1. El club de los veintisiete.

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— ¡Sopla las velas, Craig!

Podría pensar en mil y una maneras de pasar mi cumpleaños y esta no sería ni de lejos una de ellas.

Veintisiete años. Genial.

Veintisiete años y aún no he hecho nada destacable con mi vida.

Solía pensar en como mi vida de adulto sería espléndida, con experiencias nuevas cada día. Una casa, un coche, una esposa estupenda que me amara de verdad, quizás un hijo.

Aunque ahora lo pienso y todo eso suena a basura monótona.

Quizás ha sido ese pensamiento el que me ha condenado a la vida que llevo; artista frustrado sin ambición ninguna, en un trabajo que me drena por completo.

Sí, si mi yo de dieciséis años me viera, se sentiría decepcionado. Me preguntaría por qué, teniendo el talento, teniendo el apoyo, no hice nada de lo que podría haber hecho. Y yo no sabría qué responderle.

Soplo las velas sin ganas y toda mi familia aplaude. Me pregunto si realmente se alegran o solo se sienten obligados a celebrar.

— ¿Has pedido un deseo?

Red siempre ha sido el punto de luz de la familia. Guapa, talentosa, dedicada, risueña. Un sueño hecho mujer.

— No lo puedo decir, entonces no se cumplirá.

No lo puedo decir porque no he pedido nada y se me da mal mentir.

— Bueno, yo al menos te he comprado un regalo. Aunque es de parte de todos, claro.

Me tiende un paquete perfectamente envuelto. Perfecto. Como todo lo que hace Red. Contrario a todo lo que hago yo.

Fuerzo todo lo posible la sonrisa mientras todos miran como desgarro sin cuidado el grisáceo papel de regalo. Gris. Ese es mi color; el color de la melancolía, la soledad y la tristeza.

Es un cuaderno de dibujo y un set de lápices.

— Dibujas muy bien, deberías volver a ello.

— No creo que sea buena idea.

Red tuerce la sonrisa. Odia cuando me opongo a sus planes; pero cuando ella tuerce los míos, no puedo ni pensar en quejarme.

— Bueno, deberías intentarlo al menos. Solo se vive una vez, ¿Sabes?

— Supongo.

El resto de la celebración transcurre de forma aburrida y dista mucho de interesarme lo más mínimo. Mi madre cuenta anécdotas de cuando era pequeño y el resto de mi familia ríe a cada ocurrencia que cuenta.

Solo hay una persona en toda la casa que me mira sabiendo lo que pasa por la cabeza.

Cuando todos empiezan a irse a sus casas es que respiro en paz.

— Ni te atrevas a unirte al club de los veintisiete, puto imbécil. Te veo las intenciones en la cara.

— Para unirme al club de los veintisiete tendría que haber tenido éxito. Cosa que por cierto, no he hecho. —Ruedo los ojos, mientras siento la decepción y la amargura corroerme los huesos.— Así que quédate tranquila.

Tricia había crecido para ser la hija preferida de mis padres. Creen conocer la personalidad de su hija menor; creen que es una chica educada y responsable que no ha roto un plato en su vida. Creen que es su pequeña princesa, dulce y angelical.

Mi hermana es la mejor actriz que he conocido en toda mi vida.

Y nuestro pacto silencioso es nuestro tesoro sagrado: Tricia nunca dirá una palabra sobre mi interna desgracia y yo nunca diré nada de su doble vida. Esa es la base de nuestra buena relación como hermanos.

— Deberías intentar disimular con Red.

— ¿Con Miss Perfección? —Tricia contiene una risa.— No hay nada que disimular.

— Va, se está esforzando para que la perdones.

— Si tú estuvieras en mi situación, ¿La perdonarías?

Tricia resopla fastidiada y yo no puedo evitar sonreír. Ya sé la respuesta antes de que diga nada.

— No, la verdad es que no. No volvería ni a dirigirle la palabra. Es más, creo que le habría tirado el puto cuaderno de dibujo a la cabeza.

Solía tener inspiración. Solía tener una musa que hacía de mi arte algo que valía la pena admirar. Solía ser feliz.

Y luego decidí que era momento de presentar a mi musa a mi familia. Anunciar que mi musa y yo estábamos felizmente comprometidos. Que era ella el amor de mi vida y yo el suyo.

Wendy, mi musa, sigue comprometida. Pero no conmigo; si no con Red. Porque Red lo hace todo perfecto, incluso robarme a la que iba a ser mi esposa.

Cuando llego a casa me recibe mi propia soledad ensordecedora y envolvente. Me sirvo una copa de vino, me tumbo en el sofá y en el proceso me ahogo en mi propia compasión.

Recuerdo las palabras de apoyo de mi madre; «Los veintisiete te traerán felicidad y nuevas oportunidades, ya verás.»

Ese es mi último pensamiento antes de quedarme profundamente dormido. La copa que sostenía en la mano cae al suelo y se rompe en mil pedazos, tal y como lo hicieron mis esperanzas, pero poco me importa ya.

Numen;; crennyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora