Luces blancas y amarillas

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La primera semana después del experimento transcurrió relativamente normal, aunque Jungkook no pudiera decir que tuviera una vida normal.

Las noticias eran diferentes todos los días: como si la radiación fuera un virus, y los afectados una pandemia, cada día se enteraba de la cifra de muertos y enfermos por culpa de aquellas ondas tóxicas en el país. Su teléfono, descompuesto, llevaba sin encender varios días, y las luces fallaban de la calle, y el lugar donde se quedaba, con frecuencia.

El día anterior a la noche del jueves que cenó solo en esa fría cocina, había utilizado un teléfono público que milagrosamente seguía funcionando para llamar a su madre. No supo qué sucedió, o cómo estaba la situación en Busan, pero nadie respondió. Las fronteras estaban cerradas, colapsadas, y él no tenía el dinero como para volver a su casa y enterarse de la situación allí.

Estar sólo en Seúl era una tortura. Estar sólo, no recordar nada, y no saber si su propia madre estaba bien, enferma, o muerta era un completo martirio.

La desilusión por el experimento fallido aún le dolía en el pecho. Cada día se había puesto más y más ansioso, y esa noche, comiendo desganado unas bolas de arroz que milagrosamente no habían caducado en el refrigerador, alcanzó el límite.

Dejó el plato sin terminar, y con unas ganas horribles de llorar, una presión en su pecho y un creciente dolor de cabeza, fue a darse una ducha. Milagrosamente disfrutó de 4 minutos de agua caliente, y al salir, sólo ignoró todos los productos cosméticos que, tranquilos, descansaban junto a los que reconocía como suyos, y fue en toalla hasta el cuarto de cama doble, donde desde que despertó esa mañana, se sentía demasiado grande, y en la que ponía almohadas a su alrededor para acunarse a algo mínimo.

Con los ojos hinchados de llorar abrió el armario. Sacó un pijama intentando no mirar la otra mitad del pequeño espacio donde descansaba la ropa ajena, y se vistió inclinándose, odiosamente, cada vez más hacia esos cajones.

Fue demasiado tarde cuando atrajo una camisa ajena a su rostro e inhaló profundo. Su corazón se apretó. El aroma que impregnaba la casa y cada vez percibía menos aún era claro en la ropa. Se encontró abrazando la prenda, extrañado con sí mismo, pero impulsado por ese instinto que se ahogaba en la laguna de su memoria y le pedía oler más, sentir más. La angustia se volvió un nudo denso en su garganta.

Cerró los ojos cuando se reanudó su llanto. Joder, ¿cuándo se detendría esto? ¿Cuándo podría descansar? Estaba tan agotado e indefenso. Y él no era así, maldición. Jeon Jungkook siempre había sido fuerte, testarudo, omiso a sus emociones, concentrado en sus metas y amar su vida. Desde que todo esto comenzó, él no era más que un pequeño niño de 5 años perdido en una gran ciudad. Quería aferrarse a algo que le diera calma. Necesitaba algo que lo hiciera sentir seguro.

No se sorprendió cuando vio que había vaciado ese armario, dejando todas las prendas impregnadas a ese curioso aroma que reconocía pero no recordaba, sobre su cama, y junto a sus almohadas, como un pequeño nido para refugiarse. No tuvo que apagar las luces para meterse en esa cama, ellas fallaron y se apagaron solas. Así que cuando se recostó y abrazó todas las prendas que pudo, sólo jadeó en su llanto, y se ocultó en ellas intentando dormir. Su cabeza palpitó, acumulada de estrés y del mareo que diariamente sentía por su nuevo problema cerebral, y lloró hasta que se durmió.

Su cuerpo se sintió absorbido por una masa densa que lo sofocaba. Desde el día que todo había comenzado, dormir siempre era similar. Su respiración ahogada, su cuerpo demasiado pesado, e imágenes fugaces que nunca dejaban algo coherente al despertar. Jungkook se removió en la cama, enredado entre toda la ropa ajena, con su cabeza cada vez más dolorida y frágil. Luces blancas, cegadoras. Luces amarillas, cálidas. Su subconsciente, incapaz de obtener un descanso, corrió como pudo hacia los recuerdos. Ese era su trabajo. Pero Jungkook no veía más que luces. Luces blancas, cegadoras. Luces amarillas, cálidas. Un aparato en su oído. La picazón en su garganta. Ojos perdidos, sólo ojos. La casa vacía. El aroma impotente que permanecía sin decir algo. Ojos oscuros, ¿eran ojos oscuros? Él conocía esos ojos, ¿dónde los había visto? Ojos perdidos, ojos oscuros. Luces blancas. Luces blancas y amarillas. Una mano que descansaba en su pecho, un peso contra él, el mismo aroma. El cosquilleo del cabello ajeno en su nariz. Un aparato en su oído. La picazón en su garganta.

Fragmentado «KookTae»©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora