Introducción

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El pueblo de Montejo era un lugar ubicado al noroccidente de Colombia, limitando con el océano Pacífico. Un pueblo en el que pocas personas habitaron desde su fundación en 1900, aunque eso no fue excusa para convertirse en un puerto importante donde barcos provenientes de Norteamérica, Asia y del sur del continente encallaban, ya sea para descansar y proseguir su ruta al oriente o hacia el norte, o distribuir sus mercancías durante la época dorada de la navegación en el suroccidente del país. 

Gracias a lo anterior mencionado, una mezcla de culturas ocurrió en este lugar.  Nunca falta esa costumbre entre los marineros que "hay que tener una novia en cada puerto". Los europeos  y norteamericanos se preguntaban cómo eran las mujeres en Latinoamérica y cómo era pasar una noche de desahogo carnal. Es por eso que, al llegar los primeros marineros provenientes de España, Inglaterra, Alemania, Estados Unidos y otros, se quedaron fascinados de la gran cultura latina, y se sentían como conquistadores cuando los pueblerinos de la zona llegaban a conocerlos a ellos y a las mercancías exóticas que traían a comercializar al nuevo mundo, a cambio por supuesto de productos criollos: yuca, papa, cacao, maíz, oro, plátano  y por supuesto esa maravillosa hoja verde llamada "coca", popular desde el principio de los tiempos y que ya no es raro que todos sepan para qué se usa.  

Debido a las constantes visitas de los extranjeros, Montejo tuvo que empezar a modernizar los viejos burdeles y bares que existían durante el periodo de la Nueva Granada. Así cuando los visitantes llegaran a quedarse un día o varios, llegaran felices a tomarse un buen trago para después ir a meterse bajo las cobijas con una "india", dejando por supuesto muchos hijos "oji verdes o azules" sin padre.

Pero ya, dejando de un lado esas historias, pasemos a hablar de una de las habitantes que marcó historia en este pueblo. 

Dos años después de acabada la Primera Guerra Mundial, una madre viuda de Estados Unidos se fue a vivir a dicho pueblo junto con su hijo, pues no tenía más motivos para seguir viviendo en su tierra de origen. Su nombre era Martina Maxwell, viuda de James Maxwell, un soldado que falleció de tuberculosis en 1920,  el mismo año en que su hijo, Jonathan Maxwell, nació.

Los montejinos la recibieron como una habitante más, de manera muy amable. Con suerte, aprendió el idioma local fácilmente al igual que su pequeño "Johnny". La dejaron vivir en una casa muy formal, donde puso todas sus pertenencias y poco a poco empezó su nueva vida. Crió a su hijo en casa, ya que no confiaba mucho de los niños del pueblo, pues podían molestarlo.

Pero conforme iban pasando los años, un grupo de personas que tenían muy fundamentada la idea sobre la fuerza del rebusque, como todos buenos latinos, empezaron a indagarse más sobre lo que hacía la viuda Maxwell, ya que la habían visto en horas de la noche yéndose al monte a buscar yerbas y plantas de todo tipo para hacer quien sabe qué cosas. La pobre mujer no se había dado cuenta de la "malicia indígena" que esa gente le tenía a ella. Aunque, luego de meses de investigación, desistieron de molestarla, pues no habían suficientes pruebas que la acusaran de hacer cosas malvadas u ocultas y pensaron que era una yerbatera o algo parecido.

Aunque, como bien dicen en la biblia: "los sepulcros a la verdad se muestran limpios y bellos por fuera, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y otras inmundicias". Bueno, eso era exactamente lo que era Martina Maxwell. Ella era una líder clave de una secta oscura que hacía cultos a fuerzas del inframundo, a escondidas de su esposo. 

Se despertaba a las tres de la mañana y encendía velas en su cuarto y rezaba a entes malignos, tratando de que nadie se diera cuenta, incluso su pequeño "Johnny". Tenía un altar en su alcoba, una estrella de tiza roja pintada en la pared con símbolos extraños, y diversos libros de magia negra, nigromancia y nihilismo.

El pueblo de Montejo se volvió cada vez más un pueblo pesimista y aburrido. Jonathan, quien ya había cumplido los 10 años, se dedicó a la lectura y escritura, pues era un niño muy habilidoso. Ya sabía español fluido, como si fuera latino original. Su segundo hogar era la biblioteca, allí pasaba la mayor parte del tiempo, pues no era de muchos amigos. Pero, no sólo era eso; los padres de las casas aledañas a la de los Maxwell le decían a sus hijos que se alejaran de ese niño, pues temían que les hiciera algo malo.

LA MORADA DEL INFAMEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora