Epílogo.

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Pensé en ver a Emma después de ser declarado inocente. Pensé en verla cuando pude regresar a clases. Pensé en hacerlo el día en que se fue. Pero no, no lo hice.

Veía su ventana completamente cerrada cada noche, esperando a que ella la abriera para desearnos buenas noches pero nunca pasó. Su familia decidió irse del pueblo, dejar atrás todo lo que les recordaba lo horrible que fue. Yo pensé en hacerlo también, porque intentar tener una vida normal no era posible, porque a pesar de que era inocente nadie creía en mí. Quedaría en la memoria de todos.

Emma desapareció, se fue. Sabía que volver a verla era difícil. No le contaron a nadie.

Tiré el viejo libro de cuentos de terror, tiré las rosas muertas que Emma pintó, tiré a la basura los dibujos, me deshice de todo lo que me hiciera recordarla. Y a pesar de eso yo seguía mirando esa ventana cada noche antes de dormir.

Bajé del auto frente a la biblioteca y bebí un poco de café de mi termo. El líquido quemó mi garganta pero eso se sentía bien. Comencé a abrir las puertas del establecimiento sin ayuda. El señor Mason había enfermado y me dejó a cargo, aunque años antes me dijo que cuando muriera yo sería el nuevo dueño, él no tenía a nadie más. Creo que eso me pasará a mí, tendré que buscar a alguien a quién heredarle mis cosas porque tampoco tendré a nadie, pero tampoco tendré mucho que darle.

La biblioteca siempre olía a café por mi culpa. Pero eso es normal, es normal relacionar los libros con el café y un día frío.

Encendí las luces, puse los periódicos en el estante de la entrada y le di vuelta al cartel para que avisara que estaba abierto. Regresé tomando uno de ellos, vi la fecha; ocho de enero de mil novecientos noventa y siete. Cinco años exactamente.

El rechinido que caracterizaba a la puerta llamó mi antención, el señor Mason entraba con la ayuda de su viejo bastón de madera, dejé el periódico sobre el mostrador y puse mi termo encima.

—Creí que se quedaría en cama hoy—fui con él para ayudarlo entrar—. Pudo haberme avisado para pasar por usted, ¿se encuentra bien? —hice que se sentara en una de las sillas de la mesa frente al mostrador y el anciano solo negó.

—Sé que no me queda mucho y no quiero quedarme lo que me queda de vida en una cama, Charlie—rió y yo lo acompañé, busqué una de las tazas que él guardaba en las repisas y vertí un poco de café en ella—. Gracias—la tomó.

—¿Trajo su medicina? —dije en tono burlón y él solo me dio un leve golpe con su bastón en mi pierna—¡Auch! —me quejé y sobe mi pantorrilla.

—Algún día estarás igual que yo—bebió—. No las necesito, aún tengo fuerza—se recargó—. Me has cuidado mejor que mis hijos.

—Pero usted no tiene hijos—fruncí el entrecejo.

—Si los tuviera, aun así me hubieras cuidado mejor—bostezó—. ¿Crees que llegue al año dos mil?

—Si toma su medicamente, téngalo por seguro—reí yendo al mostrador.

—¿Cuándo te conseguirás una esposa?—se quejó.

—Bueno, yo quería ir a la universidad antes de preocuparme por eso—intenté limpiar el café que se derramó cuando serví en la taza—. Pero creo que eso ya no ocurrirá así que, primero debo encontrar una chica que...

—Sí, sí, sí—me calló—, que no le importe lo que digan de ti—resopló y su bigote bailó—. Pero no veo que hagas esfuerzo, muchacho. Te estás amargando la vida poco a poco con solo trabajar y cuidar que un viejo no se mate solo.

—Tengo que vivir de algo si no quiero regresar a la casa de mis padres—le miré y el anciano negó con la cabeza, con dificultad se puso de pie.

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