Trece.

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He de admitir que sentí miedo por primera vez cuando puse un pie dentro de esa habitación, una corriente eléctrica subió hasta mi cabeza y el frío que había afuera se esfumó como si se hubiera transformado a una soleada tarde de verano.

La miré, su larga cabellera estaba suelta y mantenía sus manos sobre la mesa de metal frente a ella donde podía ver como jugaba con las mangas de su suéter desesperadamente. Sus uñas tenían un color rojo y sus pálidos dedos estaban salpicados de pintura rosa. Ella no me miró.

El oficial me posicionó frente a ella, jalé la silla y me senté sobre el frío metal; me di cuenta que era el único que sentía calor. Dejé mi libro sobre la mesa, el golpe interrumpió el silencio e hizo que la chica bajara sus manos rápidamente.

— Tienes media hora—la oficial entró molesta, no me sorprendía que lo estuviese porque de alguna forma, yo había ganado. Le indicó a su compañero que se quedara y ella se fue cerrando la puerta. Di un vistazo a la ventana oscura, sabía que sus ojos verdes me miraban desde ahí deseando que cometa algún error.

Desayunar a solas era una costumbre, incluso antes de que esto pasara. Nunca tenían tiempo para desayunar y cuando yo bajaba a hacerlo me encontraba con la casa desolada y algo en el microondas. Esta vez mamá no dejó nada, quizá se dio cuenta que lo tiraba a la basura y fingía que comía algo que ella preparó.

Últimamente era como si solo nos preparáramos para lo peor, como si mi vida se fuera a acabar, como si fuera a morir. No me sentía del todo vivo pero estaba consciente de que aún respiraba.

Me puse a pensar en qué pasaría después y la agonía me golpeó nuevamente. Como si todo lo que debí sentir desde meses atrás entrara por mi boca, inundara mis pulmones y golpeara mi corazón hasta hacer que mi mente perdiera el juicio. Porque todo esto me estaba pasando, me estaba pasando a mí, no al chico de la televisión o al chico que vive al otro extremo de la calle, a mí.

Respiré hondo, mis mejillas comenzaron a arder y mi mandíbula a temblar.

No, no ahora.

Con pasos lentos fui a la nevera, no sabía que buscar pero todos tenemos la manía de hacer eso. Solo abrir esa puerta, sentir el frío y quedarnos así por un buen rato. Me encontré con una tarta de chocolate que parecía estar a propósito justo en la mitad de todo.

—Feliz cumpleaños—leí. Mamá no hacía esa tarta desde que cumplí once. Era sencilla por fuera pero su sabor era lo mejor que podías probar, al menos para mí lo era.

Pensé en que quizá esta era la razón por la cual estaba teniendo una brutal caída a mi cruda realidad. No me gustaba mi cumpleaños, todos solían olvidarlo. Mis familiares y amigos lo hacían porque estaban más ocupados recordando todo lo que les regalaron de navidad y más que emocionados porque un año más estaba por terminar.

A pesar de todo eso, no me esperaba pasar mi cumpleaños dieciséis de esta manera. Si estuviera en esa celda, quizá me hubiera ido mejor. No esperaba nada, sólo yo, un pedazo de tarta sin comer sobre la mesa y el ruido de las manecillas del reloj que servían para no sentirme distante del mundo.

Hasta que los policías golpearon mi puerta para llevarme de nuevo a la estación.

Emma me recordó de nuevo, Emma recordó mi cumpleaños. Emma quería verme.

Ahora la tenía frente a mí, tenía frente a mí a la chica que años atrás era mi mejor amiga y que ahora me era absolutamente prohibida. Fijé mis ojos en ella esperando una respuesta de su parte, pero sus ojos no dejaban de vacilar de un lado a otro. Colocó un mechón de su cabello detrás de su oreja dudando si debía moverse frente a mí, relamió sus labios y siguió sin prestarme mucha atención.

—¿Emma? —mascullé, ella sólo dio un pequeño salto en su lugar y el golpe de sus ojos me tocó. El azul frío de su mirada hizo que mi calor se fuera y comenzara a congelarme, era diferente, muy diferente.

La chica frente a mí no era Emma, mi Emma.

Como si ella se fuera esfumado junto con sus recuerdos y solo hubiese quedado su cuerpo con un alma que no sabe qué hacer. Estaba nerviosa, no me temía, lo sabía, pero estaba tan vacía que creía que el temerme era lo más correcto.

—Feliz cumpleaños—titubeó.


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