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No sé cómo ella encontró ese lugar, pero al parecer llevaba ahí siempre. El típico callejón mugriento y serpenteante, un lugar esquivo para nada más que tratar asuntos de dudosa legalidad,  pincharse o traficar. Las paredes apestaban a pescado crudo, el frío se colaba bajo mi chaqueta, y sin darme cuenta, la tenía encima. Me empujó contra la pared del callejón. Se pasó una mano enguantada por su boca, su dedo siguió la línea de sus labios desde una esquina hasta otra, recorriendo todo el arco superior. Tragué saliva. Atrapó el cuero con sus dientes, unas blancas perlas simétricas dignas de un anuncio de corrección dental. Lo retiró lentamente mostrando primero una muñeca desnuda, luego, su pálida mano que engarzaba unos esbeltos y largos dedos. Esos dedos con los que jugaba con el tronco de su puro.

Me olvidé de que tenía que respirar, y lo hice.

-Este sitio es perfecto para bailar- Siseó con voz queda mientras se descalzaba, pausadamente. La gabardina cayó a sus pies como un amante entregado a su cuerpo. Se apoyó suavemente contra la pared y buscó mi entrepierna con su pie desnudo. Tenía las caderas impulsadas del muro como un ofrecimiento y las agitaba suavemente mientras subía por el interior de mis muslos encogiéndose entre los pliegues del pantalón. Estaba muy excitado. Jadeé cuando me apresó con su pie y lo movió despacio.

Masajeaba mi miembro bajo el pantalón como el membrillo extendiéndose sobre el pan cortado. Cerré los ojos sintiendo el delicado roce del arco de su pie, lamiendo mi bulto de la entrepierna. Mis piernas flaquearon ante sus caricias y yo, con 36 años a mi espalda, estaba siendo masturbado en un callejón de la ciudad poseído por la mayor de las sensaciones que mi cuerpo, hasta ahora estéril, no había sentido. Era como perder de nuevo la virginidad.

Su pierna cayó a mi costado, mientras su mano aviesa coqueteaba sobre mi cremallera y abrí los ojos de nuevo; un frío gélido me enderezó la columna al verla sobre mí: tras esa amplia montura que escondía sus ojos, me examinaba al milímetro como un depredador. Podía sentirlo. Maldito cristal.

¿Quizás leyó mi pensamiento? Llevó una mano a la patilla de sus gafas y las retiró para descubrir unos ojos plomizos y densos. Dos amplias gotas de mercurio bañando su aureola, impermeables ante el mundo que los rodeaba con la frialdad del metal y concentrados como el humo que la acompañaba. Contuve la respiración al ver su cara al desnudo: Sus ojos me escrutaban bajo unas largas pestañas cargadas de rimmel, delineadas bajo la tinta y abiertas como las alas bruñidas de un cuervo bajo su manto.

A la mierda todo, la cogí de sus caderas y la atraje hacia mí. Sus piernas respondieron ansiosas enrollándose a mi cintura. Un suspiro se escapó de mi boca, mis manos subieron por sus muslos... Me palpitaba; más dispuesto que nunca, la ropa me sobraba. Me volqué para besarla pero esquivaba mis intentos en aquel vaivén de caderas; suave como las ondulación de las olas, una marea que subía y bajaba con el contacto de la carne excitada bajo la tela.

La erección me apretaba, deseaba meterla, pero, como si respondiera a mi pensamiento apretó mis manos para desviar mi atención.  Desató la corbata de mi cuello y abrió la pechera de la camisa. Se detuvo un rato, observándola. Entonces, con su mano libre, desabotonó el escote de su blusa hasta que me mostró las primeras líneas de un encaje borgoña. Introdujo sus manos dentro de ambos y sacó sus pezones fuera del arco. Me quedé paralizado, sí. Los derramó sobre mi pecho y noté el botón endurecido deslizándose sobre mi piel. Se detuvo entre mi escaso vello pectoral para golpearme con su aliento en mi boca. Llevó mis manos ausentes de decisión a sus tiernos glúteos, donde maravillados palparon aquel horizonte cálido. En un arrebato agarré la dura carne notando cómo se agitaban bajo la ansiedad con las que mis manos hambrientas la buscaban. Sus pechos besaron mi piel desnuda de nuevo y... Se prendió esta mierda

Se inclinó para ofrecerme su boca por primera vez . Me dejó saborear su pintalabios sobre el bulbo carnoso que ahora lucía desmaquillado en una mancha de carmín.

Se separó y retrocedió unos pasos y pude contemplarla: Sus firmes senos se asomaban por encima del sujetador y su falda remangada descubría sus muslos brillosos en una pátina sudorosa. De un ademán tiró de mí para echarme al suelo. La ví acoplarse y...calor.  Se movía despacio, su cabello caía por el nervo salpicando mi frente perlada. Arrebujado en aquél vórtice caluroso mis ojos tropezaron con aquel arco que forma la nalga con el muslo cuando la pierna está arqueada...deleitante. El calor de sus genitales supuraba a través del pantalón, calando el tejido de mis calzones que comenzaban a estrangular a mi pene de la sangre  concentrada. Deseaba como LOCO sentir el interior de sus piernas. Pero allí me encontraba, bajo el oleaje de su cintura, que se mecía en rítmicas ondulaciones, los pliegues de su abdomen subían y bajaban. Comencé a jadear.

El calor me consumía, mis genitales me apretaban, surcos húmedos se mezclaban con el roce de su cuerpo. Abrió mis piernas con ambas manos, se encajó encima a horcajadas y cabalgó deslizando su monte de venus, lamiendo con sus pétalos húmedos mis genitales. Acaricié casi con devoción religiosa uno de sus pechos; vibrantes, exhalando un suspiro contenido. El tacto de su volumen contra mi boca cuando apretaba conmovido por la excitación me dió una estocada de placer. Ella gemía y sacudió la cabeza hacia atrás, encorvó la espalda llevada por el ascenso de la marea, echando todo el peso sobre mi cadera y la envolví con mi brazo. Dos cuerpos encajados, apretados, refregándose con la piel húmeda. Se contrajo cuando comencé a moverme más deprisa, nos agitamos sin despegarnos, estábamos pegados como dos cuerpos de barro torneados. Me roció del calor de su vagina que me dejó hirviendo por dentro como una olla a presión.

Estiré la garganta llevado por la calentura y cerré los ojos afectado por las primeras punzadas del orgasmo que me invadía. Casi a punto de venirme, me agarró del cuello en mi delicioso jadear, mis suspiros calentaban el aire y me encontré con sus ojos que me miraban sin parpadear. Me absorbían; me laceraban. Mi vista herida buscaba alguna maniobra de escape pero al menor estímulo acercó su rostro y sentí que me hundía en una espiral febril, anulando todas mis ejecuciones nerviosas. En ese momento, quedé paralizado y comenzó a estrangularme.

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