Tallados del futuro.

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Tallo nuestros nombres en la lápida ajena de nadie. Un bordado para nuestra memoria, que sepan que estuvimos aquí. Y no nos rendimos sino hasta cuando amputaron el último exhalar de esperanza.

Él es enorme, más que mis antiguos, tan grande es como su amistad y nobleza. Me recogía en sus brazos, me alejaba del peligro, uno que no comprendía en su momento. Desearía poder haber entendido sus actos más temprano. Quizá más enorme a mis ojos por la diferencia de nuestro tiempo en la vida, no lo sé, pero mi amigo es realmente un grande.

Recuerdo vagos pasares, avasallaban entre estrofas de odio y repulsión, sujetando en sus armas y fuego una semilla de destrucción. Quién sabe por qué lo hacían, incluso después de mi imperioso exilio fortuito, tampoco los entendí; no me interesó en lo profundo de mí desde un comienzo, tal vez.

Cazaban, con vehemencia y sin la más delgada tela de cesar. A los amigos de mi amigo. Ahora siento una puñalada que penetra al tuétano de mi alma, tan feroz, tan ardiente, pero tan necesario. Porque cuando me halló moribundo en el barrial de la ignorancia, ya sólo era él contra el mundo.

Lo curioso es que nunca me sentí temeroso; quería entenderlo, el terreno entre divisores de púas y palos que había conocido, era lo único que conocía. Era un juicio constante de calificativos advenedizos; un dañado, un fenómeno, uno de ellos. Eso último lo escuché muy siniestro pero calmoso en mis sueños. Nunca supe si realmente era aquello que se me disertaba con tanta franqueza, tampoco en el momento en que miro detrás, para observar una última vez la salida al todo, del risco de esta gran colina con toneladas de años; allá afuera estaré en un lugar lejos, solivianto, de rocío dulce.

Él me enseñó a danzar, a carcajear, a correr, a dormir; era como si lo hubiera hecho por vez primera, olvidé cómo lo hacían mis antiguos, además. Nunca supe cómo se llamaba, siquiera cuando pude mirar fijamente a su magnánima voluntad por tenerme salvo. Era como si me empujara a una nube, corpulenta y suave, pero la efervescencia era de dolor; me pesaba, me hundía, y me hizo caer.

Ellos ya debieron empalar su inquebrantable espíritu, inocente y vasto, exclamando impugnas de victorias irritas, a costa de una lágrima que no se permite descender al suelo, al suelo fertilizado de despotismo.

No sé qué nos depare laalquimia de la vida, pero aquí tallo nuestros nombres, el errado y su amigo.

Escrito: 6 de abril de 2019.

La última cruzada.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora