Cigarrillos

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Cigarrillos

Di vueltas por la habitación, buscándola. El olor a lavanda se percibía cada vez más cerca, pero por alguna razón la sentí a ella más lejana, más distanciada y enemistada de mis manos. ¿Qué sucedía que no podía tocarla, verla?

A pesar de haber llevado una vida rodeado de muertos, era incapaz de ver a la única fantasma que alguna vez me había interesado encontrar.

Recordaba a Olivia con tanta solidez que pude haber extendido mi mano y plasmarla con mis dedos en el aire. Sus piernas defectuosas, el cabello al ras de un vibrante color rojo, las manos cansadas y envejecidas. Era como un ave traviesa que se había encadenado al piso por el peso de sí misma, de sus propios pensamientos e imaginaciones, presión infinita que se adhería a sus hombros como un parásito cada vez más mortal.

Porque Olivia era una escritora que se había quedado sin inspiración.

Recorrí el lugar que compartimos por tantos años, tantos recuerdos y experiencias juntos. Tanteé las partes donde ella solía estar mayor tiempo en vida; la cama de la habitación contigua a la nuestra, en la que se escapaba de mí para escribir tranquila en las noches, y el escritorio donde se quedaba con las manos paralizadas y los ojos vacíos al darse de cabeza contra el piso porque no tenía el sentimiento de haber relatado algo decente, interesante o innovador para sus numerosos lectores.

Cada vez que se disponía a escribir, tenía esa necesidad enfermiza de fumar en la terraza como un ritual sagrado a través del que «purificarse» para darle cara a la hoja en blanco. Sin embargo, Olivia estaba pasando por una época terrible; las ideas, encapotadas en su mente e incapaces de plasmarse en la hoja tal como ella las imaginaba, eran como cadenas que la jalaban hacia atrás sin llevarla a otra parte que a un vacío abrumador. Pasaba semanas estancada en su propio discurso fantástico sin hallarle una solución al nudo que ella misma había inventado. Entumecida de espíritu, Olivia hubiera matado por volver a ser la misma escritora que alguna vez se interpuso en las listas más grandes de éxito sin más que sus palabras descabelladas y un alma fresca que encontraba desahogo a través de las letras; aquella chica falta de ambición, joven y esperanzada que se había metido de lleno en el abismo de un mundo tétrico y absorbente no estando consciente de lo que le esperaba abajo. ¿Qué le había pasado a Olivia, a mi Olivia? No era la misma chica de hacía años atrás; la presión de las editoriales, del público, la había cambiado, había suprimido su esencia rebelde hasta convertirse en un cascarón vacío que fumaba y escribía porque sí.

Le dije tantas veces que escribir y fumar estaban muy alejados de tener alguna conexión mítica que la ayudara. Ella me sonreía con malicia cada vez, haciendo uso de su acostumbrada expresión de felino somnoliento, para concluir victoriosa: «si me muero mañana, al menos estaré feliz de dos cosas: la idea trascendental que busco surgirá porque me fumé este cigarrillo y te fumé a ti hasta hacerte mío, Poe».

Al salir a la terraza, suspiré hasta el fondo de mis pulmones, curioseando el poco olor a cigarrillo que todavía quedaba impregnado en las ventanas, en las cortinas, en la abandonada jaula de pájaros y en la única silla que ella había colocado afuera para fumar; me senté en el pequeño banco, encorvado, con la vista gacha y el ánimo por el suelo, sin entender cómo había pasado un día de regañarla por acortarse la vida con un vicio sin fundamento a sólo rogarle el eterno descanso con todo mi corazón, para que estuviera libre, tranquila, lejos de mí, pero segura.

Suspiré, derrotado. Pasé las manos por mi cabello una y otra vez, perdido en ella, y extraviado para siempre en vida. Me pregunté si Olivia se habría sentido así de desesperada al hallarse en la escritora como antes, igual que perder el aliento para siempre.
Al fijar la vista en el suelo, noté las colillas de cigarrillo que había pasado por alto al salir precipitadamente en su búsqueda.

Era el mismo patrón desastroso que Olivia solía dejar cada vez que se impacientaba ante la falta de inspiración. Cigarrillos por todas partes. Cigarrillos, cigarrillos y más cigarrillos.

Era un detalle tan pequeño, tan mínimo, que podría haber pasado desapercibido para cualquiera. Me acerqué al piso hasta que comprobé lo evidente. Solía odiar tanto su manía; nunca me pasó por la cabeza que representaría una salvación, una señal tan clara de que seguía cerca de mí para poder socorrerla en el momento vital.

Ahí estaban los restos de su capricho más grande, rasgo característico de su sabor y su olor.

Había recorrido el apartamento de pies a cabeza, desde el más mínimo detalle hasta lo más notorio, al ella irse para no volver; entonces, ¿cómo habían llegado ese caminillo hasta ahí?

Exhalé profundo, una y otra vez, hasta que me quedé sin más opción que agarrarme los pelos de la cabeza para controlar la emoción; procuré controlarme, no reír ni llorar, sólo susurrar contra mis manos como si de cierta manera ella estuviera allí para escucharme.

─Olivia ─sollocé, ahogado─. Olivia, estás cerca, mi amor.

Jaula de aves negrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora