III

2 0 0
                                    

Llega la mañana y con ella el sueño. Me tumbo con los demás en uno de los dos tramos largos de la elipse. Logramos descansar pese a estar a horas o, con suerte, semanas de distancia de una muerte segura.

Dormimos en tandas de unos cuarenta minutos, entre cinco y diez por jornada. Nos situamos en mitad de la calzada, en el punto exactamente más alejado de los arbustos de ambos lados. Apenas vienen de día, pero ocurre y en esos casos saltan de repente desde el verde. Por eso siempre debe haber alguien vigilando: mientras un grupo se recuesta sobre el cemento helado, otros permanecen atentos a cualquier anomalía. Los que están de guardia forman en corro alrededor de los durmientes, como si estos fueran un tótem. Como si los que sueñan, aquellos lejos de la realidad, fueran la única esperanza, chamanes que podrían volver del sueño con una revelación capaz de salvarnos a todos.

En la carretera hay restos de carbón de rudimentarios hogares, tan negros como los restos de los charcos donde cayeron botellas de fuego. Un claro de arena hace el papel de baño público. La capa orgánica de heces y orina del suelo no suele acumularse, sino que es borrada por las lluvias. Pero llueve menos en invierno y últimamente hiede. Y, aunque no sudamos, nuestros cuerpos sucios aportan al desagradable ambiente. El viento es frío y firme y esparce la peste.

Mi turno de arrastrar uno de los carros de provisiones no llegará hasta dentro de tres días. Siguen llenos de comida en lata, bolsas de aperitivos y dulces; pero cada vez pesan menos. Claro que también nosotros somos menos.

La cisterna del camión desvencijado está a media capacidad. En su momento decidimos que tocamos a rellenar una botella diaria. Hay además desperdigados recipientes para recoger la lluvia que pueda caer del cielo. Las tormentas son más impredecibles que antes; es una de las secuelas de lo que pasó. El aire de la ciudad, sin embargo, parece más puro ahora.

Se acaba mi guardia y vuelvo a descansar. Hoy he tenido un calambre, son más y más frecuentes. En los gemelos, en el estómago. A veces sufro de jaquecas. Disminuyen las eyaculaciones en sueños. Me duermo acunado por los cánticos de los que continúan dando vueltas. Quizá sea yo el que una tarde cualquiera tenga la visión.

Despierto por enésima vez. La luz natural de otra jornada idéntica se apaga. Espero llegar a ver el siguiente amanecer.

Suele haber momentos de duda cuando se encienden las fachadas de los rascacielos. Nos miramos: ¿de verdad son tan superiores? De nuevo la luna llena. La admiro. Y a oscuras se repiten los focos, los látigos, las grabaciones de una megafonía que suena desde un pasado irrecuperable. Un pasado cercano y que también es el nuestro.

Esta noche se llevan al último que vino. Apenas se nos suma gente nueva ya y, además, tampoco traen ninguna información.

No sabemos qué hacen con los que secuestran, pero algunos parecen muertos antes de que los perdamos de vista. No sabemos qué somos nosotros para ellos, pero es evidente lo que ellos son para nosotros.

Los hombres dan otro paso (Luz y terror, 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora