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Mientras supervisaba a unos trabajadores en reparaciones menores adentro de la iglesia, llegó Sara. Llevaba una visera blanca, con un suéter a rayas de varios colores que apenas podría cubrirle el ombligo, de botones desabrochados que descubrían la división de sus pechos ajustados dentro de ella. También llevaba unos pantalones tipo "Jean", un poco acampanados al final, pero ajustados desde las rodillas hasta la pretina, que difícilmente bordeaban sus caderas, dejando descubierta parte de ellas en centímetros, hasta el borde de su blusa. Les aseguro que a diferencia de mis trabajadores, pedía a Dios que no se diera la vuelta.

– Buenos días Padre, si hubiese sabido que esas serían las actividades que mencionó, me habría vestido con ropa más cómoda y hasta con una brocha en la mano hubiese llegado...

– Buen día hija. Gracias por tu ofrecimiento, pero no me refería a estos trabajos.
No faltó alguno de los trabajadores, que de inmediato le ofrecían hasta las brochas.

– Padre, vine a invitarle...

En ese momento, la exclamación unísona e insinuante de un – ¡ay padre! – de los trabajadores, interrumpió a Sara, obligándome a interferir reclamando:

– Respeten muchachos y continúen trabajando. 

Seguidamente conduje a Sara hasta mi despacho, escuchando los murmullos de los obreros mientras sarcásticamente exclamaban un ¡Adiós Padre!
Ya en mi despacho, Sara continuó con su invitación. Se trataba de una cena que ofrecería en agradecimiento al apoyo que recibió  de sus amigos. Los describió como un grupo de personas adineradas, distanciadas de la iglesia pero con sentimientos altruistas y que la interrelación con ellos podría ser beneficiosa para la iglesia, además de tratar atraerlos hacia ella, ya que igualmente conviven en esta parroquia. 

Al terminar la misa de la 6 de la tarde, anuncié disculpándome que ese día no habría confesión, ya que otros asuntos ocuparían mi tiempo. Quien fuese experto en la expresión corporal, advertiría en las mías un poco de culpa, ya que debo confesar, que después de la celebración eucarística, comencé a dudar sobre las verdaderas razones que motivaran mi asistencia a la cena prevista. Me preguntaba si la belleza de Sara y su confesión tan explícita, inclinaban de alguna forma mis procederes; no obstante, decidí asistir sin mi sotana, pero con el alzacuello que distingue mi condición.

No era muy lejos la casa de Sara, fui caminando. Al llegar me impresionó la cantidad de árboles y flores que adornan naturalmente su jardín.  Con el frente totalmente cercado de arbustos cuidadosamente podados, dando la impresión de una imponente pared verde. No soy un conocedor de la botánica, pero puedo apreciar diferentes tipos de flores en la entrada principal, además de helechos colgantes, todo desordenado y sin uniformidad, pero como si fuera la idea de la decoración.
Subí el último escalón largo, que me separaba de la puerta de madera labrada de dos alas con manillas doradas en ambas. Extendí mi brazo izquierdo para tocar el timbre, que no llegue a presionar cuando el ala del mismo lado abrió como esperando mi llegada. Al abrirse la puerta estaba allí Sara, con su cabello castaño largo recogido hacia atrás, como dibujando la forma de su cara, con un tenue rubor y rojos labios, un vestido negro dejado caer sobre su silueta dibujada, sin querer ajustarse a ella, pero sin esconder su evidente voluptuosidad.

– Buenas noches Padre, me complace su asistencia.

– Buenas noches hija, gracias por la invitación.

Entrelazando su brazo con el mío, guio nuestra entrada hacia una amplia sala, donde nos esperaban unas diez o doce personas, sentados la mayoría sobre butacas amplias, de las que al observarlas sientes una mullida comodidad. Exactamente, eran siete mujeres y cinco caballeros sin contarnos, siendo uno de ellos Manuel, quien sin esperar mi presentación por Sara, se levantó ofreciéndome su mano para saludarme...

CONFESIÓN (de Jesús Montiel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora