11. El hombre del risco

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El fragmento de mi diario que he utilizado en el último capítulo sitúa la narración en el 18 de octubre, momento en que los extraños acontecimientos de las últimas semanas se encaminaban rápidamente hacia su terrible desenlace. Los incidentes de los días que siguieron han quedado indeleblemente grabados en mi memoria y estoy en condiciones de relatarlos sin recurrir a las notas que tomé en aquel momento. Comienzo, por lo tanto, un día después de que lograra establecer dos hechos de gran importancia: el primero que la señora Laura Lyons de Coombe Tracey había escrito a Sir Charles Baskerville para citarse con él precisamente a la hora y en el sitio donde el baronet encontró la muerte; y el segundo que al hombre al acecho en el páramo se le podía encontrar en los refugios de piedra de las colinas. Con aquellos dos datos en mi poder, llegué a la conclusión de que si no me hallaba completamente desprovisto ni de inteligencia ni de valor, tendría que arrojar por fin alguna luz sobre tanta oscuridad.

No encontré momento para contar al baronet lo que había averiguado la noche anterior acerca de la señora Lyons, porque el doctor Mortimer se quedó jugando con él a las cartas hasta muy tarde. A la hora del desayuno, sin embargo, le informé de mi descubrimiento y le pregunté si quería acompañarme a Coombe Tracey. Al principio se mostró deseoso de hacerlo, pero al pensarlo con más calma llegamos ambos a la conclusión de que el resultado sería mejor si iba yo solo. Cuanto más oficial hiciéramos la visita, menos información obtendríamos. Dejé, por consiguiente, a Sir Henry en casa, aunque no sin ciertos remordimientos, y me puse en camino para emprender la nueva investigación.

Al llegar a Coombe Tracey le dije a Perkins que buscara acomodo a los caballos e hice algunas preguntas para localizar a la dama a la que me proponía interrogar. Encontré sin dificultad su alojamiento, céntrico y bien señalado. Una doncella me hizo pasar sin muchas ceremonias y, al entrar en el salón, la dama que estaba sentada delante de una máquina de escribir marca Remington se puso en pie con una agradable sonrisa de bienvenida. Su expresión cambió, sin embargo, al comprobar que se trataba de un desconocido; acto seguido se sentó de nuevo y preguntó cuál era el objeto de mi visita.

Lo primero que impresionaba de la señora Lyons era su extraordinaria belleza. Tenía los ojos y el cabello de un color castaño muy cálido, y sus mejillas, aunque con abundantes pecas, se veían agraciadas con la perfección característica de las morenas: la delicada tonalidad que se esconde en el corazón de la rosa. La admiración era, como digo, la primera impresión. Pero a la admiración sucedía de inmediato la crítica. Había un algo muy sutil que no funcionaba en aquel rostro, una vulgaridad en la expresión, quizá una dureza en la mirada, un rictus en la boca que desvirtuaba belleza tan perfecta. Pero todas estas reflexiones son, por supuesto, tardías. En aquel momento no hice más que darme cuenta de que tenía delante a una mujer muy hermosa que me preguntaba cuál era el motivo de mi visita. Y hasta entonces yo no había entendido bien hasta qué punto era delicada mi misión.

—Tengo el placer —dije— de conocer a su padre.

Era una presentación muy torpe y la señora Lyons no la pasó por alto.

—Mi padre y yo no tenemos nada en común —respondió—. No le debo nada y sus amigos no lo son míos. Si no hubiera sido por el difunto Sir Charles Baskerville y otras personas de buen corazón podría haberme muerto de hambre sin que mi padre moviera un dedo.

—He venido a verla precisamente en relación con el difunto Sir Charles Baskerville.

Las pecas adquirieron mayor relieve sobre el rostro de la dama.

—¿Qué puedo decirle acerca de él? —preguntó, mientras sus dedos jugueteaban nerviosamente con los marginadores de la máquina de escribir.

—Usted lo conocía, ¿no es cierto?

El sabueso de los BaskervilleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora