La libélula.

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Candelabros burbuja de un color cian, violeta, plata, oro; vuelan danzantes en el bosque estelar. El pasto se mece lo suficiente al toque de los pies de un niño, invitado inusitado, a la velada bajo la oscura luminiscencia. Arrastrado por la curiosidad, el ímpetu de la aventura y una libélula que se sublima de vez en cuando.

Le indicaba el camino, diligente, y frío, como anzuelo. Él jamás ha avistado singularidad semejante en el páramo que le vio nacer, por ello, palpa la persecución con unas ganas que no arropan su juicio. Corría y corría, no parecía abandonar, quizá algo asombroso pasaría si lograba atajar entre sus manos de tierra e implacables aquel animalito fantasmal.

Aquella escurridiza se movía juguetona y pretensiosa, y desapareció. El chico previene una estrepitosa caída, pues la velocidad que llevaba no se había medido; él corresponde el súbito ambiente de silencio bajo la luz de Diana. Oye suavemente un susurro, guiándolo, entonces apresura el paso al volver a ver a su temprana compañera nocturna. Antes de darse cuenta, la pierde de vista, siendo abrumado por los destellos alrededor.

Y el racconto finaliza.

—¿Dónde estás, dónde estás? —pregunta impaciente.

Gira su mirada, sin éxito en ubicar a la libélula, entre multitud de esferas brillantes.

—Aún no te pillo. Déjate ver, quiero verte.

Y de pronto: el chico sonríe pueril. Se agacha, y conduce su clara tez, a reflejo de la luna sobre el charco, a una extravagancia natural. Luminiscente que atrapa su huroneo.

El chico quiere tomarla, pero de momento, es tímido. Titubea. Pero deriva en saciar su fogosidad. Entonces, por fin exhala felicidad al precisar a la libélula. La toma con delicadeza en su palma abierta, se detalla cómo fluctúa la brillantez en sus venas, como pálpitos. Y luego, escucha un soniquete, un balbuceo lejano; ella intenta decir algo. Él no se asusta, quizá apoyándose de los astros de juguete que oscilan cercanos.

—Estoy aquí, no desesperes —Una voz maternal inunda la atmósfera—. Eres como Perseo.

—¿Cómo te llamas? —Se dirige con un interés desmesurado.

La libélula se mantiene quieta, guardando un silencio en extrañeza. El niño entiende y le pregunta de nuevo:

—¿Qué pasa?

—Nadie me lo había preguntado, ese es el por qué.

—Bueno, yo quiero saber, ¿puedes decirme?

Ella muestra rubor ante la insistencia. Debido a la brisa muda siguiente, el niño decide calmarse, para no espantarla.

—No tengo un nombre. —La libélula diserta avergonzada.

El pequeño muchacho inclina la cabeza, exhibiendo un rostro inocentemente de duda: "¿cómo alguien no va a tener un nombre?" —Pensó.

—¡Oye!, yo tampoco tengo uno.

La libélula parece acatar con sorpresa, liberándose de su incomodidad.

—¿De verdad?

—Sí, y tengo una idea. —comentaba confidente, alzando los brazos.

—¿De qué se trata?

—Podemos bautizarnos.

La imaginación fluía rápidamente dentro de la libélula, queriendo salir con un nombre para el niño.

—Te llamarás Perseo, ¿te gusta?

El niño niega rotundamente con la cabeza y refuta:

—No, lo mencionaste hace un rato, y yo quiero que se me conozca como nadie igual.

Ella comprende sin problemas y se dispone a pensar en otro. Mientras tanto él se sienta con las rodillas entrecruzadas.

—Tú te llamarás Luz.

El repentino dictamen interrumpe la concentración de la libélula, acercándose despacio.

—Te gusta, ¿verdad? —Le alienta.

Ella lo pensó bastante, no era por dubitación, pero por agradecimiento.

—¡Sí!, me encanta, ¡absolutamente me encanta! —Revoloteaba de arriba a abajo, alrededor del niño, alegre.

—Está decidido —y se levantó de un tirón justo después—. Bien ahora, ¿a dónde vamos? —Se giró y dio tres zancadas.

Luz no comprendía. El comportamiento tan cambiante del niño le sentaba como empujones pero igual sostenía un pícaro interés.

—Pero ¿a qué te refieres?

Al escucharla, se volvió nuevamente.

—Me has llevado hasta aquí, nunca había visto tanta belleza. Quiero que me muestrea más lugares así de bonitos. —Contestó.

—Pero, esto ha estado aquí desde hace mucho, no necesitabas mi ayuda.

—¿Hace cuánto está aquí? —Preguntaba a la vez que observaba la redonda.

—Desde hace mucho, mucho tiempo.

—Pero aunque hubiera estado aquí tantísimo, no había manera de que yo supiera que estaría aquí.

—Oh, ya lo entiendo. Entonces, como agradecimiento de mi bautizo, te llevaré a lugares que he visitado en mi larga vida.

El niño asentía con respeto.

—Pero, nos falta algo. Todavía no elijo un nombre para ti.

El muchacho alzó la mirada a las estrellas, llevándose una mano al mentón.

—Hagamos esto —propondría él—, como yo te nombre Luz, por tu naturaleza enigmática a mis ojos, tu incandescencia azul, tu poder para suspenderte en el aire, es decir, como las luces que veo allá arriba; entonces, nómbrame con una maravilla que relaciones a mí.

Sin pensarlo, Luz, la libélula, aceptó.

—Nos vamos entonces. Pero antes, debo contarte un secreto.

—Te escucho. —Respondió el chico en completa atención.

Ella se acerca a su oído, y él oye claramente el manifiesto de la planicie, las montañas, los ríos, el cielo.

Cánticos y villancicos de gente mayor en su pueblo, narran las peripecias de un jovencito, bardo en los caminos más inexplorados, todo en busca de aventuras; topándose con un obsequio de la vida en su infinita complejidad, de un zafiro vivaz, que sobrevuela los sitios más inhóspitos de la imaginación ordinaria.

Las voces de los abueloscuentan que cuando un infante se encuentra con un alma de azul oscuro eintenso, los tiempos cambiarán a mejor.

Escrito: 1 de abril de 2019.

La última cruzada.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora