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Nací en el 86. Yo digo que se supone que todavía soy un niño que empieza a vivir su treintena, pero la gente no lo ve así. A mi edad ya hay padres experimentados con una vida garantizada y embebidos por la política educativa que les va a dar a sus hijos. Ya saben, todas esas cosas que cuentan en los medios y esas entidades que siguen con interés religioso. También hay hombres de mi edad que se cuentan los pelos en el pecho y las mujeres que se han follado para tener su título de aceptación social en el gremio. Luego, tenían una llamada donde un supuesto hijo criado por una madre soltera quería conocerlos. Mi caso no es ni uno ni otro.

La generación perdida, la llaman. Crecí consumido por la televisión viendo los Simpson, aquella que te hablaba de coches lujosos y grandes mansiones con un jardín tan grande como el retiro, donde tu perro sería feliz. También veía pornografía hasta que dejé de encontrarle el gusto. No gastaba para papel higiénico. Tengo 36 años, una carrera terminada a duras penas, un trabajo en defensa del ciudadano y una mujer con la que vivo y se empeña en hacer el amor todas las noches. Debería de bullir de satisfacción y plenitud, pero lo cierto es que nada de eso me hace sentir bien. Ya lo dijo Fran Kafka: «No puedo hacerte entender. No puedo hacer que nadie entienda lo que está sucediendo dentro de mí. Ni siquiera puedo explicarlo a mí mismo». Es lo que me repito una y otra vez mientras penetro a Olivia a horcajadas hasta que se corre entre gritos. No sé si exagera o no, pero qué más da. Mientras me abraza sintiendo el quemazón que supuestamente debería sentir, yo ni siquiera consigo un atisbo de placer, solo estar sudado tras un ejercicio de cardio. Permanezco frío e impasible, y muchos me culparían por ello, incluso yo mismo.

Algo roto hay en mí, quizá sea asexuado. Debería de cortar esta relación pero nunca encuentro el momento para hacerlo sin que me suponga un problema que deseo evitar. No soporto las lágrimas y ya las veo venir. Dejamos de usar condones porque empezó a tomar pastillas anticonceptivas. «Quiero sentirte dentro», decía. La frase más manida de la historia que no conseguía remover nada en mis adentros. Tenía claro que no quería continuar pero ya estaba dentro de algo y así se prolongó por seis meses más mientras volvía del trabajo con el maletín cargado de casos de desahucios. El último me llevaría muchas horas de preparación. Estar agobiado y ser jurista era una relación tóxica de consumo, pero encontré la excusa perfecta para mantener alejada a Olivia durante el tiempo que necesitase estudiar el caso. Ni siquiera sabía si me gustaba y no sabía cómo yo le podía gustar a ella. Era una locura, lo sé, pero había perdido la capacidad de decidir por mí mismo y me dejaba llevar por todo.

Cada noche cuando salgo de mi despacho prendo mi Marlboro bajo la luz de la tienda de electrodomésticos a la que salgo a respirar un poco de aire. Me había vuelto adicto al tabaco y ni siquiera se cuándo empezó. Era un consumista adicto a la nicotina, otro dependiente más en esta cadena de capitalismo. Ah..maldita migraña. Me froto las sienes dolorido. La maldita me asola cada noche mientras repaso los informes de trabajo, cómo no. Tenía largos episodios de insomnio donde ya había contemplado todo el catálogo de la telebasura que emiten por la madrugada. No entiendo por qué a esas horas se dedican a emitir tanta publicidad, debe de ser alguna estrategia para volver a la población adicta a la necesidad de comprar. Me acerco sumido en mis pensamientos al escaparate de la tienda y observo mi reflejo en el cristal no sin antes repeinar con mis dedos todo el cuero cabelludo con un gesto de cansancio, y suspiro dejando caer la mano como si llevase todo el peso de mi vida en toneladas. No esperen que me describa, no voy a dar una radiografía anatómica de mi aspecto pues podría ser el espejo de cualquiera ahora mismo, cualquiera podría ser yo, pero temen decirlo, confesar el delito abiertamente y el repudio público. Doy una calada conteniendo el humo con la súbita tentación de no volver a casa, coger el coche y escaparme por el mundo.

Observo unos minutos el escaparate que refleja el interior, veo carteles de publicidad familias eligiendo sus nuevos trastos con los que adornar su bonita cocina, con todos sus sentidos puestos en ellos y una amplia sonrisa que cruza sus caras de borregos mientras se apelotonan admirando el último modelo de no se qué cacharro. Suspiro y me temo que toda la energía de mi día se va. Le doy la última calada a mi cigarro antes de tirarlo y abandono el lugar. Vuelvo a casa, no sin una hueste de pensamientos atosigando mi inexistente apetito sexual.

Como cada noche, paso por la taberna de Mario, amigo desde primero de carrera. Aunque él había seguido otro camino mientras que yo me dediqué a ser lo que se esperaba socialmente de mí; un autómata mecanizado sin identidad propia, un eslabón de este sistema, un engranaje más de esta sociedad consumida por la nueva peste del siglo XXI: las redes sociales.

Ahora todo giraba alrededor del móvil, lo podía ver en cada esquina. Miles de cabezas escoradas twiteando en la mayor fuente de odio, absorbidas por la iluminación de una pantalla táctil y del tono de su último mensaje como si fuese la eucaristía. Un don nadie te ha respondido a tu tweet, y no tardas ni dos segundos en iniciar una batalla napoleónica con toda la artillería de tu vocabulario dispuesto a esgrimir tu mejor ataque. El vencedor sería el que consiguiera humillar más al adversario sin sentir pena por si mismos, llevarse el mayor número de likes y retwitts. 

Alguien que no mirase más de dos segundos la pantalla de su nuevo Iphone era un reto. Incluso nuestros padres habían caído en ese agujero que absorbía tu independencia mental. Sí, aquellos que se pasaban la vida criticando a la juventud para luego ser el punto sobre la "i". Era prácticamente imposible encontrar a alguien que no dependa de ninguna moda ni subcultura progresista que nos diga cómo tenemos que vivir, de ninguna política inconformista. Las ovejas acabarán soñando con androides a este paso, si no lo son ya.

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