12. Muerte en el páramo

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Durante unos instantes contuve la respiración, apenas capaz de dar crédito a mis oídos. Luego recobré los sentidos y la voz, al mismo tiempo que, como por ensalmo, el peso de una abrumadora responsabilidad pareció desaparecer de mis hombros. Aquella voz fría, incisiva, irónica, sólo podía pertenecer a una persona en todo el mundo.

—¡Holmes! —exclamé—. ¡Holmes!

—Salga —dijo— y, por favor, tenga cuidado con el revólver.

Me agaché bajo el tosco dintel y allí estaba, sentado sobre una piedra en el exterior del refugio, los ojos grises llenos de regocijo mientras captaban el asombro que reflejaban mis facciones. Mi amigo estaba muy flaco y fatigado, pero tranquilo y alerta, el afilado rostro tostado por el sol y curtido por el viento. Con el traje de tweed y la gorra de paño parecía uno de los turistas que visitan el páramo y, gracias al amor casi felino por la limpieza personal que era una de sus características, había logrado que sus mejillas estuvieran tan bien afeitadas y su ropa blanca tan inmaculada como si siguiera viviendo en Baker Street.

—Nunca me he sentido tan contento de ver a nadie en toda mi vida —dije mientras le estrechaba la mano con todas mis fuerzas.

—Ni tampoco más asombrado, ¿no es cierto?

—Así es, tengo que confesarlo.

—No ha sido usted el único sorprendido, se lo aseguro. Hasta llegar a veinte pasos de la puerta no tenía ni idea de que hubiera descubierto mi retiro provisional y menos aún de que estuviera dentro.

—¿Mis huellas, supongo?

—No, Watson; me temo que no estoy en condiciones de reconocer sus huellas entre todas las demás. Si se propone usted de verdad sorprenderme, tendrá que cambiar de estanquero, porque cuando veo una colilla en la que se lee Bradley, Oxford Street, sé que mi amigo Watson se encuentra por los alrededores. Puede usted verla ahí, junto al sendero. Sin duda alguna se deshizo del cigarrillo en el momento crucial en que se abalanzó sobre el refugio vacío.

—Exacto.

—Eso pensé y, conociendo su admirable tenacidad, tenía la certeza de que estaba emboscado, con un arma al alcance de la mano, en espera de que regresara el ocupante del refugio. ¿De manera que creyó usted que era yo el criminal?

—No sabía quién se ocultaba aquí, pero estaba decidido a averiguarlo.

—¡Excelente, Watson! Y, ¿cómo me ha localizado? ¿Me vio quizá la noche en que Sir Henry y usted persiguieron al preso, cuando cometí la imprudencia de permitir que la luna se alzara por detrás de mí?

—Sí; le vi en aquella ocasión.

—Y, sin duda, ¿ha registrado usted todos los refugios hasta llegar a éste?

—No; alguien ha advertido los movimientos del muchacho que le trae la comida y eso me ha servido de guía para la búsqueda.

—Sin duda el anciano caballero con el telescopio. No conseguí entender de qué se trataba la primera vez que vi el reflejo del sol sobre la lente —se levantó y miró dentro del refugio—. Vaya, veo que Cartwright me ha traído algunas provisiones. ¿Qué dice el papel? De manera que ha estado usted en Coombe Tracey, ¿no es eso?

—Sí.

—¿Para ver a la señora Laura Lyons?

—Así es.

—¡Bien hecho! Nuestras investigaciones han avanzado en líneas paralelas y cuando sumemos los resultados espero obtener una idea bastante completa del caso.

—Bueno; yo me alegro en el alma de haberlo encontrado, porque a decir verdad la responsabilidad y el misterio estaban llegando a ser demasiado para mí. Pero, por el amor del cielo, ¿cómo es que ha venido usted aquí y qué es lo que ha estado haciendo? Creía que seguía en Baker Street, trabajando en ese caso de chantaje.

El sabueso de los BaskervilleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora