Un hombre atormentado, con el peso de su pasado y responsabilidad ante un reino sobre sus hombros, dominado por el poder que los cielos le habían dado al nacer, se hallaba hundido en un lago de desesperación y culpabilidad.
Su cuerpo estaba marcado...
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En tiempos de guerra, donde la supervivencia es lo primero y la única meta es ser fuerte para no morir, no hay tiempo ni espacio en el corazón de un guerrero para el amor, para la paz; no cuando una vez se ha sido arrebatada esa parte de humanidad y gentileza.
Cuando se está rodeado de víboras que desean su caída y cada paso que da es vigilado, convirtiéndolo en una marioneta de un reino entero por el bienestar de su familia, pues la sangre de un plebeyo nunca cambiará aunque fuese bendecido por los dioses, así como tampoco el corazón manchado de egocentrismo y crueldad de la realeza.
Las injusticias se pagan en algún momento, puede ser tardío o repentino, sin embargo cuando la ponzoña y avaricia de quien rige un reino corre por sus venas y nubla su mente, tanto él como su pueblo pagan las consecuencias.
Con un cuerpo cubierto de cicatrices perdió la piedad que un día tuvo por los sacrificios donde dejó su sangre manchando los campos verdes y la fría nieve, con el deseo puro e intrínseco de un ser humano: vivir.
Sus lágrimas se secaron, sus ojos brillosos de inocencia y esperanza se nublaron de oscuridad y salvajismo, donde el instinto tomó el control y toda delicadeza se esfumó de su ser; las emociones hacían débil a un guerrero y el amor sólo era una ilusión dolorosa que lo perseguía en pesadillas nocturnas.
Sin embargo el destino tenía preparado un milagro, suave, delicado como una rosa, la última oportunidad para redimir su alma, sin embargo aquel etéreo regalo podría ser destruido si la bestia no abría su corazón, terminaría pereciendo junto a la flor que le fue concedida al llegar la primavera luego de una larga sequía.
