1. El vuelo del canario

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El sol empezaba a ponerse en el horizonte, escondiéndose tras los edificios que se podían ver a escasos kilómetros desde su ventana.

Las nubes se estaban fusionando unas con otras, aumentando su tamaño e impidiendo que los escasos rayos de luz que aún parecían mantenerse encendidos iluminaran el cielo. Las primeras gotas de lluvia comenzaban a mojar el suelo, inundando el ambiente con su suave y tranquila melodía, la cual se vio interrumpida por un trueno lejano.

Hoy era el día, tenía que serlo. Había estado planeándolo desde hacía seis meses, y esta era su oportunidad. Aquella noche, el capo de la familia no estaría en la mansión, y eso le facilitaba mucho las cosas.

De la poca ropa que tenía a su disposición, se puso una camiseta de manga larga de color blanco y unos vaqueros muy ceñidos...no era lo mejor para poder escabullirse de la que fue su prisión durante tantos años, pero no tenía otra cosa: toda su ropa era blanca, lo cual le haría fácil de detectar, y solo tenía aquel pantalón en condiciones.

Escuchó en ese momento la puerta abrirse, y se volteó levemente, sabiendo quien sería pues siempre se pasaba a la misma hora.

- Buenas noches, Anton.

- Buenas noches, señorito Leonardo. Le traigo la cena.

Leo se acercó a la mesa donde su mayordomo depositó una bandeja plateada, la cual estaba cubierta. Anton la levantó, dejando expuesto aquello que había preparado:

Un filete de rosbif con ensalada, un vaso de agua, ... una cena normal y corriente. Menos por el trozo de papel que había al lado. Leo la cogió, pasando sus dedos por encima con delicadeza para así poder sentir aquellos símbolos que sobresalían: se trataba de un mapa en braille, cuidadosamente hecho punto a punto. Marcaba un trayecto a seguir que iba desde la mansión hasta uno de los puntos de la ciudad.

- Le he preparado esto. No sé si usted habrá memorizado ya todo pero más vale prevenir que curar. Le he indicado la ruta que debe seguir. Si sigues el mapa al milímetro, no te perderás.

Leo mantuvo sus dedos en el papel, leyéndolo con atención mientras sus ojos se quedaban en una posición fija, mirando a un punto aleatorio en el espacio.

- Yo... no tenías que haberte tomado tantas molestias... Anton, no sabes lo que te agradezco esto. – Dejó el papel sobre la mesa, llevando sus manos a la cara de su querido amigo para así poder sentir su rostro una vez más. Quería memorizarlo, pues sabía que este sería su último encuentro. Tragó saliva, y acabó por abrazarlo con fuerza.- Lo siento...muchísimo. No deberías sufrir por mi culpa...

Anton dejó caer un cansado suspiro, llevando una de sus viejas y arrugadas manos al rubio cabello del muchacho, intentando tranquilizarlo. Le sorprendieron aquellas muestras de afecto, y sonrió.

-No se sienta culpable, esto ha sido decisión mía. Le ruego que no se preocupe por mi y se centre en escapar de aquí. – Se separó un poco del joven, dejando una de sus manos en su hombro, mirándole con ternura, esperanza, culpa y tristeza – llevo sirviéndole desde hace diez largos años, y me siento responsable de no haber acudido en su ayuda antes... por miedo o porque no era el momento. Ahora quiero redimirme.

A Leo se le escapó una pequeña lágrima, y apretó sus puños intentando aguantar la rabia y la impotencia que estaba sintiendo en aquellos instantes.

- ...No quiero que mueras por mí Anton.

- Y yo no quiero que usted sufra todavía más de lo que ha aguantado todo este tiempo. Yo ya soy viejo, he vivido suficiente, pero usted tiene que vivir, vivir de verdad y no aquí, en estas cuatro paredes. Es como el hijo que jamás pude cuidar, ...

El muchacho agarró la mano del hombre, agarrándola con fuerza mientras una triste pero agradecida sonrisa se posaba en su rostro.

- Y tu eres la familia que desearía tener... eres la única persona que me ha tratado bien en toda mi vida. Y por ello te doy gracias. Aunque no sea suficiente.

Su voz salía con dificultad. Tenía ganas de llorar, de abrazar de nuevo a aquel que era como un padre para él, pero se contuvo. No se podía permitir ese lujo, si no echaría todo el plan a perder perdiendo un tiempo muy valioso. Se separó de él y fue a abrir la ventana de su cuarto. Sabía que en un par de minutos se haría el cambio de guardia y entonces tendría cinco escasos minutos para bajar y correr, siguiendo las indicaciones del mapa que Anton le había preparado.

Iba a ir a por la cuerda improvisada que había ido haciendo durante meses de guardar los jirones de ropa que había ido acumulando, de toda la ropa que le arrancaban día tras día, pero el mayordomo se le había adelantado y se la había dado.

- Es mas seguro si le sujeto la cuerda que si la ata a un mueble mientras baja. Vaya con cuidado.

- Lo haré. Me andaré con ojo.

Sonrió, intentando deshacerse de parte de la tensión con aquella estúpida broma. Al fin y al cabo no podía ver desde hacía ya tres años.

Entonces llegó la hora. Los guardas empezaron a moverse, dejando temporalmente la zona bajo su ventana desierta. Anton y Leo dejaron caer en ese instante la cuerda improvisada . Antes de que Leo se lanzara a por la cuerda para bajar, el mayordomo le frenó, dándole un anillo y una pequeña nota.

- Este anillo lleva acompañándome años... ahora quiero que lo tenga usted. Lléveselo consigo, y así podré acompañarle, aunque solo sea de forma simbólica. La nota... guárdela bien. La necesitará allí a donde se dirige.

Leo le dedicó una última sonrisa, poniéndose el anillo. Y despidiéndose así de su querido mayordomo, comenzó a descender.

Sólo disponía de 5 escasos minutos para bajar dos pisos y después correr con sus pies descalzos siguiendo la carretera. La lluvia ahora caía con más fuerza, y eso iba a dificultar más las cosas.

Descendía lo más rápido que podía, intentando no resbalarse pues la tela de la "cuerda" ya estaba empapada, así como la de su ropa.

Llegó hasta abajo, sintiendo la acera encharcada bajo sus pies. Tenía frío, estaba empapado, pero no podía parar. Dejó a Anton arriba, y corrió camino a la carretera sin mirar atrás. Solo esperaba que no sufriera... al menos no más de lo que ya esperaba que le fueran a hacer.

Empezó a correr, siguiendo las indicaciones que recordaba del mapa. Lloviendo así tenía que sacarlo lo menos posible. Aunque ya estaba calado tenía la posibilidad de que el papel aguantara si se quedaba en los bolsillos de su pantalón.

Corría con miedo, desorientado. No sabía a dónde se dirigía, pero tenía que fiarse de las indicaciones de Anton. Era su única posibilidad de huir de aquella maldita mansión de una vez por todas. Empezó a escuchar voces a lo lejos... ya se habían dado cuenta de su ausencia.

"Anton..." pensó. Sacudió su cabeza sin parar de correr. Siguió la carretera, intentando no resbalarse. Sus pies dolían, pues pequeñas piedras se le iban incrustando. Pero aguantó el dolor y no paró. Jadeaba, sentía que el frío y la humedad se mezclaban con el calor de la adrenalina y del esfuerzo físico, sintiendo un agobio horroroso.

No tardó más de diez minutos en escuchar coches, voces y albedrío... había logrado llegar a la ciudad. O al menos eso suponía.

Se resguardó en un callejón cercano al cual había llegado siguiendo las paredes con la mano, y allí se escondió un tiempo para recuperar el aliento y sacar el mapa. Estaba empapado pero aún aguantaba y a duras penas pudo leer lo que le faltaba de trayecto. No debía quedarse parado. Aún no estaba a salvo, pues estaba seguro de que los hombres de Russel, "su amo", le estarían buscando, pistola en mano. Así que respiró profundamente, apretó el trozo de papel que ya era inservible con fuerza y apoyó su mano en la pared.

Tenía que seguir aquel callejón hasta dar con una puerta. Eso era lo que indicaba su mapa.

Cansado, helado y abatido, aunó las pocas fuerzas que le quedaban, andando con dificultad por la callejuela, hasta que se topó con el lugar al que debía ir.

La Niebla De Tus OjosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora