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Y ya es mañana y estoy preparado para escapar.

Vienen antes del atardecer y roban al penúltimo de los niños. Aprovecho el desconcierto y corro, no lejos de ellos sino hacia ellos porque unos metros detrás de sus látigos feroces está la puerta. Paso a su lado, uno se da cuenta y me arroja su propio cuerpo, pero lo esquivo. Me llevo un corte en el muslo que me hace con un cortaplumas cuando cae, oigo un ruido: oigo cómo revienta su nariz al impactar con un pilón.

De reojo veo mi bota ensangrentada. Veo también la entrada, muy cerca, casi la toco y, en mi urgencia, dejo de correr y doy un salto, me estiro en el aire, he calculado mal, choco contra el vano metálico de la puerta y duele. Enseguida reacciono y mi mano alcanza la manilla y resbala pero la consigue bajar aunque no se abre, no se abre. No se abre. ¡No se abre!

Mientras dos colocan al niño sobre el vehículo, los demás se abalanzan sobre mí. Recibo un latigazo en el cuello en el preciso instante en el que por fin el truco para abrir irrumpo cierro. Fuera golpean, gritos no sé de quién pero son inútiles porque no pueden, después de mí nadie puede entrar.

Los hombres dan otro paso (Luz y terror, 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora