Parte 4 | Amarga soledad

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Habría sido simplemente un sitio más, si allí no se encontraran tantos recuerdos de corto tiempo. Eran potentes, fermentados, insistentes... Y pese a lo mucho que había intentado quitarse las emociones para cuando llegara el momento que estaba a punto de vivir, lo cierto era que sus nervios se manifestaban en un hilo tan pero tan delgado, que pronto acabarían reflejados en la claridad de sus pupilas. Tenía miedo de mostrarse demasiado humano.

La persona que manejaba el vehículo que se encargaría de devolverle hasta su antigua estadía temporal era un viejo conocido de Aiden. Dongi, un taxista de renombre cuya cualidad se resumía a pasar desapercibido y a entender la nostalgia en el porte de la gente al momento de soltar su destino. James llevaba sumido por un largo rato entre calles y establecimientos que reconocía bastante bien. Dongi le inspeccionaba a través del espejo retrovisor de vez en cuando, siendo evidencia suficiente para darse cuenta del favor que intentaba hacerle.

—Usted y yo somos casi lo mismo, Jamie —la voz chillona del hombre le quitó el ensueño en el que descansaba:—. Sin dónde buscar, uno no tiene dónde ser encontrado —ante la luz verde, la larga fila de automóviles comenzó a moverse y el tramo restante se acortó con el paso de los segundos—. Y como me ha dicho que a la comisaría, pensé en darle un pequeño recorrido, pa' que se le grabe aquí —el espejo le permitió ver cómo se golpeaba el centro de la frente con su índice derecho.

La risa que desprendió luego de aquellas palabras continuó resonando en su mente inclusive cuando el coche se detuvo frente al establecimiento:—Jamie... Aún le queremos por el pueblo, ¿sí? El jefe le extraña mucho. ¿Puede imaginarse lo amarga que es la soledad... Gustabo? —no bastó con aferrarse a las tiras del gran bolso negro que traía consigo, pues la sorpresa de llamarle por aquel nombre hizo que el agarre de sus dedos sobre la manija de la puerta trasera del coche terminara siendo débil. Se bajó como pudo, evitando el enganche persistente de los ojos de Dongi sobre sus movimientos torpes— Digo, así es como se hace llamar aquí, ¿no? Ya ha pisado la acera.

Gustabo se observó los zapatos. Estaba erguido a un lado del vehículo, consciente de que Dongi informaría de todo lo que se percatara. Tuvo que recomponerse con una respiración profunda antes de hacer un último contacto visual. Sí que nos parecemos, pensó por un nanosegundo, pero lo punzante dentro de la vista ajena fue un recordatorio que le marcó los pasos al subir la escalera exterior de comisaría.

Había enumerado sus acciones una vez llegara a la ciudad, pero el recuento perfeccionista para poder comprimir su incertidumbre esfumó por completo cualquier intento por mantenerse afable. ¿Qué era lo que debía hacer una vez traspasara las puertas de cristal? Ya ni lo recordaba. Por suerte, la recepción se hallaba vacía. Agradeció a los mil demonios que aún siguieran de vagos. Según la agenda mental que había estudiado en enfermizas ocasiones, el Superintendente Conway debía rondar por los alrededores. Lo único que Gustabo anhelaba evitar era un encuentro fortuito con su persona más allegada, Horacio. Cuando más pudiera soslayar la idea, mejores explicaciones formaría para otorgarle.

Tomó una respiración profunda una vez se hubo sentado en los asientos de espera. Su espalda enfrentaba la salida principal y los anteojos de sol que escondían su presencia enfocaban directos hacia sus rodillas. Se aseguró de que aún apretujaba las tiras de tela del enorme bolso pesado que yacía sobre éstas. Llevó una de sus palmas hacia el sombrero negro de material duro que vestía sobre su cabeza, cerciorando que se encontrara en su debido lugar. James le había dejado una carga indescriptible a Gustabo; ¿qué haría él si el Superintendente decidía torturarlo hasta la muerte por siquiera atreverse a escapar de sus hazañas? ¿Y si le enviaba a la Federal por algún cargo inculpado de mala gana o sacaba a relucir alguno de los tantos que había cometido con terceros antes de su aparente vida legal? La lógica le carcomía las escasas probabilidades de que su antiguo jefe fuera a aceptar lo que tenía para ofrecerle. Sin la menor idea de lo que fuera a depararle la vida, Gustabo no podría liderar la carga que suponía un mísero segundo de James en ella. Cuestionó a su juicio si encerrarse en un calabozo era la opción más sana.

— ¿Caballero? —desde su izquierda, un rostro cuyo propietario desconocía se acercó hasta él. Llevaba el uniforme de policía y dedujo que se trataba de un simple alumno por su postura rígida— ¿Puedo ayudarle en algo?

—Ah, sí. Buenos días —su voz sonaba ahogada. Desde la conversación que había tenido con el taxista llevaba la garganta hecha un nudo. Puso el bolso tras su espalda y se quitó los lentes, dándole la seguridad que su acompañante necesitaba para entender que Gustabo no representaba ninguna amenaza—. Pues verá... Ayer el Superintendente me atendió una consulta urgente que tenía y me ha dicho que necesitaba volver a alegar frente a él en el día de hoy.

—Vale, le entiendo... Pero el Superintendente aún no ha llegado. Aguarde unos minutos aquí sentado.

—Pues... Mire —Gustabo echó un vistazo a su alrededor. Sabía que no tendría una mejor oportunidad que aquella, por el rango que suponía la persona frente a él y por la bola de chismerío que se propagaría de manera inevitable de quedarse donde estaba—.... Hay unas personas peligrosas atosigándome en este preciso instante, ¿le molestaría llevarme a su despacho? Ayer he conversado allí con él. Tengo mucho miedo, agente —para finalizar, le especificó en cuál, señalando la doble puerta a su derecha un par de metros por delante.

Gustabo no tuvo muy en claro si lo que terminó por convencerle fue la última palabra en abandonar sus labios. Por momentos como aquellos agradecía el tacto tan seco que el cabecilla mantenía con el resto de los policías. Intentó evadir el entumecimiento que sufrieron sus piernas al ponerse de pie con la idea del escaso reconocimiento que aquel alumno debía de sufrir para su corta trayectoria en el Cuerpo y con el cual tendría que lidiar. Le habría advertido lo gilipollas que en realidad resultaba ser su superior, pero estaba concentrado en no darse de bruces con los escalones a subir. Conocía esas paredes a tanto detalle que no pudo evitar sorprenderse con la pulcritud de las mismas y, posteriormente, con el gigantesco mural conmemorativo que se sostenía en una de ellas. Gustabo tragó saliva. Viéndolo desde afuera, ahora no podía soportar el pensamiento de que Horacio pudiera estampillarse en uno de los marcos restantes.

Debió de hallarse tan inmerso en la estructura que el uniformado se detuvo a su lado:—Me advirtieron de esto al entrar al Cuerpo —comentó, afligido. Ahora que Gustabo podía observar sus facciones a la luz de los ventanales a su alrededor, pensó que se veía como un hombre hecho y derecho—. No sabría decirle si he tenido suerte al no llegar a conocerlos como par. ¿Usted cree que es un pensamiento egoísta?

—Para nada, amigo. Para nada... —aquello era lo que él llevaba pensando desde entonces. Se dio cuenta de lo amargo que sonaba, de igual forma, escuchar un comentario como aquel de un tercero y tuvo curiosidad por saber las consecuencias emocionales de habérselo expresado al Superintendente en su día. Pudo percibir el dolor de un pinchazo en el pecho disipándose con la potencia de las zancadas faltantes para adentrarse al despacho.

Gustabo sintió un escalofrío recorrerle la columna vertebral. Habría salido volando hacia el espacio exterior de no haber sido por el peso extra sobre su fisonomía. Aquel lugar le golpeó como una ráfaga de viento sobre el mar, con la brizna de la característica colonia agria que usaba el Superintendente y el silencio arrullador que no sentía hacía meses. Pero allí no se encontraba nadie más que él y el alumno, expectante en el umbral de la puerta. Si había tenido la oportunidad de anillar sus acciones de antemano, la densidad de la melancolía barnizándole las pupilas jamás estuvo entre sus planes. Las muestras de debilidad provenían de James, siempre ha sido así, afirmaba en cuanto podía, y estaba seguro de que aquella se debía al cajón que se había atrevido a abrir semanas atrás.

—No se preocupe, agente, me quedaré más quieto que una almeja —se obligó a dar cuerda. Dejó el bolso en el sillón donde Horacio solía sentarse y acarició el cabezal del que le había pertenecido tantas veces. Cuando se hubo sentado en éste, mintió:—. No tiene idea de lo cansado que me tienen los soplapollas de los basureros.

—Todo en esta vida se soluciona tarde o temprano, caballero —Gustabo concluyó que la risa de aquel alumno era un trago de café con miel. Habría accedido gustoso a pedirle la compañía de sus energías positivas por lo que durara el huracán en su estómago, pero sus neuronas secundaban a sus párpados cerrados y tranquilos—. Por cierto, ¿me facilita su nombre y apellido?

A buena hora me lo dices, capullo, pensó. Ladeó una sonrisa, aún en ese estado apacible. Se sintió un poco orgulloso de saber que había llegado a preguntárselo al menos, pues suficiente con imaginar que el Superintendente le mataría por llevar a un extraño hasta su despacho. Se cuestionó si avisaría por radio sobre cualquier cosa que fuera a soltar de sus labios, así que se lo preparó:—Gustabo, con B de bombón. Comuníqueselo, amigo mío.

a Man Without Destiny › INTENABODonde viven las historias. Descúbrelo ahora