II: NERVIOS A FLOR DE PIEL

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DIARIO DE BENJAMÍN GARZA, MIÉRCOLES 8 DE JULIO: 

Mis manos estaban frías, estaba cada vez más nervioso. Pero al mismo tiempo, alegre por descubrir la ubicación de Montejo. Ahora estaba al volante, viendo las montañas y la carretera, pasando como una estela de colores marrón y verde, y volviendo a revisar el mapa que me había enviado Laura.

Al pasar el lunes y el martes, vagando sin ninguna idea sobre lo que debía hacer para lograr ubicar el lugar, recibí un correo el martes por la noche de la periodista con la que iba a trabajar. Era el mapa hacia Montejo. Me pareció raro todo esto, puesto que conseguir la ubicación del lugar no debió ser nada fácil, así que le escribí por Messenger para que me explicara el asunto:

B: Laura, tengo que preguntarle algo importante.

L: ¿Qué sucede?

B: Tal parece que en Internet no aparece nada de Montejo, ni en ningún otro libro.  En todos mis años de carrera nunca había escuchado de ese lugar, ni lo he escuchado en las noticias. ¿Y precisamente ayer me ordenan que vaya a ese pueblo así como si nada? ¿Me puede hacer el favor de explicármelo?

Tarda un par de minutos en responder. Y al final me deja desilusionado e impaciente.

L: Lo siento, pero tendrá que esperarse hasta que vaya mañana. Es un tema muy delicado, que no puedo comentarle por medios virtuales. Y mejor apresúrese, que el viaje el largo. Adiós.

Seguramente pasaba algo sospechoso. Ni siquiera había ido a Montejo y ya me estaba arrepintiendo de ir, pero qué se podía hacer. Ya estaba saliendo de la ciudad, meditando sobre uno de los trabajos más extraños que se me había encomendado en mis 15 años de carrera.

TRES HORAS Y MEDIA DESPUÉS....

He recorrido la carretera con la misma idea de que no debía ir. Ya era demasiado estresante tener que manejar mientras la neblina en la zona empezaba a hacerse más y más densa. Estaba conduciendo por una montaña que yo nunca había visto en mi vida, y la temperatura empezaba a hacerse cada vez más y más fría. 

En el mapa me muestra que en aproximadamente media hora estaré llegando a mi destino. Lo que estuve viendo la mayor parte del recorrido es que mientras más cerca me iba acercando a la montaña, menos autos aparecían en la carretera. Eso me causó un escalofrío, pensando que si había un deslizamiento en la zona, una tormenta o algo peor, nadie podría venir a socorrerme (aparte del pésimo estado en que se encontraba la carretera). Que los que vengan próximamente por este sitio verán mi auto oxidado y yo convertido en una calavera putrefacta. Y espero que nadie más vuelva a este lugar. 

Cuando llego a lo que parece ser una de las zonas más altas de la montaña, un frío me recorre por la espina dorsal. Algo dentro de mí me decía que tal vez las cosas no me iban a salir como pensaba. La niebla empezó a hacerse cada vez más densa.

Luego de cruzar por un cartel que anunciaba que me faltaban 15 km para llegar, uno de los sustos más grandes de mi vida apareció: unas rocas enormes se desprendieron de la montaña y cayeron rozando por mi vehículo. Perdí el control, pero supe maniobrar bien mi auto y giré hacia la izquierda, haciendo un giro de 360 grados.  Pero en el momento en que me estaba tratando de acomodar,  una roca cae justo frente al auto, freno abruptamente y me voy de rostro contra el timón, golpeándome la cabeza y quedando inconsciente. No sé cuánto tiempo quedé así, pero fueron más o menos una hora y pico.

Miré unos metros de las rocas, asustado por casi morir aplastado por ese enorme trozo de montaña. Luego seguí avanzando por los kilómetros restantes, hasta que llego a un punto en que la montaña terminaba, dando paso a un abismo bastante profundo. Por suerte había un puente levadizo, parecido a esos que se suben para bloquear el paso de una ciudad a otra, como el de Nueva York. Solo que muchísimo más pequeño y de construcción convencional.     

Sentía las manos sudorosas, rígidas por sujetar el volante con tanta fuerza. Mantuve los ojos cerrados, paciente por tratar de procesar lo que había pasado. Encima del puente había un letrero sostenido por barras de acero oxidadas que decía:

BIENVENIDO A MONTEJO. POBLACIÓN: CAMBIANTE 

Una vez llegué a la parte central del  puente, me bajé del vehículo para respirar un poco. Me asomé por la baranda de un lado del puente y miré hacia abajo. Era básicamente un abismo profundo, uno del que uno no quisiera desplomarse por accidente. Ni siquiera disipando la densa niebla se podía ver más abajo del enorme hoyo.

...

Se subió en el auto, aturdido con la loca experiencia. Mientras todavía seguía medio loco por el asunto, una mujer golpeó su ventana con el dedo y le dio tremendo susto por segunda vez.

— Hola, muchachito. ¿Cómo te va?

Era una señora, de unos cincuenta y pico de años. No le interesó su vestimenta, porque eso no importaba en esos momentos. Lo que le sorprendió al joven es que era ciega, pero parecía tener la leve noción de que él estaba enfrente de ella. Tanteaba el piso con su bastón, y le dio un golpecito a la ventana, para tratar de avisarle.

— Bien... señora. ¿Me puede decir a cuánto tiempo estoy de Montejo?

— Niño, estás frente a Montejo. Y recuerdo muy bien que hace mucho no vienen a visitar este lugar, ojalá te quedes harto pues aquí no es que pasen cosas tan interesantes que digamos.

Benjamín no era tan impaciente como para plantar conversa con una desconocida, y mucho menos pensaba hacerlo con la pobre señora invidente. Pero había pasado mucho antes de su llegada, y no quería hacer nada más que llegar a descansar en alguna posada.

— Señora, ¿cómo se llama usted?

— Mercedes.

— Buenas tardes, señora Mercedes — Benjamín toma una pausa antes de continuar — Verá, no me voy a quedar aquí mucho tiempo. Soy docente de historia de la Universidad del Cauca y vengo a hacer una investigación sobre Montejo junto a otra periodista que llegará mañana. Tardaremos aproximadamente unas dos semanas o menos, luego nos iremos.

La señora Mercedes tose secamente, dejando caer un par de gotas de saliva al piso.

— Me parece muy bien lo que hace muchachito. Pero déjeme decirle algo sobre la gente de este pueblo: son maliciosos, no es que les encante tener visitas. Dudan mucho de los forasteros como usted y su amiga, más que todo los que les gusta investigar y sacar información. Así que si me permite un consejito, le recomiendo que no confíe en nadie.

El joven Benjamín, en sus cinco años de docencia, nunca antes se había sentido tan preocupado. Le sucede un evento que se describiría como terrorífico, y ahora una anciana le dice que no confíe en nadie. No es para nada reconfortante ponerse en los zapatos del joven docente.   

— Está bien. Gracias y hasta luego, espero volver a verla cuando me vaya de aquí. Por favor, vaya a su casa y abríguese, que está haciendo mucho frío. 

El muchacho enciende el motor y arranca el vehículo, no sin antes ver en el espejo retrovisor que la señora murmuraba algo, pero no le prestó mucha atención. Cuando hubo pasado unos pocos metros, un ruido de algo mecánico sonó a sus espaldas. Miró hacia atrás y un vacío se le formó en el estómago.

El puente levadizo había subido. 

Solo esperaba que cuando su compañera llegara volviera a bajar, y se mantuviera así hasta el día en que se pudiera largar de ese inóspito pueblo.



LA MORADA DEL INFAMEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora