Parte 5 | Frío y calculador

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Quien osara traicionar a Jack Conway tenía el derecho de enterarse que su vida acababa allí mismo. No existían ocasiones victoriosas que rememorar ni personas vivas que pudieran enumerarlas por él; los primeros chispazos de la idea ameritaban un viaje sin retorno, una hazaña inmovilizada, una pistola vacía... Y esa seguridad absoluta de ser tan temido le llevó a confiar en quien jamás habría huido de sus garras.

Pero lo había hecho.

¿Dónde debía buscar cuando ni siquiera la persona más allegada al sujeto era capaz de soltar su posible ubicación? No le hacía falta indagar más allá del rostro de Horacio, hundido en lo que parecía ser el desconcierto en su máximo esplendor. A veces le escuchaba murmurar un par de incoherencias en los rincones de la estación de policía, pero interrogarle sobre ello le servía poco y nada. Gustabo se había esfumado de la Tierra y Conway, inconscientemente, había acurrucado su existencia en las palabras desprendidas de sus labios a lo largo del tiempo, aun cuando sabía que lo único verídico en ellas era la destreza de hacerle sentir como en casa... Como a todos, se refugiaba.

La realidad de la nula importancia sobre cualquier operativo de búsqueda que montara a futuro le golpeó junto a la decepción de lo inevitable. Incluso si el apego resquebrajaba su amague de firme voluntad, aquel rubio no debía estar bajo el mando de otra persona que no fuera él. De llegar a transformarse en la herramienta de un grupo peligroso, cualquier humano con un deje de inseguridad podía terminar jugando para ellos, y pese a que deseaba imaginar que aquel demente aún mantenía unos cuantos valores en su cabeza, nada le aseguraba al cien por ciento que fuera a mantenerse alejado del crimen, como había insinuado en el primer día de su condena en la Federal. Ese razonamiento recurrente le servía de escape ante el hervor de la sangre que corría por sus venas.

Y luego de meses, cuando el día a día había decidido fluir hacia el fin de la investigación esporádica y de personal selectivo que rodeaba al caso, Gustabo se presentó en su despacho.

El informe por radio le había enganchado en un atraco en badulaque central. De manera inexorable, no pudo contestar a la negociación en curso pues su primer instinto fue observar a Horacio, unos metros detrás de él, enmascarado, de brazos cruzados y pendiente de lo que parecía ser una conversación entre dos agentes más, pegados a un letrero de prohibido fumar. Conway había estado viéndole tan sumido en su trabajo como policía que ahora le extrañaba divisarle enajenado del presente. Tenía bien en claro que se trataba de una persona sensible y los cambios que había sufrido en solitario a partir de la desaparición de su compañero de vida significaban una prueba más de ello, pero si tardaba en hacerse cargo él mismo de la situación por márgen de segundos el reencuentro entre ambos se rodearía de hematomas duraderos y sangre seca permanente. Estaba demasiado seguro.

Para cuando Horacio se percató del mensaje recibido por la emisora, Conway ya había alertado sobre la situación al Comisario Volkov, a cubierto en la pared lateral izquierda de la entrada al pequeño local. Agradeció a los mil demonios que el servicio diurno les reuniera en esa ocasión inesperadamente especial y maldijo a unos cuantos más por el espectáculo que podía llegar a desatarse en cuestión de minutos. Apresuró el paso hacia su patrulla y se permitió echar un breve vistazo al panorama que había dejado atrás hacía segundos una vez en marcha el vehículo: Horacio daba vueltas sobre su lugar, intentando librarse del agarre del ruso sobre sus antebrazos y de la atención del resto de agentes rodeándoles.

El atraco había quedado en segundo plano y, probablemente, muchas situaciones más sufrirían aquella desatención por parte del Superintendente hasta averiguar qué había ocurrido con su querido Gustabín.

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¿Qué le aseguraba que fuera a aparecer frente a su nariz? Gustabo llegó a esa conclusión un segundo después de que el alumno comunicara sus palabras por radio para luego retirarse del lugar. A lo mejor exagero, se compadecía, riéndose por lo bajo y acariciando, con lo que predecía sería tiempo de sobra, la delicada piel de sus nudillos. Había perdido su último atisbo de cordura: Gustabo no debía olvidar que se trataba del mismo sujeto frío y calculador que había arrojado a su entonces camarada de un helicóptero, entre otras tantas ocasiones de inhumanidad, pues mantener ese filoso pensamiento con vía libre hacia su lengua le proporcionaba la fuerza necesaria para exteriorizarse como el Gustabo que el Superintendente conocía... Poco podía hacer si la misma disminuía al apartar su insensibilidad de las veces en que había sido más humano que sus propios familiares, por muy poco que hubiese tratado con ellos.

¿Allí terminaba todo? ¿Se acabaría, así sin más? ¿Qué ocurriría con él cuando le dijese todo lo que tenía por decirle? Pero si no pienso decirle nada, se corrigió a sí mismo. Lo único que le distraía de la alta temperatura que sufría su cuerpo era la decoración superficial del ambiente, sin fotografías de sus difuntos allegados, nada personal, cero demostración afectuosa hacia algo u alguien que le quitara lo contundente a su próxima muerte... ¿Y si le importo un nabo? Se alegró. Un pronto amague de sonrisa gigante intentó afirmarse a sus pómulos, acortado por la alerta de unos pasos inimitables surcando la paz del ancho pasillo. Gustabo no se atrevió a girar ante la entrada del extraño por la puerta del despacho. Sabía que se trataba de Conway, pero el pánico no provenía exactamente de su presencia en la misma habitación, sino de la actitud y el porte que hubo palpado una vez lo tuvo frente a él.

Gustabo temía que el Superintendente se hallara en ese estado cauteloso, estoico, inexpugnable, como había conseguido presenciar junto a Horacio en varias decepciones encabezadas por ambos. Era la única forma con la cual conseguía infundirle miedo, y de haber tenido a su amigo frente a él, estuvo seguro de llegar a coincidir en lo mismo. Tragó saliva, finalmente percatándose de que se había establecido entre el escritorio y él. Alzó la vista y se encontró con los orbes imperturbables del hombre que había sido alguna vez su superior. Pudo sentir su aroma, su calidez física y la incomodidad de saber que no se movería de allí ni aunque fuera a pedírselo de rodillas.

—Habla.

Aún con lo restante de un espasmo atravesando sus músculos, Gustabo intentó mantener la compostura:—Buenos días a usted también, Superintendente... ¿Le importaría sentarse por un segundito? —contrario a su pedido por espacio personal, vio cómo se apoyaba en el borde del escritorio, de brazos cruzados. Se aclaró la garganta, a sabiendas de que no obtendría más que aquello— Bueno, igual no pienso estar mucho rato encerrado aquí... He venido a saldar mi deuda —estiró su mano izquierda por sobre el asiento contiguo y agarró el bolso deportivo que yacía en éste. Cuando volvió a tenerlo entre sus muslos, intentó observarle durante la eternidad de un santiamén—. Intereses y toda la caca, ¡pero no se confunda, eh! Limpísimo.

No le hizo falta siquiera imaginar lo que Conway pensaba en ese justo momento: Gustabo tuvo muy en claro que todo lo que fuera a salir de entre sus labios sería una broma para éste, sin importar la gravedad o la utilidad del asunto. No estoy haciendo nada malo, se recordó, soportando el peso de la locomotora mental que lo aplastaba contra el suelo. La risa desquiciada del Superintendente terminó por completar el esquema del temperamento que le gustaba evitar viniendo de parte del policía, y poco podía hacer ahora, sólo le quedaba mantener su inocencia y rogar por piedad ante algún espíritu benevolente.

Las carcajadas maquiavélicas llenaron la habitación y Gustabo deliró sobre lo que daría por poder teletransportarse hacia cualquier lugar lejano, muy, muy lejano, como Hawái. Cuando se detuvo, el silencio volvió a opacar todo a su paso y Gustabo a sentirse estúpido.

—Pues eso —logró expresar, con los tímpanos pitándole de vergüenza propia—... Ahora si me lo permite —se levantó, tensando los pliegues de su vestimenta con las palmas de sus manos. Casi podía reparar en los soplidos ajenos a consecuencia de la burla hacia su persona— Yo me ret-... ¡Eh! ¿Pero qué cojo-...? —sin mediar palabra, el Superintendente le esposó y prosiguió a colgarse el bolso deportivo tras su espalda. Lo enderezó, acercándolo a su cuerpo, y se dispuso a marcarle los pasos hacia el exterior del despacho— ¡Pero venga ya, Superintendente! —cuando hubo entendido que se dirigían a los calabozos, comenzó a discutir— Dígame qué le he hecho yo, un pobre e inofensivo perrito, ¿es que me tiene manía, verdad? ¡Pues no es mi culpa, es usted que está obsesionado! ¡Le pido comprensión!

Conway le ignoró olímpicamente, abriendo los barrotes de la última celda con total profesionalidad. Lo lanzó hacia el interior y le cerró al instante, sin siquiera quitarle las esposas. No tuvo tiempo de quejarse sobre sus derechos, pues le vio dar media vuelta y marcharse por la entrada trasera, a un par de pasos de distancia.

¡A saber cuándo me saca de aquí! Gustabo imploró a un catálogo de entidades cristianas que no fuera a rugirle el estómago en ese plazo de tiempo desconocido.

a Man Without Destiny › INTENABODonde viven las historias. Descúbrelo ahora