Esta historia la cuento porque la culpa me está matando, no sé cómo lidiar con ella, así que no esperaré a que termine conmigo, lo haré yo mismo. Pero antes les permito odiarme casi tanto como lo hago yo.
Hace aproximadamente dos meses estaba conduciendo el taxi; un día más haciendo mi trabajo habitual, aunque estaba más emocionado que cualquier otro día, pues al llegar a casa me encontraría a la familia reunida para celebrar el cumpleaños de mi esposa.
Hacía mucho que mis hijos no nos visitaban, por supuesto que con sus trabajos y sus familias era poco el tiempo libre que les quedaba, pero al tratarse de una ocasión tan especial, los tres habían confirmado su asistencia.
Estaba tan emocionado que terminé hablando con el pasajero sobre mis pequeños, que ya no eran tan pequeños, pues dos de ellos, Karla y Alex, tenían su familia conformada. Mientras que Adrián, el más pequeño, acababa de cumplir los 22 y se encontraba en la universidad.
—Solo en fechas especiales estamos reunidos todos— le dije, pues me pareció que él disfrutaba de mi charla. —es difícil ver qué se convierten en adultos y se van.
—Ese es mi gran miedo, desde que mi hija cumplió los nueve parece que el tiempo se está acelerando—dijo mi pasajero.
Hablamos un sinfín de cosas, él me contó sobre su trabajo. Así que la conversación fue muy agradable. Incluso terminamos hablando de esas historias de carretera, las que suceden de noche en caminos desolados, o las que solo tienen como testigo a los taxistas, que siempre relatan algo aterrador en sus reuniones de amigos.
Recuerdo que nuestra conversación se vió interrupitada por algo que era muy llamativo. Sinceramente, debo confesar que era imposible no ver aquella escena.
La carretera por la que viajábamos era una de las principales, ya que conducía al pueblo, pero a esa hora estaba muy poco transitada.
Al costado derecho había una moto destartalada. Supe que era una moto únicamente porque a unos dos metros del montón de metal aplastado, había una persona con casco y chaleco reflectivo.
Me detuve un poco, mi pasajero también se interesó por la sangrienta escena y se asomó para echar un vistazo.
El motociclista tenía los dos brazos rotos, al igual que la pierna izquierda. Aún asi, y a pesar del charco de sangre en el que se encontraba, seguía con vida. Lo sé porque movía difícilmente uno de los brazos, alargandolo en dirección al taxi. Cuando me detuve por completo también pude escuchar su voz, muy ronca y débil.
Entre lo que escuché, pude entender solo una cosa: "Ayúdame".
Dijo otra cosa, pero no tenía sentido.
Era algo como "aba hoy aian". La verdad es que en ese momento no me importó, al contrario, me dió miedo y lo que hice fue mirar la escena unos segundos, aceler y dejar atrás al moribundo.Mi pasajero y yo nos miramos, los dos estábamos de acuerdo: muchas veces se han escuchado historias en donde los que ayudan en un accidente asi, son acusados como culpables, y terminan pagando dinero o hasta años de cárcel. Por supuesto que no queríamos eso; sería un secreto desalmado entre un taxista y un pasajero cualquiera.
Ninguno habló el resto del camino. Nisiquiera cuando se bajó del taxi y pagó la carrera. No sé que estaba pensando, pero su mirada estaba oscurecida.
Curiosamente, de camino a casa la imagen del motociclista me bombardeo la mente. Empezaba a sentir remordimiento por haber ignorado su llamado de ayuda. Pero en el fondo sabía que era mejor así, tal vez otra persona más capaz lo estaría socorriendo. Aunque también tenía esa sensación de saber que no era así. Tal vez aún seguía allí tirado esperando ser rescatado, o quizá él ya estaría...
Cuando estacioné el taxi, e incluso cuando me dirigí a la puerta de la casa, mi familia había pasado a un segundo plano, sentía la necesidad de volver, pero también sabía que ya no serviría de nada.
Depronto, además del remordimiento, sentí que me atacaron otras emociones, era raro.
Sentí vergüenza, ira, miedo. Ninguna de ellas tenían sentido. Solo se lo atribuí a aquel motociclista.
Antes de entrar a mi casa me senté en el andén, justo en frente de la puerta. La calle me estaba dando vueltas y sentía que me congelaba. Pero no quería que ellos me vieran así.
Desde afuera escuché sus risas y parloteo. Tan emocionados estaban que en unos segundos me sentí enérgico, contagiado por su buen ánimo.
La emoción por verlos había vuelto con más fuerza. Todas las sensaciones estrañas estaban desapareciendo tan rápido que llegué a pensar que estaba siendo víctima de un ataque nervioso o algo por el estilo.
Me puse en pié y caminé hasta la puerta. En ese momento el teléfono sonó y escuché a mí esposa decir esmocionada que tal vez sería yo.
Aunque me fue difícil concentrarme en lo que decía, pues, aunque suene exagerado, con el sonido del teléfono otra sensación me atacó, solo que sin dejar espacio a más sentimientos.
Fue el terror puro. Sentí el vacío que se experimenta al caer en picada de una montaña rusa. Quise gritar, pero no sabía por qué. Así que abrí la puerta.
Cuando entré, Karla y Alex sujetaban a mí esposa con fuerza. Ella estaba gritando, lo podía ver, pero no entendía lo que decía.
Bueno, si lo entendía, pero mis pensamientos estaban en otra parte. Más exactamente en la carretera, cerca al motociclista.
Ese motociclista que ahora, al escuchar a mí esposa, adquiría un rostro y un nombre.
Lo que mi esposa desesperada estaba diciendo era que el menor de mis hijos, Adrián, había muerto en un accidente.
No se como, pero lo supe, y unas horas más tarde lo confirmaría: Él era el conductor de la moto.
"Aba hoy aian" el significado de aquellas palabras es el recordatorio de mi miseria, pues él supo quien era yo. "Papá soy Adrián" y quería que yo supiese que era él.