Summer solstice

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Aquella fecha había llegado sin que el hijo de la Guerra fuera consciente del paso de los días. Las semanas habían transcurrido sin grandes acontecimientos y al hijo de la Guerra le costaba creer que, una vez más, se encontrara en casa del hijo del Sol para celebrar otro solsticio. Mingi, como se hacía llamar aquel hijo del Sol, adoraba celebrar exageradas fiestas con abundante comida y bebida, y música para bailar desde que salía el sol hasta que se ponía. Acudían a sus fiestas muchos hijos de muchas deidades, grandes o menores, gente con la que el hijo de la Guerra se había criado, gente que el hijo de la Guerra no había visto en todos sus años de existencia y que no tenía planes en conocer. Aquel muchacho era una criatura de hábito y añadir más personas a su estrecho círculo era demasiado para él. Era un agobio tener que aprender caras, nombres, información nueva; entablar conversaciones, fingir sonrisas y olvidar que algunas relaciones nunca llegarían a nada por problemas ajenos a ellos. (El hijo de la Guerra no quería ni pensar en las relaciones que había visto hacerse pedazos simplemente porque sus progenitores se odiaban entre ellos). Por eso mismo, mantenía a sus pocos amigos cerca pero no demasiado, y no buscaba tener más. Sin embargo, en aquella fiesta por el solsticio y con una copa de vino dulce en la mano, el muchacho se cuestionó sus propias normas y estuvo a punto de romperlas por una bonita cara al otro lado de la habitación. No era la primera vez que se veían, no. En otras fiestas sus caminos se habían cruzado, aunque el hijo de la Guerra nunca le había dedicado al hijo del Amor más que un par de segundos de atención.

Ni siquiera sabía su nombre pues no se había molestado en preguntarlo; tampoco le había interesado saberlo. Además, estaba más que seguro de que él tampoco sabía su nombre. O sí, el hijo de la Guerra solía estar mucho en la boca de otros por provocar discusiones y peleas allá donde iba. Aunque, a su parecer, exageraban de más. Él era una persona tranquila y amable, ¡que si de vez en cuando le lanzaba un puñetazo a alguien! No era como si siempre estuviera peleando o gritando, pero a nadie le importaba la personalidad afable del hijo de la Guerra. Como retoño de su padre, era de esperarse que sacara una espada a la más mínima provocación para cortar cuellos.

El hijo de la Guerra miró por un momento al anfitrión de la fiesta. Mingi, hijo del Sol, se veía precioso. Su melena roja despeinada y salvaje, su tiara de oro decorando su cabeza, su vestimenta elegante y regia. Aunque siempre lo había encontrado de buen ver, el hijo de la Guerra no podía evitar pensar que Mingi se veía espléndido durante los solsticios. Brillaba con luz propia y el sonrojo de sus mejillas era verdaderamente adorable. Hubiera apreciado por más tiempo la belleza innegable de su amigo de haber sido otra tarde cualquiera en la que pensamientos del hijo del Amor no le estuvieran aturdiendo la mente. ¿Cómo era posible que nunca antes le hubiera prestado la atención suficiente como para darse cuenta de lo cautivador que era? Al ser hijo del Amor, aquel ser parecía casi inalcanzable. Resplandecía incluso más que Mingi, lo cual era casi imposible. Tenía un cabello rubio un poco largo, decorado con varias trenzas y un mechón recogido tras su oreja; sus ojos oscuros estaban pintados con una dramática línea negra y sus cachetes coloreados del rosa más suave. Era de nariz grande, labios gruesos y rojizos; sus dedos estaban llenos de anillos, sus muñecas de pulseras. Incluso desde ahí, podía saber que no era un chico demasiado alto y que su risa debía ser estridente, por lo mucho que abría la boca al reírse. Era hipnotizante verle interaccionar con los demás, se sentía cómodo siendo el centro de atención y conversando entre sorbos de vino con cualquier valiente que se atreviera a hablarle.

El hijo de la Guerra no era un cobarde, pero sabía cuando una batalla estaba perdida antes de empezarla. El hijo del Amor estaba en otro nivel, pertenecía a otra clase de seres a los que él nunca podría alcanzar. Por mucho que le hubiera encantado inflar el pecho como un pavo y avanzar con paso seguro hasta él, no quería hacer el ridículo delante de quien sería el motivo de sus suspiros por largos días. Además, el hijo del Amor parecía muy ocupado hablando con San, hijo del Océano. Interrumpir lo que parecía una conversación más que agradable tampoco era el plan ideal, se dijo a sí mismo. Hubiera sido como lanzarse a la batalla sin armas ni escudo, y él no era un suicida. Se limitaría a observar desde lejos, a tener delicadas fantasías de lo que podrían haber sido si hubiera tenido el valor para acercarse a dedicarle, al menos, un saludo. A imaginar cómo sonaría su voz, a pensar en su cabello rubio, en el lunar debajo de uno de sus ojos oscuros, en el lunar en su labio inferior.

A Thousand Solstices 》WooJong《Donde viven las historias. Descúbrelo ahora