El ruiseñor de Valledupar: primera parte

90 2 0
                                    


Nivel de erotismo (3/5)

Había llegado a Valledupar, en el este de Colombia, un par de horas antes. Un amigo de Santa Marta me habló del Festival de la Quinta y me dio curiosidad por verlo. No fue fácil encontrar un lugar donde hospedarme, sin embargo, el pequeño apartamento que incluía cocina cerca del Parque del Viajero me pareció la solución perfecta para poder disfrutar de la fiesta.

Por primera vez, ese año, los organizadores habían decidido alternar los grupos musicales profesionales con un karaoke al que podían participar turistas y locales. La idea me pareció genial y, tras haber escuchado a dos viejecitos que se movían y cantaban como si tuvieran 40 años menos y a un grupo de chicos raperos algo bebidos, vi que salió al escenario una chica de pelo largo y lacio con un vestido corto color palo de rosa que mostraba unas hermosas piernas y un escote muy generoso. Eras tú. La gente comenzó a silbar y unos cuantos jóvenes te invitaron sin muchos rodeos a mostrar tu cuerpo al público. Irritado por la vulgaridad de esos jóvenes, estaba a punto de alejarme, cuando tú, la hermosa chica de pelo largo, comenzaste a cantar. El público se calló de repente, tu voz había dejado a todos sin palabras. Comenzaste a cantar con pasión una canción de amor y actuabas en el escenario como si tú y la música fuerais uno.

Eras un ruiseñor, un maravilloso ruiseñor que me dejó impactado al punto que, cuando terminaste tu canción, decidí alejarme para poder quedarme con tu voz en los oídos.

Durante la siguiente hora, me dediqué a visitar las tiendas de artesanías y gocé del ambiente único que solo los colombianos saben crear. Al pasar las horas, sentí algo de hambre. Pronto me di cuenta de que sería difícil encontrar una mesa libre en un restaurante del centro. Ya había pasado por dos y en el tercero le pregunté a un mesero que estaba en la puerta.

«Hay que esperar más de una hora», me dijo.

Estaba a punto de irme, cuando, mirando las mesas, vi a una mujer de pelo lacio que me pareció la chica que había cantado en el karaoke. Su vestido palo de rosas no dejaba duda alguna, estaba comiendo y conversando amablemente con tres amigas. Miré el mesero, le pedí permiso para entrar un momento a saludar a unas conocidas y me acerqué.

«Hola, disculpe las molestias», te dije. «¿Es Usted la joven que cantó hace como una hora en el karaoke?».

Tus amigas se miraron entre ellas y se echaron a reír. Unos segundos después, tú, el maravilloso ruiseñor de Valledupar, me miraste y me dijiste ¡sí!

«Solo quería decirte que tu voz me ha encantado», te dije.

Tú me sonreíste y de tu dulce boca un gracias dijiste.

Tras unos interminables instantes de silencio me preguntaste:
«¿Tienes un acento raro, de dónde eres?».

«Soy italiano, mi nombre es Alessandro» te contesté.

Al ver tu hermosa sonrisa y tu claro interés, ignoré las constantes risas de tus amigas.

«¿Has estado alguna vez en mi país?» te pregunté para poder entablar una conversación.

«Nunca. Sin embargo, me encantaría ver Venecia, creo que es una ciudad muy romántica y de mucha historia. Alessandro, ¿porque no te sientas con nosotras? Mi nombre es Diana, ¡encantada de conocerte!».

Estuvimos hablando en el restaurante por más de una hora y descubrí a una mujer muy simpática y con muchos intereses. Yo también te gustaba, me di cuenta de eso por todas esas pequeñas señales que las mujeres saben dar.

Cuando te sentaste de una forma en la que podía ver tu pierna izquierda, me resultó muy difícil no bajar la mirada: lo hiciste a propósito y, la verdad sentí, una conexión. Hasta te levantaste un poco el vestido y una sonrisa maliciosa apareció en tu rostro cuando, tras unos interminables minutos, dejé de resistir a la tentación de bajar la mirada por primera vez. Tu muslo carnoso y firme parecía pedir mis caricias y mis besos.

Poco antes de levantarnos, enviaste un mensaje del celular. Estoy seguro de que escribiste algo a tus amigas para decirles que querías estar sola conmigo. De repente, me miraste y me dijiste:
«¿Tienes planes? ¡Me gustaría enseñarte la ciudad!».

Lo que pasó en las tres horas siguientes lo viví como en éxtasis. Tú, el maravilloso ruiseñor de Valledupar, eras una mujer sumamente interesante y culta, hablar contigo era puro placer. Estaba hipnotizado por tus ojos, por ese pequeño lunar que tenías junto a la boca y que me recordaba Cielito Lindo, una antigua canción popular de México, por tus senos grandes y firmes bajo ese vestido cuyos tirantes soñaba con bajar. No hacía falta que te lo dijera, tú ya te habías dado cuenta de que soñaba con ir más allá, con ver tus senos desnudos y poder rozarlos, besarlos suavemente, lamerlos con la punta de mi lengua. Y tú también comenzabas a desearlo. No sabía cómo ocultar mi sexo abultado en los pantalones, era imposible. Mi pene estaba listo. Alguna vez, sobre todo en los momentos en los cuales estábamos sentados, sentía que mi entrepierna pulsaba y tenía esa sensación irrefrenable de empujar mis caderas. Fue para bajar la tensión que te dije que me gustaba tu lunar y te pedí que me cantaras Cielito lindo. Me dijiste, en broma, que era un inculto y que esa canción no formaba parte de la tradición colombiana.

Y la cantaste.

Tu voz de ruiseñor me penetró el alma: escucharte admirando tu rostro angelical, tu expresividad, tus senos generosos, tus piernas que me mostrabas de una forma maliciosa, hicieron que perdiera el control y apasionadamente besara tu boca, esos labios que anhelaba, desde el momento en que los vi. Tú quedaste sorprendida un instante, pero pronto te dejaste llevar: te acercaste con más confianza, nuestros labios se juntaron por primera vez abriéndonos las puertas a nuestras respectivas almas. Cuando me alejé de ti, te miré un instante en los ojos, tú me sonreíste y yo bajé tímido la mirada antes de subirla otra vez: te sonreí y volví a besarte.
Estábamos de pie, ceñí tus caderas con mis manos, nos besamos en los labios una, dos, tres veces mirándonos a los ojos y sonriéndonos cada vez que nos alejábamos un instante.
«Ya no me miras los senos?» me susurraste dulcemente.

Instintivamente bajé la mirada y nos echamos ambos a reír.

«Estás en un hotel?» me preguntaste.

Te expliqué que tenía alquilado un pequeño apartamento ahí cerca, tú sonreíste y me propusiste que te invitara para conocerlo.



El amante italiano, relatos eróticos para mujeres enamoradasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora