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—Cállate, es muy diferente a la porquería que ingieren estos bastardos —frunció desdeñosamente los labios mientras observaba cómo la ingle soltaba gorgoteos de sangre, uno detrás de otro a intervalos—. Esa perra llamó probablemente a la jefatura, dalo por hecho que ellos llegarán en unos quince minutos, mínimo. Para entonces, ya nos habremos ido —aunque, por la manera en que respondió eran dudosas las palabras, ya que las articuló con el aire de un capitán que acababa de decidir hundirse con su barco.

Apaciblemente aseguró el envase y lo envolvió en tela antes de guardarlo en la mochila que trajo consigo todo este rato. Jessie, que se hallaba frente a él sin todavía apartarse del cadáver, observaba sin medir una explicación razonable del acto, digno de llamársele atroz. Las lágrimas en el rostro, los temblores conjugándose en espasmos, la mira tan inerte; a pesar de aún seguir vivo, internamente ya estaba muerto. Junto a él, tal vez Remington.

Hubo un tercer disparo.

Una serie de sonidos reconocibles a toda costa aumentaban en proximidad; las sirenas de patrullas se allegaban a la reunión. Los tres permanecieron por más de tres segundos analizándose las caras, buscando una explicación y con suerte la de un chiste.

—¿Pero qué cojones? ¡Dijiste que en quince! —dejó caer el bate y se quitó con rapidez los guantes, acto seguido por el chico que traía lentes y luego los guardaron en la mochila del contrario. El aparente líder aseguró que ningún objeto faltase, entre maldiciones para la chica que llamó a la unidad, el trío se dirigió con apresuramiento a la salida para así escaparse de las frías manos de la condena del tribunal.

Dos de ellos se fueron, uno se detuvo en todo el marco de la puerta.


El nerviosismo dominaba la respiración severamente agitada del joven en lo que se disipaba entre los pasillos eternos de la construcción, y paró en seco al reconocer las alarmas de ciertas patrullas que rodeaban la misma. El miedo intangible tomó por sorpresa el razonamiento como para hacerle cambiar de dirección.

La presión y el calor de los músculos ascendían a medida que él subía las escaleras. Dos o tres segundos se detenía a alumbrar los tenebrosos pasajes con una de las barras de luz que recién había recogido antes de escaparse. En menos tiempo se decidía a dónde a correr, sin vacilarlo demasiado, cursaba en una esquina; alguna que otra; durante un rato; hasta que una de éstas le traicionó en absoluto. Un espantado alarido fue formulado, y con rabia forcejeó contra la figura que se topó delante, que le sujetaba la muñeca en la que traía la barra luminiscente y que proyectaba su brillo entre ambos.

El sobresalto se transformó en algo similar a la valentía justa. Cuando encontró las pupilas del contrario con el que se debatía fuerza abrupta, descubiertas por la irradiación artificialmente verdosa, recorrió en todo su sistema la rabia al no reconocer el adversario, que descaradamente se escondía tras un pasamontañas como un mísero cobarde.

Dos movimientos suficientes, como para haber alcanzado aquella engañosa fachada y descubrir en ella un rostro fijo de las últimas memorias: la piel cadavérica, el cabello negruzco de un ataúd, las facciones que lo permitían reconocer. Esta impresión, bastó para despistar al sencillo de Frank.

Al haber sido girado, fue privado de la libertad de las muñecas juntándose en la espalda baja, y así se le arrebató el pasamontañas y la pequeña barra. Del mismo modo, que un policía esposa a un ladrón, a un pecador, fue apuntado con el arma calibrada en el inicio de la columna vertebral, que si de un disparo no se moría, lo dejaba parapléjico.


—¿No te das cuenta? Ella llamó a la policía, estás completamente jodido.

Intentó capturar la atención del contrario, aunque estando casi consciente de que era una acción en vano. Sin esperar respuesta, tras él pretendió el manejador de hilos, manipularlo al igual que otros títeres humanos. Guiándolo, además de a un estado más fuerte de tensión, por las escaleras en las que se empeñaron a subir a pesar de una sola voluntad. El tiempo de ser medido, se haría en dos realidades, una en la que transcurría demasiado lento para ellos y la segunda, que realmente sucedía todo muy rápido.

—Estás consciente de que la policía ya está aquí, ¿no es cierto? —volvió a forzar una conversación y un interlocutor. Terminó en lo mismo.

Levantó la cara en cuanto divisó una gélida corriente de aire rozándole los pómulos. Ya habían llegado al techo de la fábrica. El puro oxígeno extendiéndose y el panorama de la lejana ciudad formaba una sensación milagrosa, como si la imaginación lograría ser real y donde lo realista renunciaba a ser.

Era curioso, no tenía miedo.

Pudo diferenciar que su actitud con la del homicida, la suya se encontraba sosegada. Luego de haber aceptado el riesgo de ser asesinado, no estaba tan intimidado como hacía más de media hora. Sin lugar a dudas, un complejo causado por el deterioro del juicio y el consumo de un narcótico. Repentinamente fue empujado un metro y medio, siendo distanciado del otro.

—Abre esto —le demandó a última hora, señalando con la pistola un depósito viejo y olvidado de la mano laboral del hombre. El joven obedeció sin quitarle la mirada estupefacta de encima, mientras que hacía un esfuerzo por girar la inmensa tapa del tanque contenida de agua empozada, del que la obscuridad viscosa emergía en espuma de color grisáceo y glauco...

La continuación de una borrosa frase se quedó a mitad, un apagón de consciencia se manifestó en desplome y el sistema nervioso presentó fallas, al no saber ni sentir, ni recordar, lo que ocurrió después de haber abierto aquel depósito.

Tal vez, sólo tal vez, ya estaba garantizado su fallecimiento.


Y hubo un instante en que Frank lo había ansiado.


MR. SINISTER

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⏰ Última actualización: Jun 30, 2020 ⏰

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