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I
A punto del acto de constricción ante Dios, sin dejarme pronunciar el “Yo Confieso”, interrumpe uno de los fieles. Se arrodilla ante el altar y con desespero pide ser confesado.

Le explique que había comenzado la liturgia y debía esperar al final; pero esto no lo calma, exigiendo con urgencia y desespero que atendiera la exposición de sus culpas, a lo cual respondí tajantemente:
– ¡Hijo!, siéntate, escucha la palabra y espera, no puedo abandonar la misa y a todos los fieles presentes, por tu capricho de confesarte en este preciso momento.
Se levantó, se acercó hasta la puerta de salida y al abrirla, volteándose, gritó:
– ¡Padre, muchas gracias! e inesperadamente, ante la mirada atónita y de pánico de los presentes, saca un arma para dispararla en su sien derecha.
Solo pude sostener un pensamiento en medio de los gritos de los asistentes, “otro pecado más”.

En la sede del seminario, donde he permanecido por un año desde el único suicidio registrado en una iglesia y en plena celebración eucarística, en el rincón más alejado a la puerta de mi habitación, acostado sobre mi cama individual, mirando las oscuras uniones del techo de madera, como todos los días, solo logro retener la mirada del suicida rogando por su confesión. He buscado en su mirada esa verdadera urgencia, esa necesidad impaciente que me convenciera interrumpir una misa y que en su momento, debido al cumplimiento casi monótono de los actos religiosos, no pude intuir por no dejar a un lado a una concurrencia en su mayoría aburrida, absortos quizás en sus propios problemas, otros pendientes de las redes sociales en esos aparaticos “inteligentes”, en lugar de atender a quien tal vez, era la persona con mas y verdadero interés en ser asistido por este representante de la iglesia.
Persistentemente he pasado todo este tiempo, preguntándome sobre las limitantes que nos imponemos en la Iglesia, para socorrer verdaderamente los tormentos que hacen vida en el interior de nuestros fieles. Celebrar la misa, bautizos, primeras comuniones, matrimonios y algunas confesiones donde tal vez ni vemos los ojos del creyente. Deberíamos poder avizorar en medio de un servicio, observando solo la mirada de los fieles,  esa intención que va más allá de la propia asistencia.

He tratado en contra de la insistencia de mis superiores, evadir el regreso a mis obligaciones naturales como sacerdote; sin embargo, al cumplir exactamente un año de aquel día, toca a mi puerta el mensajero del obispo, citándome en audiencia que seguramente serviría, para conminarme a tomar la decisión definitiva sobre mi futuro en la iglesia.

Con una idea clara del objeto de mi cita, ataviado con la sotana; que tal vez, ilustraba mi decisión de cumplir  las órdenes que seguro recibiría, me presenté en el palacio episcopal; y sentado ya, en la oficina del clásico gótico que ilustra la majestad del cargo de ese representante de la Iglesia; el Obispo, con una figura que personifica categóricamente a la Santa Inquisición, me conmina sin derecho a objeción alguna, a encargarme de las obligaciones en la iglesia Nuestra Señora de los Cielos, en un término de tres días siguientes a la presente fecha.

A mi salida de la máxima sede apostólica local, sin esperar el lapso para asumir mis deberes, decidí por curiosidad acercarme a la Iglesia destinada, que para mi asombro se encuentra ubicada en una de las mejores zonas de la ciudad, un barrio exclusivo donde hace vida la clase alta de la sociedad. Y repito, para mi asombro; por cuanto, debido al auto retiro que por un año tomé, estaba seguro que me asignarían algún territorio recóndito, plagado por la inseguridad y de todos los males que escurre la desintegración social actual.

El mismo día me presente ante mi colega saliente, quien sin reparo me acogió enseñándome las instalaciones de esta parroquia. Acondicionada con aparatos de calefacción y refrigeración, bancos de la mejor madera, cuadros y figuras icónicas, reclinatorios acolchados, un Cristo imponente colgado exactamente desde el techo encima del altar; todo dejaba ver los vastos recursos con los cuales contaba esta iglesia, producto de las generosas limosnas y aportes de sus exclusivos feligreses.
En fin, decidí instalarme de una vez en la casa parroquial anexa a la iglesia, una especie de quinta que emula los chalet de los Alpes, equipado totalmente con artefactos de primera línea, mobiliario que recuerda las imágenes en las películas de la oficina Oval en la Casa Blanca. Hasta siento pena por mi compañero, quien debería sentirse acostumbrado a tanta comodidad; sin embargo, una vocación sincera no permite la percepción de los lujos, sobre la obligación encomendada por la iglesia.

Sin más dilaciones, me preparé para atender el servicio religioso vespertino, revisando todos los utensilios para la celebración eucarística, el sonido adecuado, el vino, las ostias y las páginas abiertas de la Biblia sobre las lecturas pertinentes.

Como niños volviendo a clases, al sonido del timbre que define el final del recreo, ingresan al templo los parroquianos, conversando unos con otros sin darse cuenta de la presencia de un extraño sacerdote; realizando las revisiones de último minuto a los teléfonos antes del comienzo de la liturgia, comienzan a levantar las miradas hacia el altar. Algunos con miradas decepcionadas, otros con una extrañez común, como aquellos que resisten al cambio pero con la conciencia de no poder hacer nada, producen el silencio que espera su rompimiento por quien debe dirigir sus oraciones.

Unas Buenas tardes hacen su cometido, obteniendo la respuesta unísona de la audiencia, para proseguir a presentarme como el nuevo párroco que continuará las funciones de mi antecesor y luego definir el comienzo de la ceremonia, al pronunciar con la mano en la frente “En el nombre del Padre…”
Al encomendarme a Dios con el inicio de la misa, me inunde de la seguridad de su acompañamiento a pesar del largo y trágico receso; sin embargo, al encontrarme nuevamente con ese momento formal de testificar ante todos nuestra condición de pecador, no pude evitar hacer mutis y levantar la mirada hacia los oyentes, queriendo presentir en sus ojos la misma angustia que debí predecir hace un año.

Sin embargo, aunque todo transcurría con normalidad, para mí ya no lo era; por cuanto sentía que mi compromiso con cada una de las almas presentes, es ahora exponencialmente superior a la entrega que anteriormente mi ser, dedicaba a la hora de conmemorar tan solemne ritual.
Nuevamente, en esos minutos cuando los feligreses intervienen leyendo las lecturas de nuestro libro sagrado; no podía dejar de observar la mirada de cada uno de los presentes, sus facciones, gestos, posturas y todo aquello que me llevara a descifrar ese inagotable universo interno de cada uno de estos seres, en la idea de que cada cabeza es un mundo; miles de angustias, felicidades, alegrías o tristezas convergen dentro de este mismo techo, unas en mayor o menor intensidad pero con la importancia que cada portador le atribuye.
Confieso que durante mi encierro voluntario, solo dedicaba mi tiempo a mis oraciones, rogándole a Dios me permitiera esclarecer las dudas sobre mi vocación, además de imaginar las posibles respuestas que pudieran haber evitado el desenlace fatal en medio de mi servicio.
Ahora en este momento, donde los presentes acuden a su comunión, mientras van pasando cada uno de ellos, puedo observar detalles en las personas que durante un año resultaban inexistentes para mí. La vestimenta de algunos, un poco desaliñada en su concepto de moda actual y algunos cuerpos femeninos, naturales y otros clara y exageradamente artificiales, que hacen en la memoria de los sentidos, recordar mi condición humana y primitivamente más básica, la del género masculino.

Podría asegurar, que en la repetida invocación ¡cuerpo de Cristo! al entregar la ostia, ante algunas feligresas se me escaparía un  ¡qué cuerpo Cristo!, agradeciendo a nuestro señor, la belleza de sus creaciones.
Al final de la misa, algunos fieles se me acercan, preguntando sobre las actividades habituales en esta parroquia. El interés de varios me hace presumir dos cosas.  Estos feligreses asumen su rol con la iglesia, más allá de la asistencia a la eucaristía o el nivel económico y social les otorga suficiente tiempo libre.
Algunos de ellos preguntan:
– Padre William, ¿las confesiones seguirán antes de la celebración de la misa?
Ante la pregunta, el interés por este sacramento causo un intervalo de segundos en mi mente y silencio para mis escuchas, ya que se acostumbra realizarse antes de la misa, para que puedan acudir a la comunión y recibir el pan de vida; sin embargo, la hora fijada para la misa se convertiría en un término para algunos, a quienes no diera tiempo de ser atendidos; entonces, con firmeza decidí responder:
– Todos los días hijos, después de la última misa, de esta manera atenderé a todos quienes sientan esta necesidad.

Después del trágico episodio que causó un paréntesis en mi ejercicio sacerdotal, la confesión tiene particularmente en mí, una importancia más allá de la trascendencia mística de un deber conminado por el mismo Jesús. En vista de este interés, atendía a varios en mi propia oficina en la casa parroquial, entre la planificación y ejecución de otras actividades desde mi despacho.

CONFESIÓN (de Jesús Montiel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora