Miré el reloj de mi muñeca, la aguja de los segundos avanzaba. Tomé aire y cerré los ojos. Pude escuchar (si se puede decir así) ese silencio absoluto que me avisaba de que ya estaba listo. Abrí los ojos, me levanté del pupitre y vacié los libros de mi mochila. Me coloqué la mochila vacía en la espalda y salí por la puerta de la clase. Algunos me miraban, pero nadie me veía. Salté la valla del patio y saqué mi mapa del bolsillo. En él, se podían ver marcadas todas las tiendas las cuales ya había saqueado. Simplemente, entraba en ellas, guardaba lo que quería en la mochila y me iba.
Hoy me tocaba ir a una pequeña tienda de golosinas que hacía esquina un par de manzanas alejadas de mi instituto. Caminé entre la gente, sin temor ninguno, nadie podía saber que había pasado por ahí. Tenía diez minutos, para llegar a la tienda, coger los dulces que me apetecieran, y volver a mi pupitre. Diez minutos. El tiempo que soy capaz de parar.
Iba mirando el suelo, sin querer me choqué contra un hombre. Tenía un café en la mano, el choque hizo que el vaso se volcará hacía su chaqueta de cuero. Por un momento me asusté. Luego caí en que, si no hay tiempo, no hay movimiento. Ese negro café seguía en el vaso, desafiando a la gravedad, si el tiempo volviera a pasar, el café caería sobre aquel hombre. Le agarré el brazo y le coloqué el vaso en la posición correcta. Le miré a los ojos, esos ojos de piedra que me miraban sin poder verme. Sonreí y dije:
- De nada.
Cualquiera que me viera hablando con alguien que no me escucha, pensaría que estoy loco, pero como nadie me vería haciéndolo, no me importaba. Seguí mi camino. Llegué a la tienda, entré y saludé al dependiente, sin respuesta alguna. Cogí una bolsa de plástico y empecé a meter golosinas. Al dejarlas caer a la bolsa, se quedaban flotando, las tenía que llevar hasta el fondo de la bolsa con la mano. Cuando tuve llena la bolsa, la guardé en la mochila, salí de la tienda y me dirigí a clase. Siempre me daba tiempo en esos diez minutos.
Llegué a mi aula, me senté de nuevo, saqué el mapa de mi bolsillo y marqué con un bolígrafo la tienda de golosinas. Sinceramente, no sabía por qué lo hacía, era inútil. Solo pensaba en utilizar esa habilidad de alguna manera, y robar sin ser visto, era bastante divertido. No recuerdo cuando descubrí esta habilidad. Era mi gran secreto, nadie sabía de ella, solo yo.
Doblé el mapa de mala manera y lo introduje de nuevo en mi bolsillo. Cerré de nuevo los ojos, respiré suavemente. El sonido de mis compañeros hablando y el profesor bebiendo de un termo volvió a mis oídos. Al cabo de pocos minutos, el último timbrazo del día sonó, todos nos levantamos, recogimos, y salimos de aquel aburrido lugar. Yo siempre volvía solo a casa, no tenía muchos amigos, por no decir ninguno. Toda la gente se interesaba por tonterías que a mí no me importaban, no pensaba fingir para hacer amigos.
Llegué a casa, mi madre estaba haciendo la comida, dejé la mochila en el suelo del recibidor, y fui a darle un beso.
-¿Cómo te ha ido el día? - dijo con una gran sonrisa.
Era una mujer alta, sus ojos marrones como un chocolate recién calentado, era lo que más la caracterizaban. Con una sola mirada podía decirte mil cosas, podía comunicarse contigo sin abrir la boca. Su boca era pequeña, siempre con una sonrisa dibujada.
Mi padre nos abandonó nada más nacer. Muchas veces me gustaría ver cómo era, ver si tenía alguna relación con mi habilidad.
-Bien. - le respondí devolviéndole la sonrisa.
Fui a mi cuarto, me tumbé boca arriba en la cama y me puse a juguetear con una pelota de goma. Mi madre se asomó por la puerta, con el ceño fruncido, y dijo:
-¿No tienes deberes?
-Luego los haré. - respondí mientras lanzaba la bola para volver a cogerla.
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Reloj de arena
Science FictionEn un mundo en el que todo parece normal, un mundo lleno de simples humanos, hay un chico, Mel, con una habilidad que le cambiara la vida por completo. Un día como cualquier otro, siguiendo su rutina, se encuentra con una chica, que le conducirá a l...