Yo puras muñecas y juegos de té

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Cuando niña fui, me gustaban mucho los carritos Hot-wheels, y sus pistas. Mi primo tenía muchos de estos juguetes, y siempre que los visitábamos el domingo después de misa, prefería jugar con él que con mis primas. Mis hermanas, Marina y Mariana siempre se refirieron a mí como el niño. En tantas navidades le pedí al niño Dios una pista de carros, o un carrito motorizado. También quería el tan famoso kit de química de juguetes mi alegría, pero nunca tuve nada de eso. En vez tenía muñecos de peluche, muñecas como de recién nacidos, un triciclo rosa, o un horno para hacer pastelitos. No quería ser poco agradecida, y de verdad que me divertía con ellos pero, las muñecas eran muy bonitas como para jugar con ellas y por accidente maltratarlas, y pues los pastelitos nunca me salieron, nunca fui una apasionada por el horno de niña. 

Tuve una vida feliz sabes. Mi infancia fue algo afortunada. Mis papás nos llevaban de viaje en las vacaciones. Todos los veranos nos íbamos a la playa, y ahí nos pasábamos meses entre arena, mar, alberca y parques acuáticos. Me encantaba subirme a los toboganes más altos y después sentir el aire en mi cara y el agua salpicándome en la cara. Era sensacional, no pensaba en nada, no me preocupaba por nada. Reía sin control y volvía a subirme otra vez. Lo mismo en el mar, cuando las olas grandes venían, y justo cuando estaban frente a mí, el no saber si iba a poder librarla sin ser arrastrada y revolcada por el mar, me daba una emoción adictiva, me daban ganas de seguir ahí, más y más olas, más y más grandes. No quería que acabara, pero acababa. Ese fue mi primer aprendizaje, sin darme cuenta que lo era, y sin tomarlo como aprendizaje. El final siempre me causó problemas. El final de un libro, de una novela, de unas vacaciones, de la vida de una persona, del ciclo escolar, de un año. Mis papás se había esforzado por mantener todo tan estable como les era posible, que el cambio me causaba cierto estrés, frustración, miedo y hasta enojo. Me aferraba tanto a todo lo que estaba estable. Las rutinas eran mi lugar feliz, ahí yo sabía qué esperar, no había sorpresas, la vida tranquila. Si algo cambiaba me daba pánico, qué tal si no lo podía manejar, incluso si era bueno, todo podría salir mal. Sin querer en eso, me volví el reflejo de mis papás. Un ser atemorizado por el error, la mala crítica, la decepción de terceros, y por su puesto la auto-decepción. Así yo, tan buena aprendiz, logré ser estable, predecible, y aceptable. Crecí tan feliz, porque tenía amigos, teníamos carros en casa, teníamos dinero para ir a pasear, para ir a celebrar nuestros cumpleaños y otras fechas importantes en lugares caros, donde sabía que muchísima gente no podría ir así como nosotros, sin tener que ahorrar, sin tener que pensar en los demás gastos. Fuimos a colegios caros, teníamos eventos sociales seguidos, al menos yo, aunque mis papás se oponían a que yo fuera la mayoría de las veces. Era feliz, esa era mi carátula. Una niña que ponía por encima la decencia y la amabilidad ante todo. 

Pero mira, ya pasó mucho tiempo de eso, de las muñecas y los juegos de té. Cuando llegó el momento de escoger carrera para estudiar empezó lo bueno. Lola, Juan-Pa y Melisa, ya habían aplicado para irse fuera. Lola a Guadalajara, Juan-Pa y Melisa a Monterrey. Mis hermanas no se fueron, buscaron entre la poca oferta que había algo que se pareciera aunque sea tantito a lo que ellas querían, o al menos eso dijeron, o al menos eso querían creer. Yo entonces quería Biología, o Biomedicina, y en el pueblo no había nada de eso. Revisé oferta en Guadalajara, en Ciudad de México, en Monterrey, en Irapuato, en Querétaro. Había tanto de dónde escoger, que nada más de pensarlo me tensaba, pero era raro. Sabía que manejaba muy mal el cambio, y aún así sentía una fuerza tan grande que me empujaba a seguir los pasos de mis amigos. Empecé a llenar formas, pero el momento decisivo tenía que llegar, y le tenía que pedir las firmas a mis papás. No sabía ni entendía en ese momento, que lo que empecé a perseguir era la felicidad. Empezar a tomar una decisión basada en mi asustaba tanto, pero me llenaba tanto el sólo pensarlo. No podía imaginar el vivirlo. 

Me preparé por semanas. ¿Te dije que a mis papás les molestaba enormidades que yo saliera? Bueno, dejé de salir. Sólo veía el exterior para ir a la escuela, y de regreso a casa. Por casi un mes ni siquiera hice insinuación alguna de querer socializar con el exterior, aunque te tengo que decir, fue muy difícil. Luego trataba de mantener un buen humor, aunque me sintiera tensa, les daba a mis papás las respuestas que querían escuchar, y aunque no entendía lo que me pasaba, estaba hirviendo por dentro, queriendo hacer lo que quisiera. No te imagines una rebelde sin causa, ese no ere el caso. Estaba encadenada, no me digas que soy exagerada, espera a que escuches lo desgarrante de la situación. En mi familia nunca nadie se dice te quiero. En mi familia cuando alguien está molesto o gritan insultos a diestra y siniestra o se callan y no se vuelve a hablar del tema. Si osas a mostrar intención de argumentar, de refutar, de discutir, el resultado es desastroso. Un papá enfurecido, enrojecido de la cara, con el corazón al cien, con la respiración agitada como si hubiera corrido el maratón. Una mamá diciéndote después que no debías hacer eso, que si a tu papá le daba un infarto era tu culpa. Una hermana juzgándote y echando indirectas en cada oportunidad; en la sala viendo la tele, en la cocina a la hora de la cena. Hasta la fecha, nadie ha tratado de cambiar la situación, y hasta la fecha quién se atreve es juzgado acorde al Malleus Maleficarum. Eso se lo cuento a la gente, y dicen pues así es en muchas familias. Y yo digo, amiga si tu familia es como la mía, y no te das cuenta de lo terriblemente aplastante que es tu situación, es momento de que te des cuenta. Así como yo me di cuenta el día que por fin me armé de valor para hablarles a mis papás. Estaba sudando, y cuando hablaba no podía sostenerles la mirada. Tenía nauseas, y sin darme cuenta al terminar mis ojos estaban que desbordaban de lágrimas. Mi papá tomó la palabra y me dijo que admiraba mis ganas de salir adelante, y que era bueno verme con ese entusiasmo por el estudio, pero que por el momento haría lo mismo que mis hermanas. Me quedaría en mi pueblo, a estudiar lo que pudiera, y que como ellas después encontraría trabajo, porque si ellas pudieron yo también. Me dijo que había que permanecer en familia, en casa, que había que apoyarnos entre nosotros, que no había que caer en falsas ilusiones disfrazadas de cosas buenas. Alejarme del núcleo iba a poner tentaciones ante mí a las cuales no estaba preparada para enfrentar. ¿Y tú qué crees que hice? Me la creí y me fui a dormir a mi cuarto, al menos sintiéndome agradecida de que le suplicio y la ansiedad terrible habían terminado. Tanta energía dedicada a mi pasión me dejó exhausta. Y sí, el fueguito que había dentro se apagó con un simple soplo de la palabra impositora, manipuladora y autoritaria del jefe de la casa. 

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