negocios. La familia en la que Paolo Di Lauro había dado los primeros pasos. La muerte de Edoardo La Monica es similar a la de Giulio Ruggiero. Ambos maltratados, torturados con meticulosidad pocas horas después de las respectivas detenciones de los boss. Descarnados, machacados, despedazados, desollados. No se veían homicidios cometidos con tan diligente y sanguinaria voluntad simbólica desde hacía años: desde el fin del poder de Cutolo y de su killer Pasquale Barra, llamado «'o Nimale», famoso por haber matado en la cárcel a Francis Turatello y haberle mordido el corazón después de habérselo arrancado del pecho con las manos. Estos ritos habían desaparecido, pero la faida de Secondigliano los había desenterrado y había convertido cada gesto, cada centímetro de carne, cada palabra en un instrumento de comunicación de guerra. En rueda de prensa, los oficiales de los ROS declararon que la detención había sido posible gracias a que habían localizado a la proveedora que compraba el pescado preferido de Di Lauro, el besugo. El relato parecía demasiado perfecto para deteriorar la imagen de un boss poderosísimo, capaz de movilizar a cientos de vigilantes pero que al final se había dejado atrapar por un pecado de gula. En Secondigliano ni por un segundo resultó creíble la historia del seguimiento de la pista del besugo. Muchos señalaban más bien al SISDE (Servicio para la Información y la Seguridad Democrática) como único responsable del arresto. El SISDE había intervenido, lo confirmaban incluso las fuerzas del orden, pero resultaba realmente muy difícil advertir su presencia en Secondigliano. El indicio de algo que se acercaba mucho a la hipótesis de muchos cronistas, esto es, que el SISDE había puesto a sueldo a diversas personas de la zona a cambio de información o de no interferencia, lo había oído fragmentariamente en algunas charlas de bar. Hombres que, mientras tomaban un café o un cappuccino con un cruasán, pronunciaban frases de este tipo: –Ya que recibes dinero de James Bond... En aquellos días oí nombrar dos veces de forma furtiva o alusiva a 007, un hecho demasiado insignificante y ridículo para concluir algo de él, pero al mismo tiempo demasiado anómalo para pasar inadvertido. La estrategia de los servicios secretos en el arresto de Di Lauro podría haber sido la de localizar a los responsables técnicos de los vigilantes y comprarlos, para poder desplazar a todos los poli y los centinelas a otras zonas y de ese modo impedir que dieran la alarma e hicieran huir al boss. La familia de Edoardo La Monica desmintió su posible implicación afirmando que el joven nunca había formado parte del Sistema, que tenía miedo de los clanes y sus negocios. Quizá pagó por otro de su familia, pero la quirúrgica tortura parecía encargada para ser recibida, no enviada a través de su cuerpo a otra persona. Un día vi un grupito de gente no lejos de donde habían encontrado el cuerpo de Edoardo La Monica. Un chico empezó a señalar su dedo anular y luego, tocándose la cabeza, a mover los labios sin emitir ningún sonido. Enseguida me vino a la mente, como si se hubiera encendido una cerilla delante de mis ojos, el gesto deVincenzo Di Lauro en la sala del tribunal, aquel gesto extraño, insólito, aquel preguntar antes de nada, después de años sin ver a su padre, por el anillo. El anillo, en napolitano aniello. Un mensaje para indicar Aniello y el anular como alianza. En consecuencia, la fidelidad traicionada, como si estuviera señalando la cepa familiar de la traición. De dónde procedía la responsabilidad del arresto. Quién había hablado. Aniello La Monica era el patriarca de la familia. Durante años, en el barrio llamaron a los La Monica los «Anielli», al igual que llamaban a los Gionta de Torre Annunziata los «Valentina», por el boss Valentino Gionta. Según las declaraciones del arrepentido Ruocco y de Luigi Giuliano, Aniello La Monica había sido liquidado precisamente por su ahijado Paolo Di Lauro. Es verdad que todos los hombres de los La Monica están en las filas de los Di Lauro. Pero esta muerte atroz podría ser el castigo por la venganza de aquella muerte de hace veinte años, una venganza servida fría, helada, mediante una delación más violenta que una ráfaga de balas. Una memoria paciente, infinitamente paciente. Una memoria que parecen compartir los clanes que se han sucedido en la cima del poder en Secondigliano y el propio barrio en el que estos reinan. Pero que continúa basándose en rumores, hipótesis y sospechas, capaces tal vez de producir efectos como una detención clamorosa o un cuerpo torturado, pero jamás de plasmarse en verdad. Una verdad que siempre debe ser interpretada, como un jeroglífico que, según te dicen, es mejor no descifrar. Secondigliano había vuelto a vivir movida por sus mecanismos económicos de siempre. Los Españoles y los Di Lauro tenían a todos los dirigentes encarcelados. Nuevos jefes de zona estaban descollando, nuevos dirigentes jovencísimos empezaban a dar los primeros pasos en las esferas del mando. La palabra faida desapareció con el paso de los meses y empezó a sustituirse por «Vietnam». –Ese... ha hecho el Vietnam... así que ahora tiene que estar tranquilo. –Después del Vietnam aquí todos tienen miedo... -¿ El Vietnam ha acabado o no? Son fragmentos de frases pronunciadas en los móviles por las nuevas generaciones del clan. Llamadas interceptadas por los carabineros para desembocar el 8 de febrero de 2006 en la detención de Salvatore Di Lauro, el hijo de dieciocho años del boss, que había empezado a coordinar un pequeño ejército de chiquillos para vender droga. Los Españoles perdieron la batalla, pero parece ser que consiguieron su objetivo de hacerse autónomos, con un cártel propio y hegemónico dirigido por chavales jovencísimos. Los carabineros interceptaron un SMS que una chiquilla mandó a un jefe de plaza jovencísimo, detenido durante el período de la faida y que volvió a vender droga nada más salir de la cárcel: –Enhorabuena por el trabajo y el regreso al barrio, me emociona tu victoria, ¡felicidades! La victoria era la militar; la felicitación, por haber combatido en el lado bueno. Los Di Lauro están en prisión, pero han salvado la piel y el negocio, por lo menos el familiar. La situación se calmó de repente después de las negociaciones entre los clanes y de los arrestos. Vagaba por una Secondigliano agotada, pisada por demasiadas personas, fotografiada, filmada, violada. Cansada de todo. Me paraba delante de los murales de Felice Pignataro, delante de los rostros del sol, de los híbridos de calavera y payaso. Murales que estampaban en el cemento armado un sello de ligera e inesperada belleza. De pronto estallaron en el cielo unos fuegos artificiales, y el ruido obsesivo de los cohetes no se acababa nunca. Los equipos periodísticos que estaban desmantelando sus cuarteles después del arresto del boss fueron en tromba a ver qué pasaba. El último reportaje sensacional: dos edificios enteros estaban de fiesta. Conectaron los micrófonos, los focos iluminaban las caras, telefonearon al jefe de sección para anunciar un reportaje sobre los festejos de los Españoles por la detención de Paolo Di Lauro. Me acerqué para preguntar qué pasaba; un chico me respondió, contento por mi pregunta: –Es por Peppino, ha salido del coma. Peppino se dirigía al trabajo, hace un año, cuando su Ape, el motocarro con el que iba al mercado, había empezado a derrapar y había volcado. Las calles napolitanas son hidrosolubles, después de dos horas de lluvia el basalto empieza a flotar y el asfalto se deshace como si estuviera mezclado con sal. El motocarro volcó y Peppino sufrió un gravísimo traumatismo craneal. Para sacarlo del terraplén al que había ido a parar el motocarro, utilizaron un tractor que habían hecho traer del campo. Después de un año en coma, se había despertado, y al cabo de unos meses el hospital le había dado el alta para irse a casa. El barrio celebró su regreso. Nada más bajar del coche, mientras todavía estaban instalándolo en la silla de ruedas, habían lanzado los primeros cohetes. Los niños se hacían fotografiar acariciándole la cabeza, completamente afeitada. La madre de Peppino lo protegía de caricias y besos demasiado efusivos para sus menguadas fuerzas. Los enviados que estaban en el lugar de los hechos telefonearon de nuevo a las redacciones, lo anularon todo, la serenata calibre 38 que querían filmar se había transformado en una fiesta para un chiquillo que había salido del coma. Dieron media vuelta para volver a los hoteles; yo seguí. Me metí en casa de Peppino, encantado de colarme en una fiesta demasiado alegre para perdérsela. Durante toda la noche brindé a la salud de Peppino con toda la gente del edificio. Repartida por las escaleras, entre descansillos y puertas abiertas sin saber muy bien de quién eran las casas abiertas y con las mesas rebosantes de cosas. Totalmente empapado de vino, me puse a hacer viajes con la Vespa entre un bar todavía abierto y la casa de Peppino, para aprovisionar a todos de vino tinto y Coca-Cola. Aquella noche Secondigliano estaba silenciosa y extenuada. Sin periodistas ni helicópteros. Sin vigilantes y pali. Un silencio que daba ganas de dormir, como por la tarde sobre la arena, con los brazos cruzados debajo de la nuca sin pensar en nada.

Gomorra-Roberto SavianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora