Estados de la materia

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—Aquí 1225, ¿dónde es el llamado?

—25, es en la segunda avenida y Rosewood. Se reportan disparos y una explosión.

—Voy en camino.

Pisó el acelerador y aumentó la velocidad para llegar lo antes posible. El oficial Hernández ya tenía conocimiento de la manifestación a la cual se había convocado para ese día; recordaba que esta sería pacífica, si bien resultaba controversial uno de los requisitos de presentación. De preferencia todos desnudos, consignas escritas en el cuerpo con pintura azul, de lo contrario, en ropa interior, también de color azul.

«¿Dónde escondería toda esa gente encuerada armas o explosivos?» pensó. Aquello no tenía sentido, menos si se tomaba en cuenta que aquella protesta tenía lugar debido a la polémica y recién aprobada ley que privatizaba el agua, por lo que no parecía muy coherente gastarla apagando incendios a lo largo de la ciudad.

Al llegar al punto de conflicto, Hernández se encontró con que varios elementos ya estaban desplegados frente a los manifestantes, quienes permanecían en un mismo punto, inertes, sin gesticular y, casi, sin que parecieran respirar, de mirada furiosa, clavada en los elementos policiacos y el edificio del congreso que custodiaban.

—Míralos... —dijo con desprecio un oficial a Hernández— Como si con eso fueran a cambiar algo. ¡Ja! Manifestarse no sirve para nada.

—Tienen derecho a hacerlo, compañero.

—Sí, pues ojalá pronto les quiten también ese privilegio —añadió con evidente furia el oficial.

—¿Es que a ti no te molesta que hayan privatizado el agua?

—No me importa en lo absoluto. No estoy jodido como para llorar por pagarla.

Ignorando a su compañero, Hernández se enfocó de nuevo en los manifestantes, que ahora habían comenzado a prestar atención a las palabras que uno de ellos dirigía al enorme contingente. Luego de mirar de nuevo, se dio cuenta que quien hablaba con tanta pasión y entrega era Nina, aquella a quien había adorado en secreto desde la secundaria, por lo que no fue difícil que su discurso lo atrapara.

—En el pasado, hemos permitido que nuestros derechos y nuestra dignidad fuera pisoteada por estos inhumanos, una tras otra, tras otra vez. Hemos callado, hemos soportado, llorado y hasta nos hemos desangrado en oscuridad por décadas, deseando que el día de mañana fuera mejor, pero eso nunca sucedería si no hacíamos que el mañana fuera hoy.

A la par que la multitud aplaudía las palabras de Nina, los radios de los oficiales comenzaban a sonar. Había órdenes de someter al contingente a la primera provocación; casi al instante, un par de pipas arribaron. Los manifestantes guardaron silencio una vez más, agrupándose más de cerca entre sí; Nina se mantuvo al frente.

—¡Debería darles vergüenza, oficiales! ¡Ustedes también son el pueblo!

—No lo creo, preciosa —dijo cínicamente uno de los oficiales, mientras se acercaba a Nina—. Vayan a casa y sean productivos o papá los castigará.

—¡No te me acerques, cerdo!

Sin pensarlo, el oficial sacó su cachiporra y golpeó a Nina. De inmediato, Hernández se abalanzó sobre su compañero para alejarlo de la mujer, provocando el descontento entre varios policías, pero celebración por parte de los manifestantes.

—¡Estúpido Hernández! ¡Tú no eres uno de ellos!

—Lo soy, siempre lo he sido—y mientras lo decía, quitó el gorro de su cabeza.

—Última advertencia, Hernández—dijo entre dientes el oficial, mientras le apuntaba con su cachiporra.— O te alineas o irás arrestado junto con todo este montón de revoltosos.

Hernández permaneció en silencio un momento, entre Nina y su compañero, tal y como en ideología se encontraba, y un bando tenía que adoptar. Tragó saliva para, al instante, comenzar a despojarse de su uniforme mientras gritaba a sus colegas.

—¡No sean tontos, compañeros! ¡Esto también nos va a joder! Ellos siempre ganan— señaló con furia hacia el congreso—. Siempre han ganado, y al final del día, por defender sus intereses, nosotros perdemos por partida doble. Perdemos nuestra dignidad y el respeto de nuestra gente.

Apenas terminó sus palabras, ya se había desvestido por completo. Se puso un paso enfrente de Nina y vio con firmeza a su compañero; la decisión ya se había tomado. El oficial selló la ruptura con un cachiporrazo en la cabeza a Hernández, provocando que los manifestantes rompieran filas y salieran en defensa de aquel policía que se les había unido.

Unos cuantos elementos más se desvistieron para unirse al bando opuesto; la trifulca había estallado. De las pipas se comenzó a disparar chorros de agua para disipar a los manifestantes; ahora aquel líquido ya no era sólo un lujo sino también un símbolo de represión. Al final del día, de aquella batalla, salieron ilusos creyéndose vencedores, aún y cuando todos habían sido vencidos.

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