Muerto

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Muerto

─No entiendo, ¿qué tienes? ─le pregunté a Olivia con la voz más serena posible, aunque mi interior se fragmentaba en millones de sensaciones escalofriantes que me susurraban al oído «está muerta, ¡eso es lo que le pasa!»─. Amor, soy yo, no te haré daño.

Olivia sujetó el bastón con tanta fuerza que su puño se tornó blanco alrededor de la madera. Procuró hablar, pero su mandíbula falló. Apretó los ojos una vez más, colérica; había expulsado tanto aire que le costaba mantenerse alerta, sólo mirándome con el miedo más grande que un animal indefenso puede reproducir hacia su cazador. Sin entender cómo yo causaba esos efectos incoherentes en ella, mi amor, mi cielo, mi princesa, sopesé que lo más lógico era simplemente alejarme, dejarla tranquila con sus demonios inexplicables hasta que se calmara.
Pero, ¿cómo podría hacer eso? Había millones de posibilidades; si la dejaba ir en ese instante, era posible que no la viera nunca más. Le permitiría vagar sola entre la vida y la muerte, perdida indefinidamente, ¿o dejaría mi egoísmo atrás y la ayudaría a sabiendas de que me ganaría su odio eterno, de que su último pensamiento sería el desprecio hacia mí, Poe, su amor irreprochable, de que nunca la recordaría de manera afectuosa, bonita, sino que sólo quedarían clavados en mi memoria los ojos llenos de resentimiento como suplicándome esa última ilusión de vida?

Sólo era cuestión de observar las cenizas que deja la muerte en los vivos; yo nunca sería capaz de reconstruir mis piezas después de dejarla ir, y sólo quedaría un vacío insaciable que me comería despacio hasta darle un triste final a mi existencia. Pero, ¿Olivia merecía menos que eso? ¿Merecía que evitara el dolor de su pérdida para significarle a ella un sufrimiento eterno?

Di un paso en su dirección, ganándome que abriera su paraguas apresuradamente y empezara a cojear bajo la suave llovizna que todavía caía.

─¡Olivia! ─La seguí, desvergonzado; la gente sólo vería a un lunático persiguiendo al vacío bajo la lluvia─. ¡Olivia, por favor!

Cruzó la carretera, apresurando su pierna mala y al bastón resbaladizo, casi inútil en ese instante; distraída y asustada por completo, no observó el auto que, tétrico, rozó el sobrante de su abrigo y lo hizo virar en el aire en un bonito baile de muerte evitada. 
Tal detalle me confundió, ya que, de estar muerta, su abrigo habría atravesado la superficie del carro al igual que si se tratara de humo.

¿Qué acababa de suceder?

Paralizado, exhalé de confusión. La observé alejarse, sin entender cómo era posible siquiera que personas la saludaran al verla pasar a su lado; repasando libros en mi cabeza, explicaciones, fantasmas, muerte, textos, investigaciones, recuerdos del último momento, ¿qué? Inverosímil. Olivia estaba muerta. Todo lo que llevaba encima estaba muerto y los únicos capaces de verla deberían ser los brujos como lo era yo.

Sin embargo, Olivia sólo parecía estar muerta para mí.

Los lentes. Los cigarrillos. Los olores. El paraguas. Trufas. La verdad se asentó en mi mente en un pensamiento sempiterno que confundía incluso más que lo que alegaba ser la muerte de Olivia, colocando mi mundo de cabeza por completo.

Las flores dejadas en mi apartamento eran muestras de respeto a Olivia por algo ajeno a mí o a su muerte.

Los garabatos en la libreta no podían ser otra cosa que recientes anotaciones de su parte.

El olor a lavanda debía seguir plasmado en el apartamento porque Olivia seguía viviendo ahí.

La única manera de que los cigarrillos llegaran al piso de la terraza era que Olivia hubiera fumado recientemente y, muerta, no podía hacerlo de ninguna forma.

El portero del edificio no me devolvió el saludo porque pensó haberlo imaginado al no encontrar a la persona que lo profirió. 

Las personas de la floristería no me ignoraron, sólo no fueron capaces de verme.

Trufas sintió mi olor y reaccionó con agresividad porque tampoco podía verme.

La fantasma y yo compartimos paraguas porque yo estaba muerto también.

Olivia me tenía miedo porque yo era un fantasma, un fantasma que ella había traído de vuelta.

No vi venir el camión que, tranquilo, me atravesó como una ilusión de ensueño. Ni siquiera percibí el latón estrellarse contra mi piel, ya que yo, en realidad, no podía sentir nada, porque había muerto mucho tiempo atrás. El camión siguió su camino sin siquiera estar consciente de que había atravesado a una persona, a Poe, el chico que solía caminar por esas calles todos los días al lado de una tal Olivia.

O a un muerto, más bien.

Luego de pasar la primera sensación de impacto donde creí que el camión me había impactado de verdad, decliné ante la presión de mi pecho. Por primera vez sentí tanto miedo que no supe qué hacer a continuación. ¿Qué hacer ahora que sabía que estaba muerto? Sin sentido, sin razón.

Me llevé las manos a la cara, hundido en mi propia miseria; me lancé al pavimento, inconsciente pero reflexivo, con las únicas ganas de ver cómo los autos me pasaban por encima como hologramas hechos con la tecnología más avanzada; reales, tan reales: lo único falso ahí era yo. Estaba muerto. Muerto desde hacía tanto que ni siquiera podía recordar cómo había sido arrancada la vida de mi cuerpo.

¿Cómo no había visto las señales, la verdad? ¡Tantas cosas obvias! No había hablado con nadie hacía más de dos semanas, desde el momento de mi forzado regreso; ni siquiera comía, ni tomaba a agua o me aseaba, ya que la gran obsesión de mi muerte era encontrar a Olivia.

No había bajado la mirada para observar el gran manchón rojo que cubría mi camiseta blanca hasta ese momento; una enorme incisión circular, recuerdo del accidente, aquel que de seguro me había hecho estirar la pata: pero, ¿cómo recordarlo?

Esperé haber tenido una muerte rápida, un adiós simple de mí hacia la vida, pero sobre cualquier cosa deseé nunca recuperar esa imagen del último resuello.

Jaula de aves negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora