Lavanda

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Lavanda

Lograba sentir su mano sobre la mía, aunque sabía que no podía estar más alejado de tenerla junto a mí.

Se cumplía cierto tiempo desde la última vez que acaricié sus mejillas desencajadas esa noche decisiva, no estando consciente de que tal gesto cualquiera sería nuestro único adiós; última oportunidad en la que contorneé el camino esquelético de su espalda para sostener sus temblores en mis manos, esclavos de la noche, escapados de la vigilancia de los muertos y del miedo a la nada, libres por primera vez en mucho tiempo, como si el otro fuera el descanso, la paz, el alivio.

Recuerdo haber bajado por cada una de las marcas de su piel, palpando apenas las cicatrices chamuscadas por el tiempo, los lunares que nadie más que yo había visto, las pecas que nunca habían sido tocadas por el sol, hasta aprenderme el caminillo a su cadera como la mismísima verdad, como señales que me guiaban por ella través de mis dedos curiosos.

Sentía su cuerpo pegado contra el mío, nuestros calores unidos en uno solo, el fervor de su respiración agitada, el olor de su perfume natural a lavanda, el sudor, el nerviosismo, la emoción simultánea y el miedo combinados en su unidad. Nunca admitiría creerse débil ante las nuevas sensaciones que la invadían; nunca se diría a sí misma que se había entregado a mí esa noche porque nos habíamos enamorados como los locos, desquiciados de sentimiento; nunca me expresaría su amor a través de las genéricas palabras bonitas que cualquier otra podría decirme, nunca me besaría sin sentir electrocuciones de arrepentimiento en todo el cuerpo, nunca me miraría a los ojos al hacer el amor, nunca me susurraría «te amo» sin dudar unos dos segundos antes; y, sin embargo, estaba dispuesto a amarla cada día, cada noche, cada momento que tendríamos juntos por el resto de nuestras vidas.

Pero se había ido, y me dejó solo.

Cargaba tanta preocupación y tristeza encima que podría haber muerto de un corazón roto. Vagaría por horas y horas y horas a lo largo de los pasillos del edificio, buscándola en las paredes, en las puertas, en los cuartos deshabitados, en los baños, en los almacenes de limpieza, en cualquier parte, en cualquier lugar donde quedara un poco de su esencia, hasta que, después de darle un último sorbido a su olor a lavanda, pudiera descansar en paz después de tanto tiempo, con la seguridad de que no era otro de los fantasmas que me perturbaban en las madrugadas. Aunque aún no la había encontrado, investigaría en cada rincón, indagaría cada mota de polvo, cada espacio vacío donde su olor pudiera yacer; daría todo, entregaría más allá de los límites de mis visiones y poderes, con tal de que ella lograra tener su merecido descanso eterno, y no la angustiosa vida parásita de un fantasma.

Los habitantes del complejo residencial me dejaban flores y regalos que yo devolvía con una sonrisa; era incapaz de mirar las flores sin recordarme del primer ramo que le había dado, en nuestra primera cita, cuando ella habría gritado una maldición en su idioma al yo explicarle que, luego de darme un golpe en la cabeza a los ocho años de edad, adquirí la habilidad que me acompañaría por el resto de mis días, la de llevar a los fantasmas a su descanso eterno. No conocía a soledad, la paz, el silencio, y ella me respondió «yo tampoco» para proceder a contarme que ella era capaz de traer de vuelta a los fantasmas, quienes la perseguían en busca de la salvación, del regreso.

Éramos el pedazo faltante del otro, condenados a amarnos y de una u otra forma condenados a perdernos también.

Sollocé contra la nada, apretando su chaqueta de cuero contra mí. La sentía cerca, pero no sabía dónde; podría haber estado a un paso, a un estirón de la mano que días antes la había tocado para amarla, o en algún lugar inalcanzable incluso para mis habilidades, perdida entre al ayer y el mañana, el silencio y la oscuridad, sus recuerdos y los míos.

Sin embargo, estaba dispuesto a encontrarla; lo haría por ella.

Caminé por la pieza que solíamos compartir, perdido de soledad y aflicción, sin saber cómo reaccionar ante la nada que crecía en mi pecho. Tomé entre mis manos temblorosas un lapicero y me senté frente al escritorio. El papel que había llenado de garabatos antes de irse seguía ahí, extrañándola. Ajusté los lentes sobre mi rostro, cansado, sin poder ver mucho más que manchones de color y borrones de formas. Entonces empecé a estrellar las palabras contra la hoja al ritmo del reloj; los minutos pasaban mientras yo desdibujaba la pregunta una y otra vez, desesperanzado y con esperanza por igual, como si de cierta forma me hubiera vuelto adicto a la idea de no hallarla y de permanecer en su búsqueda por siempre para así no tener que soltarme de ella.

¿Dónde estás, Olivia?

Déjame aliviarte.

Déjame encontrarte.

Donde estés tú, mi corazón está. Me he quedado sin corazón.

¿Dónde estás, Olivia?

No descansaré hasta saber que tú lo haces.

Dame una señal.

¿Dónde estás?

Al instante, un olor a lavanda surgió en el aire, leve, pero conciso.

Sonreí con tristeza. Era imposible no rememorar cuantas veces había tenido ese mismo aroma junto a mi nariz, en su piel, en su boca, en su ropa, en sus ronquidos a mi lado cuando el sueño solía vencerla antes de tiempo.

Gracias, mi amor.

Jaula de aves negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora