POV ALBA
Había tomado muy malas decisiones en mi vida. La mayoría de ellas, malas tirando a desastrosas. Por ello tal vez, cuando el imbécil de mi ex novio nos grabó haciendo el amor sin que supiera y luego lo colgó en Internet, mi primera reacción, una vez que conseguí dejar de llorar, decidí alejarme lo más posible de todo y todos los que me rodeaban.
Mis padres nunca se enteraron de mi «película», pero aún así, no era capaz de mirarlos a la cara sin imaginarse qué pensarían papá y mamá si la viesen en aquella situación.
Además de los sentimientos destrozados, mi autoestima se había ido por el desagüe con todo aquello. Verme a mí misma a cuatro patas mientras el muy cabrón incluso guiñaba y saludaba a la cámara a sus espaldas, había hecho que me avergonzara incluso de ver mi propio cuerpo en el espejo.
Samuel había sido mi novio durante dos años, mi primer hombre, y el único hasta entonces. Por ello, para mí, lo normal era lo que tenían: sesiones de sexo cuándo y dónde él quería, siempre debajo o de espaldas, hasta que se corría como un loco y le daba un beso en la frente. Poco más y me daba las gracias.
Cada vez que pensaba en eso, no sabía si llorar o vomitar.
En ocasiones, hacía las dos cosas a la vez.
Me mude a Nueva York. Había sido como cambiar una caja de cerillas por una fábrica de fuegos artificiales, pero al menos acá, con tantos rostros desconocidos, personas que no se saludaban por las mañana por su nombre de pila o preguntaban qué tal estaba su madre, me sentía cómoda. La seguridad de no ver en algunos ojos su trasero en una pantalla de veinte pulgadas me hacía sentirme menos sucia. Al Menos en parte.
Pero sí, había sido una decisión, y al igual que la mayoría de las decisiones de mi vida, desastrosa. No había conseguido trabajo de becaria, y a los cinco meses tuvo que cerrar mi matrícula en la universidad en la que cursaba derecho y buscarme un trabajo que pagara el alquiler.
Llevaba cuatro meses trabajando en el bar de Natalia. La había conocido en la fila del supermercado mientras su futura jefa discutía con el cajero sobre el precio de los condones.
La situación era irrisoria, puesto que Natalia discutía a gritos con el chico sobre que el precio que marcaba eran cuatro dólares, mientras él, que sería un crío, se sonrojaba tras la capa de granos de su cara adolescente, intentando explicar que los de la talla XXL, eran dos dólares más caros.
Yo era la única que no se reía o la miraba con la palabra «zorra » escrita en la cara. Aunque lo que le había ocurrido con mi ex era muy distinto, ver a una mujer en una situación como aquella, con la palabra «sexo» de por medio, le hacía sentirse identificada.
Así que cuando puso la mano sobre el mostrador, entregando las monedas que juntas sumaban los dos dólares que reclamaba el cajero, mi intención nunca había sido la de hacer una amiga, pero era exactamente lo que había conseguido.
Salimos de allí juntas, y en seis meses era la primera vez que sonreía de verdad.
Natalia se pasó las tres horas durante las cuales estuvimos tomando café, hablando sin parar sobre situaciones similares, puesto que, al parecer, le encantaban ese tipo de cosas. Lo hacía como un hobby, y por supuesto que tenía los dos pavos que le faltaban para comprar los condones, «pero, ¿qué mejor para subir la autoestima que el saber que un chaval de diecisiete años no podrá pensar en nada más que en ti con un paquete de condones talla XXL en la mano durante meses?», le había dicho Natalia antes de ponerse a discutir con el camarero porque, según ella, su café sabía a lubricante.