Nueve.

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Mentiría si dijera que no me quedé en esa ventana hasta que mis ojos casi se cerraron por sí solos, esperando a que regresara. Pero no lo hizo, nada se movía del otro lado; podía imaginarme a Emma en su cama abrazándose a si misma con tanto desasosiego que estaba a punto de colapsar de nuevo. 

Podía sentirlo, tal y como pasó cuando me vio cuando la visité, y esa tarde había reunido suficiente valor como para hacerlo de nuevo.

Pegué mi frente al vidrio, estaba tan frío que sentí mi piel quemarse pero aun así no me moví. Di un largo suspiro golpeando el cristal con mi aliento, me alejé y con mi dedo índice dibujé una pequeña cara feliz donde estaba empañado.

Di vueltas por toda mi habitación, no me había acostumbrado a caminar con esa cosa en mi tobillo derecho, quería quitármelo y sentir esa sensación de libertad y menos peso en mí. Pero aún tenía que esperar.

El aplastante silencio de la noche me puso nervioso. Tomé asiento en la silla frente a mi escritorio porque sabía que a pesar de que estaba muriendo de sueño no iba a dormir, había algo que no me dejaba.

Observé la flor que poco a poco se marchitaba aún más; decaída y casi sin vida. Después fijé mi vista en el estante que estaba en la pared, había tres libros sobre él. Trabajaba en una biblioteca pero nunca me había tomado el tiempo de leer uno.

Alcancé uno de ellos y vi que era ese viejo libro de cuentos de terror que robé del ático hace años. Recordé cuando lo hice y el tiempo que tuve que esconderlo porque no me dejaban leer ese tipo de cosas en ese entonces. Comencé a hojearlo de atrás hacia delante, era un tipo de manía: comenzar todo al revés.

Antes, leía tanto esos cuentos que prácticamente me lo sabía de memoria.

Yo se los contaba a Emma mientras me suplicaba que parara de hablar, pero muy en el fondo sabía que le gustaban y seguía, hasta que llegaba un punto del climax de las historias donde su miedo salía con un fuerte grito seguido por un llanto estremecedor. Yo reía ante la inocencia de la niña y ella sólo intentaba seguir mi risa con lágrimas en sus ojos. Fingía que se molestaba y me pedía alejarme, pero yo no lo hacía porque tan sólo le avergonzaba que la viera llorar.

A Emma le fastidiaba tener miedo.

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