Capítulo 3

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Dicho esto, calzóse los áureos divinos talares que la llevaban sobre el mar y sobre la tierra inmensa con la rapidez del viento, y asió la lanza fornida, de aguda punta de bronce, poderosa, luenga, robusta, con que la hija del prepotente padre destruye filas enteras de héroes, siempre que contra ellos monte en cólera. Descendió presurosa de las cumbres del Olimpo y, encaminándose al pueblo de Ítaca, se detuvo en el vestíbulo de la morada de Odiseo, en el umbral que precedía al patio: Palas Atenea empuñaba la broncínea lanza y había formado la figura de un extranjero, de Mentes, rey de los rafios. Halló a los soberbios Pretendientes, que para recrear el ánimo jugaban a los dados ante la puerta de la casa, sentados sobre cueros de bueyes que ellos mismos habían degollado. Varios heraldos y diligentes servidores les mezclaban vino y agua en las crateras; otros limpiaban las mesas con esponjas de muchos ojos, colocábanlas en sus sitios y trinchaban carne en abundancia.

Fue el primero en advertir la presencia de la diosa el deiforme Telémaco, pues se hallaba en medio de los Pretendientes, con el corazón apesadumbrado, y tenía el pensamiento fijo en su valeroso padre, por si, volviendo, dispersase a aquéllos y recuperara la dignidad real y el dominio de sus riquezas. Tales cosas meditaba, sentado con los Pretendientes, cuando vio a Palas Atenea. Al instante se fue derecho al vestíbulo, muy indignado en su corazón de que un huésped tuviese que esperar tanto tiempo en le puerta, asió por la mano a la diosa, le tomó la broncínea lanza y le dijo estas palabras:

-“¡Salve, huésped! Entre nosotros has de recibir amistoso acogimiento. Y después que hayas comido, nos dirás si necesitas algo.”

Hablando así empezó a caminar, y Palas Atenea le fue siguiendo. Ya en el interior del excelso palacio, Telémaco arrimó la lanza a una alta columna, metiéndola en la pulimentada lancera donde había muchas lanzas del paciente Odiseo; hizo sentar a la diosa en un sillón, después de tender en el suelo rica alfombra bordada y de colocar escabel para los pies, y se acercó para sí una labrada silla; poniéndole todo aparte de los Pretendientes para que al huésped no le desplaciera la comida, molestado por el tumulto de aquellos varones soberbios, y él, a su vez, pudiera interrogarle sobre su padre ausente. Una esclava les dio aguamanos, que traía en magnífico jarro de oro y vertió en fuente de plata, y les puso delante una pulimentada mesa, la venerada despensera les trajo pan y dejó en la mesa un buen número de manjares, obsequiándoles con los que tenía reservados. El trinchante les sirvió platos de carne de todas suertes y colocó a su vera áureas copas. Y un heraldo se acercaba a menudo para escanciarles vino.

Ya en esto, entraron los orgullosos Pretendientes. Apenas se hubieron sentado por orden en sillas y sillones, los heraldos les dieron aguamanos, las esclavas amontonaron pan en las canastillas, los mancebos llenaron las crateras y todos los comensales echaron mano a las viandas que les habían servido. Satisfechos de las ganas de comer y beber, les ocuparon el pensamiento otras cosas: el canto y el baile, que son los ornamentos del convite. Un heraldo puso la bellísima cítara en manos de Femio, a quien obligaban a cantar entre los Pretendientes. Y mientras Femio comenzaba al son de la cítara un hermoso canto, Telémaco dijo etas razones a Palas Atenea, la de los ojos de lechuza, después de aproximar su cabeza a la deidad para que los demás no se enteraran:

-“¡Caro huésped! ¿Te enojarás conmigo por lo que voy a decir? Estos sólo se ocupan de cosas tales como la cítara y el canto; y nada les cuesta, pues devoran impunemente la hacienda de otro, la de un varón cuyos blancos huesos se pudren en el continente por la acción de la lluvia o los revuelven las olas en el seno del mar. Si le vieran regresar a Ítaca, preferirían tener los pies ligeros a ser ricos de oro y de vestidos. Mas aquél murió ya, víctima de su aciago destino, y ninguna esperanza nos resta, aunque algunos de los hombres terrestres afirmen que aún ha de volver: el día de su regreso no amanecerá jamás. Pero, ea, habla y  responde sinceramente: ¿Quién eres tú y de qué país procedes? ¿Dónde se hallan tu ciudad y tus padres? ¿En cuál embarcación llegaste? ¿Cómo te trajeron los marineros a Ítaca? ¿Quiénes se precian de ser? Pues no me figuro que hayas visto andando. Dime también la verdad de esto para que me entere: ¿vienes ahora por primera vez o has sido antes huésped de mi padre? Que son muchos los que conocen nuestra casa, porque Odiseo acostumbraba a visitar a los demás hombres.”

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