Uno de los defectos de Sherlock Holmes —si es que en realidad se le puede llamar defecto— era lo mucho que se resistía a comunicar sus planes antes del momento mismo de ponerlos por obra. Ello obedecía en parte, sin duda, a su carácter autoritario, que le empujaba a dominar y a sorprender a quienes se hallaban a su alrededor. Y también en parte a su cautela profesional, que le llevaba siempre a reducir los riesgos al mínimo. Esta costumbre, sin embargo, resultaba muy molesta para quienes actuaban como agentes y colaboradores suyos. Yo había sufrido ya por ese motivo con frecuencia, pero nunca tanto como durante aquel largo trayecto en la oscuridad.
Teníamos delante la gran prueba; pero, aunque nos disponíamos a librar la batalla final Holmes no había dicho nada: sólo me cabía conjeturar cuál iba a ser su línea de acción. Apenas pude contener mi nerviosismo cuando, por fin, el frío viento que nos cortaba la cara y los oscuros espacios vacíos a ambos lados del estrecho camino me anunciaron que estábamos una vez más en el páramo. Cada paso de los caballos y cada vuelta de las ruedas nos acercaban a la aventura suprema.
Debido a la presencia del cochero no hablábamos con libertad y nos veíamos forzados a conversar sobre temas triviales mientras la emoción y la esperanza tensaban nuestros nervios. Después de aquella forzada reserva me supuso un gran alivio dejar atrás la casa de Frankland y saber que nos acercábamos a la mansión de los Baskerville y al escenario de la acción. En lugar de llegar en coche hasta la casa nos apeamos junto al portón al comienzo de la avenida. Despedimos a la tartana y ordenamos al cochero que regresara a Coombe Tracey de inmediato, al mismo tiempo que nos poníamos en camino hacia la casa Merripit.
—¿Va usted armado, Lestrade?
—Siempre que me pongo los pantalones dispongo de un bolsillo trasero —respondió con una sonrisa el detective de corta estatura— y siempre que dispongo de un bolsillo trasero llevo algo dentro.
—¡Bien! También mi amigo y yo estamos preparados para cualquier emergencia.
—Se muestra usted muy reservado acerca de este asunto, señor Holmes. ¿A qué vamos a jugar ahora?
—Jugaremos a esperar.
—¡Válgame Dios, este sitio no tiene nada de alegre! —dijo el detective con un estremecimiento, contemplando a su alrededor las melancólicas laderas de las colinas y el enorme lago de niebla que descansaba sobre la gran ciénaga de Grimpen—. Veo unas luces delante de nosotros.
—Eso es la casa Merripit y el final de nuestro trayecto. He de rogarles que caminen de puntillas y hablen en voz muy baja.
Avanzamos con grandes precauciones por el sendero como si nos dirigiéramos hacia la casa, pero Holmes hizo que nos detuviéramos cuando nos encontrábamos a unos doscientos metros.
—Ya es suficiente —dijo—. Esas rocas de la derecha van a proporcionarnos una admirable protección.
—¿Hemos de esperar ahí?
—Así es; vamos a preparar nuestra pequeña emboscada. Lestrade, métase en ese hoyo. Usted ha estado dentro de la casa, ¿no es cierto, Watson? ¿Puede describirme la situación de las habitaciones? ¿A dónde corresponden esas ventanas enrejadas?
—Creo que son las de la cocina.
—¿Y la que queda un poco más allá, tan bien iluminada?
—Se trata sin duda del comedor.
—Las persianas están levantadas. Usted es quien mejor conoce el terreno. Deslícese con el mayor sigilo y vea lo que hacen, pero, por el amor del cielo, ¡que no descubran que los estamos vigilando!
Avancé de puntillas por el sendero y me agaché detrás del muro de poca altura que rodeaba el huerto de árboles achaparrados. Aprovechando su sombra me deslicé hasta alcanzar un punto que me permitía mirar directamente por la ventana desprovista de visillos.
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El sabueso de los Baskerville
Mystery / ThrillerHolmes y Watson son llamados a investigar los extraños crímenes aparentemente relacionados con la antigua maldición que pesa sobre la familia Baskerville. El "asesino" parecer ser un "animal enorme y negro con forma de perro, aunque mayor que ningún...