CAPÍTULO CUATRO (La mañana en Tejas Verdes)

15 1 0
                                    

Era pleno día cuando Ana despertó sentándose en la cama y mirando

confusamente la ventana, por la que entraba una alegre luz y a través de la cual

se agitaba algo blanco.

Por un instante no pudo reconocer dónde estaba. Primero fue un

estremecimiento delicioso, como de algo placentero; luego, un horrible

recuerdo. ¡Estaba en «Tejas Verdes» y no la querían porque no era un

muchacho!

Pero era de mañana y, sí, frente a su ventana había un cerezo en flor. Saltó

de la cama y cruzó la habitación. Alzó la ventana, dura y ruidosa, como si no

hubiera sido abierta durante largo tiempo, y ésta quedó tan encajada que no

hizo falta asegurarla.

Ana cayó de rodillas y contempló la mañana de junio, con los ojos

brillantes de alegría. Oh, ¿no era hermoso? ¿No era un lugar maravilloso?

Supongamos que no fuera a quedarse realmente. Podría imaginar que sí. En

este lugar había campo para la imaginación.

Fuera crecía un enorme cerezo, tan cercano que sus ramas daban contra la

casa y tan cargado de flores, que apenas si se veía una hoja. A ambos lados de

la casa había una plantación de manzanos y otra de cerezos, también cubiertos

de flores, y la hierba estaba salpicada de dientes de león. Desde el jardín, las

lilas púrpura alzaban su mareante y dulce fragancia hasta la ventana.

Más allá del jardín, un campo arado y plantado con ajos descendía hasta la

hondonada donde corría el arroyo y donde crecían filas de blancos abedules,

surgiendo gallardamente de un suelo que sugería deliciosos helechos, musgos

y otras muestras de vegetación. Más a lo lejos, había una colina, verde y

emplumada por pinos y abetos, donde, en un hueco, estaba el grisáceo tejado

de la casita que viera desde el otro lado del Lago de las Aguas Refulgentes.

Lejos, a la izquierda, se hallaban los grandes establos y más allá de los

verdes campos descendentes, se veía el chispeante azul del mar.

Los ojos de Ana, amantes de la belleza, vagaron por todo aquello,

contemplándolo ávidamente; la pobre criatura había visto muchos lugares feos

en su vida, y aquello era más hermoso de lo que pudiera soñar.

Permaneció arrodillada, perdida para todo excepto para aquella belleza,

hasta que una mano que se posó en su hombro la devolvió a la realidad.

Marilla había entrado sin ser oída por la pequeña soñadora.

—Es hora de que te vistas —dijo severamente.

En realidad, Marilla no sabía cómo hablarle a la niña y su incómoda

ignorancia la hacía seca e hiriente, cuando en realidad no quería serlo.

Ana se puso en pie, aspirando profundamente.

—¿No es hermoso? —dijo, abarcando con un movimiento de la mano el

Anne Of The Green Gables (Ana De Las Tejas Verdes)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora