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Me enclaustré en la residencia, permaneciendo alrededor de una hora bajo la ducha, sin poder deslastrarme de una culpa inmerecida, ni de la percepción de Sara sobre mi cuerpo o de haberle arrebatado la vida a un semejante. Mientras tanto, el sonido del teléfono lo escuchaba como una molestia lejana, silenciada por el ruido de los pensamientos en mi cabeza.
Irremediablemente, debí considerar todo mí alrededor. Miré el teléfono, para incrementar el remolino de mi estómago, al darme cuenta de las llamadas provenientes del palacio episcopal. Seguramente el Obispo, ya conocía de las noticias; pero con igual seguridad, querría saber de mis labios una versión de los hechos.
A pesar de mi cansancio y desvelo, devolví la llamada. El obispo se limitó en anunciarme su visita en horas de la noche, considerando mi agotamiento y permitiéndome dormir para recuperarme un poco.
Solo tuve que recostar mi cabeza en la almohada, para sumergirme en un profundo sueño o sueños, predecibles, inevitables y tal vez anhelados. Solo así podía permitirme apreciar en toda su magnificencia el cuerpo de Sara, sin las sistemáticas órdenes de Junior, deteniéndome para saborear esos labios, asiéndome con fuerza de ambas nalgas dejándola sentir mi viril excitación, el olor detrás de sus delicadas orejas, la suavidad de su cuello, recorriendo sus tibios pechos, el aroma de su tenso vientre y saboreando los jugos de excitación que segrega entre las piernas.
Despertar extasiado con mis fantasías solo aumentaba mi desconcierto, mi tribulación y la necesidad de respuestas; pero que tal vez, la iglesia en esta ocasión, no estaría dispuesta a ofrecerme otro receso contemplativo para dilucidar mis prioridades.
Despierta mi conciencia, solo la culpa la ocupaba. No podía creer que por todo un año, me he sentido responsable de la muerte de un suicida. Una muerte que tal vez mi intervención pudo postergar. No lo podré saber nunca. Pero esta vez fueron mis ojos sobre los suyos, los que me indicaron accionar un arma. La acción directa de mis manos, sesgo la vida de otro ser humano; sin estar seguro ahora, si al deseo de salvar a Sara, no lo acompañó otro que lograra su objetivo y además un poco de rabia.
Dormí casi diez horas. Me levante para preparar alguna bebida y refrigerio para atender al Obispo. Escuché el timbre de la entrada, pero al abrir en espera de mi superior, una sorpresiva visita retorno los sueños a mi mente despierta.
– ¡Buenas noches Padre!
– ¡Buenas noches Sara!
Todo lo acontecido, a escasos minutos de la llegada del obispo y mis sueños húmedos ya eran suficientes para sostener mi angustia, como para aumentarla con la perturbadora presencia de esta mujer.
– ¡Hija! Pensé que no vendrías hasta el domingo.
– ¿Me invita a pasar Padre?
– ¡Claro Sara! Pasa y siéntate. Disculpa que no te ofrezca algo hija, pero estoy esperando la visita del Obispo.
– ¡Entiendo Padre!, pero debemos ponernos de acuerdo sobre lo que vamos a declarar mañana.
– ¿Ponernos de acuerdo? Pero si los dos sabemos todo lo que ocurrió
– Si Padre; pero, ¿cree usted necesario ser tan explícito en todo? Podemos obviar eso que afectaría mi dignidad y su figura como sacerdote. ¿Se imagina Padre?
– ¡Hija!, ¿Estas pidiendo que mienta?
– Estoy pidiendo obviar algo, que para nada afectaría la investigación sobre el robo ni la muerte de ese desgraciado.
– No lo digas así hija, no me complace para nada haberlo hecho.
– De no ser así Padre; en su lugar, estaría mi cuerpo en la morgue
– ¡Hija!...
El sonido del timbre interrumpió nuestro dialogo y anunciaba la llegada del Obispo. Además de la explicación sobre los sucesos extraños de la noche anterior, tendría también que justificar la presencia incomoda de Sara; pero al mal tiempo, darle prisa.
– ¡Buenas noches  Excelencia! – Saludé sin sorpresa.
– ¡Buenas noches hijo!
– Siga adelante por favor y póngase cómodo. Está en su casa – Afirmé.
Al percatarse de la presencia femenina, el Obispo cordialmente saludó a Sara, con un "Buenas Noches".
– ¡Señor! Le presento a Sara Mayer. Ella fue también víctima del robo.
– Es un placer conocerla, a pesar de las infortunadas circunstancias –sentenció mi superior.
– El placer es para mí excelencia. Gracias a Dios estamos vivos – respondió Sara.
– Esperemos también; Dios mediante, que no acarree consecuencias. Entiendo que había otro delincuente – aludió el Obispo.
– ¡Así espero!, prefiero que se esconda en el hueco más recóndito y no aparezca nunca más – imploró Sara.
– ¡Que raro!, ¿no preferirías que aparecieran tus pertenencias y que la justicia le haga pagar sus delitos?
– Prefiero olvidar – corrigió Sara.
– ¡Me despido! Los dejo para que conversen. Hasta mañana Padres – Finalizó Sara.
Con un unísono "Dios te bendiga hija", despedimos a Sara.
La mirada del Obispo se traducía en interrogantes; sin embargo, como trayendo esa frase en la garganta, exclamó:
– ¡Otro muerto en tu iglesia!, y además de tu propia mano – Terminó sentenciando.
– ¡Excelencia! Lo hice para salvarle la vida a esa mujer. Ni siquiera supe hacia donde apuntaba; pero como usted dice, es otro muerto que llevo en mi conciencia – Confesé.
Comencé a relatarle todo lo sucedido, desde la cena en casa de Sara, el robo de los cigarros y el desenlace en la iglesia. El Obispo observaba mis gestos, con esa mirada de viejo sabueso, buscando incongruencias o faltantes entre líneas y que este astuto hombre, con la experiencia que lo llevó a su cargo estaría seguro de alguna esquivez.
– ¿Por qué asististe a esa cena?
– Soy nuevo en la parroquia y hacen falta muchas cosas. Ella se ofreció en ayudarme con sus amigos –respondí excusándome.
– ¡Pero hijo!, tu sabes que esos no son los métodos. Deben ser quienes asisten a la iglesia los que aporten para su propia parroquia. Realizando actividades aquí, que llamen a la colectividad. – Me reputó el Obispo.
– Lo sé Excelencia, pero no quise tampoco rechazar la cordial invitación y su intención de involucrar a sus amigos.
– ¿Estás seguro, que solo la cortesía te motivó para asistir?, ¿Estás seguro, de sus intenciones? ¿Por qué estaba ella aquí?
– No tengo porque dudar de ella Excelencia. Claro que fue por cortesía, además de mi interés en conocer sus amigos. Ella vino esta noche, porque mañana debemos ir a declarar – Respondí excusándome.
Las preguntas del Obispo tenían previsibles respuestas, pero seguramente sería la gesticulación y mi expresión, las que responderían a mi superior sus dudas, presintiendo la culpa que esconden mis palabras.
– ¡Hijo!, debes involucrarte con tus fieles en colectivo, no individualmente. Lo único individual aquí, debe ser la confesión.
– Lo sé Excelencia. Pero no puedo negarme a ofrecer mis consejos particulares a quien lo solicita.
– Tienes una excusa para cualquiera de mis planteamientos y no estoy recriminándote nada; pero parece que en vez de responderme, estas tratando de defenderte.
– ¡Lo siento Excelencia! No es mi intención replicar sus sabios consejos. Seguramente, todo esto que ha pasado me ha colocado a la defensiva. Le ruego me disculpe.
– ¡Seguramente hijo! Pero de lo que quiero estar seguro, es de tu convicción y entrega; además, recuerda que soy tu superior y también debo conocer y preocuparme por todos los incidentes que ocurren en mi jurisdicción, con todos los detalles y sin sorpresas.
– ¡Entiendo Señor! Le pido nuevamente disculpas y gracias por su preocupación.
– Me complace que entiendas mi inquietud. Sé que estás cansado y mañana te esperan obligaciones diferentes; sin embargo, espero que puedas comenzar lo antes posibles con tus tareas. Recuerda que no quiero sorpresas, así que reflexiona sobre todo lo ocurrido y descansa. ¡Buenas Noches!
– ¡Buenas noches Señor! 
Al cerrar la puerta tras su salida, mi cabeza descanso sobre ella golpeándola, como confesándole mis culpas, seguro de las dudas que se llevó mi jefe, consiente sobre mis faltas, con la clara convicción agobiante que me  recuerda la frase "sobre cielo y tierra, no hay nada oculto" y la analogía del criminal, que advierte la existencia del "cabo suelto" que constituye Jimmy en nuestra historia.
Sin desvestirme siquiera me tiré en la cama, cansado de pensar todas las posibilidades y consecuencias. Aun cuando el cansancio dominó mis pensamientos, estos se transformaron en un sueño irreal, muy distinto al erotismo que caracterizó mi fantasía  anterior.
En un ambiente sombrío, con imágenes sin color, me veía en una habitación encerrado en una jaula de gruesos barrotes y frente a mí, un juego de muebles de dos butacas, un largo sofá y una lámpara de pedestal en cada lado. De repente entra Sara en la habitación, en ropa interior con ligueros muy insinuante. Ella entró afligida, dirigiéndose hacia mí tomando dos barrotes de la jaula y recostando su rostro entre otros. Le pedí buscar la forma de soltarme, pero ella sin emitir alguna palabra, cambio el semblante de su rostro dibujando una sonrisa con sus labios. Fue alejándose de la jaula, recostándose sobre el sofá provocativamente.
Seguidamente, entran Jimmy y Junior, señalándome entre risas y burlándose de mi encierro. Mientras me observaban se acomodaban en el sofá junto a Sara, sin sorpresa en sus rostros, comienzan a tocar a Sara acariciándola, quien los recibe complaciente y les corresponde sensual y placenteramente, mientras juntos se burlan restregándome su consensual regocijo. Me desperté abrumado; sin embargo, traduje mi sueño, donde mi psiquis o conciencia me mostraba a los tres como protagonistas de mi actual angustia.
Me levanté para ducharme, decidiendo si hacerle caso a Sara o describir a la policía todos los detalles del robo. Pensaba que si declaraba todo, me liberaría de un gran peso, pero no de la culpa que me imprime el placer indudable que sentí con Sara y que sigo añorando en mis fantasías con ella.
Fui hasta la delegación policial para cumplir con el deber; por lo menos, el que tengo con los hombres. El sitio estaba repleto de gente, algunos con caras angustiadas, otros hasta llorando y me preguntaba: ¿Cómo se vería la mía?
Decidí sentarme en una banca, esperando encontrarme con Sara, por si cambiaba de opinión y se atrevía a decirle al policía, que la obligaron a realizarle una felación al cura. Igualmente, yo que en mi vida he tenido la experiencia de contarle a un amigo, sobre la increíble noche que pase con alguna chica; y ahora, tener que contarle al oficial, que fui obligado a follarme a ese monumento de mujer. Pues, suena un poco extraño, además de tener que soportar las miradas incisivas de estos oficiales, que siempre dudan de todo.
Por fin llegó Sara. Traía un vestido floreado, con los brazos descubiertos, ceñido hasta la cintura y suelto sin acercarse a las rodillas, con unas sandalias blancas con plataformas, con un ritmo al caminar perfectamente sincronizado. Mirar esas piernas es todo un espectáculo, con una gracia casi profesional, de una frescura de comercial campestre y hasta juraría escuchar una melodía mientras se acercaba. Con ese aspecto, al confesarle al policía que bajo coacción, tuvo sexo con el cura, le aconsejaría no dejarme escapar. Vaya semblante de satisfacción el que presumía. A mí, seguramente con algún dejo de envidia, me llamarían "suertudo".
– ¡Buenos días Padre!
– ¡Buenos días hija! –Respondí a Sara.
– ¿Consideró usted mi petición?
– Lo pensé mucho, pero no lo he decidido. Esperaba que tú lo consideraras.
– No he cambiado de parecer Padre. No veo la necesidad. Únicamente denunciaré el robo de mis prendas, mi auto y atestiguar que usted disparó para salvarme la vida.
– Yo tengo mis dudas hija. Siempre he pensado que la verdad libera. Sin embargo, también conozco los prejuicios sociales, bajo los cuales saldrás perjudicada.
– ¡Gracias Padre!, por entender mi preocupación.
– Entonces, entremos de una vez.
Una vez adentro, ubicamos al oficial Cortez, quien nos indicó que cada uno debía declarar por separado. Previamente Sara y yo, convenimos en declarar exactamente cómo sucedieron los hechos, obviando únicamente el lapso de tiempo, durante el cual fuimos obligados a disfrutarnos.
Le permití a Sara hacerlo primero, mientras esperaba sentado, recibiendo todo tipo de atenciones de los oficiales que entraban y salían. Concebían ellos aminorar sus culpas con sus consideraciones, al mismo tiempo que descaradamente frente a mí, maltrataban a quienes traían detenidos, obligándolos a declarar o  firmar su declaración sin el más mínimo respeto de sus derechos. Me preguntaba, si trataría de igual forma a Jimmy y a Junior; pero me respondía a mí mismo, que por eso las víctimas no debían ser perseguidores de sus victimarios; no obstante, mi condición sinceramente religiosa, no puede permitirme albergar resentimientos para con mi agresor. Por el contrario, el perdón debía ser nuestra más fiel característica.
Finalmente, Sara terminó su declaración. Al parecer sin ningún inconveniente, al juzgar de sus labios dibujando la clásica "carita feliz", la que empieza a ponerme nervioso, por su actitud pareciera que nunca paso nada o es lo que trata de asumir.
– ¡Listo Padre!, pase tranquilo que no es nada del otro mundo – enfatizó Sara.
– ¡Qué bueno hija!, envidio tu serenidad.
Entre al cubículo de unos seis metros cuadrados, equipado con un escritorio pequeño, repleto de carpetas y una computadora, una silla a cada lado y en una de ellas un policía vestido de civil con camisa y corbata.
– ¡Buenos días! –Saludé al oficial sentándome en la silla desocupada.
– ¡Buen día padre! ¿Es primera vez que viene? – Pregunto el oficial.
– ¡Sí!, nunca había tenido ningún inconveniente con la ley – Afirmé.
– ¡Entonces!, ¿Nunca había sido víctima de la delincuencia? – Continuó el interrogatorio.
– Alguna vez fui víctima de algún robo, pero nada que ameritara molestarme para realizar una denuncia.
–  Eso es un error Padre, cualquier delito por pequeño que sea, debe ser denunciado, de lo contrario no podemos hacer nada al respecto y continuaran impunes – Señaló el oficial.
– Tienes razón hijo, lo tomaré mucho en cuenta y así lo aconsejaré en mis servicios.
– ¡Entonces Padre! Nunca antes había robado ni matado a otra persona – Afirmó con una sonrisa – lo cual disipó mi duda sobre si Sara habría declarado sobre el robo de los cigarros en el quiosco.
– ¡Disculpe Oficial!, pero no me parece para nada gracioso. Tal vez por su trabajo, usted estará acostumbrado a relacionarse con el delito, pero en el mío no.
– ¿Seguro Padre?, Parte de su trabajo no es tan diferente al mío. La mayor parte viene y declara falsamente para evitarse problemas; en cambio, a usted acuden para confesarse y seguramente le cuentan toda la verdad, o ¿qué sentido tendría la confesión?
– Tienes un poco de razón hijo, pero yo no debo ni puedo juzgarlos, solo perdonarlos. Pero si no es sincera la confesión, la justicia divina te aseguro es perfecta. ¿Puedes decirme lo mismo sobre la tuya? – Le aseguré.
– Dejémoslo así Padre, y comencemos con su declaración. Solo le haré unas preguntas, para confirmar el testimonio de la señorita Sara Mayer. Si tiene que agregar algo, lo puede hacer al final.
– ¡Muy bien hijo! Adelante con tu interrogatorio.
– ¿Dónde se encontraba usted la noche del diecinueve de marzo del dos mil dieciséis a las nueve de la noche?
– En la casa de la señora Sara Mayer, ubicada en la calle 26 del sector Alto de los Cielos.
– ¿Cuál era el motivo de su presencia en ese sitio?
– Asistía a una cena ofrecida por la señora Mayer.
– ¿Cenaban ustedes solos?
– ¡No!, Habían otros amigos de la señora.
– ¿A qué hora se fue el último de los amigos de la señora Mayer?
– Alrededor de las once de la noche.
– ¿A qué hora y en qué momento fueron sorprendidos por los delincuentes?
– Entre las once  y doce de la noche.
– ¿Cuántos sujetos eran?
– Solo dos.
– ¿Estaban armados?
– Al principio no sabíamos si ambos portaban armas, solo el fallecido la exhibía. Creo que era la única arma.
Así transcurrió todo el interrogatorio, sin mayor sorpresa sobre los hechos pasados; los que al parecer, Sara describió con mínimo detalle, pero borrando los que pudieron hacer menos aburrida esta declaración.
Al salir estaba Sara esperándome, quien al verme se levantó de inmediato y tomándome del brazo como a cualquier amigo dispuso: – ¿Nos vamos juntos Padre?, Lo invito a desayunar –
– Lo siento hija, pero debo reunirme con el Obispo.
– ¿Me está evadiendo Padre? Yo sé que no trae vehículo, así que yo lo llevaré y no aceptaré una negativa. Creo que se lo debo.
Ni siquiera me preguntó sobre la declaración. De verdad que su seguridad al respecto comienza a intimidarme.
– ¡Está bien hija! Puedes llevarme al Palacio Episcopal. – Terminé aceptando.
– Pero también iremos a desayunar – Resolvió Sara.
Sin permitirme objetar su imposición nos fuimos a un café cercano a la sede apostólica. Un sitio donde sirven comidas a personas con tiempo reducido, como algún abogado, empresario o trabajador cercano que por sus ocupaciones no puede dedicarse tiempo para degustar un rico platillo.
Nos sentamos en el nivel superior del establecimiento, donde inmediatamente nos abordó un mesonero saludando a Sara por su apellido. Ordenamos de inmediato un emparedado de jamón de pavo y queso mozzarella para cada uno, un café expreso para mí y un jugo de naranja para ella.– ¿Te conocen acá? Debes venir muy seguido a este sitio – Comenté –
– ¡Cierto Padre!, Yo soy abogada, tengo una oficina cerca y la mayoría de los Tribunales también están en las adyacencias.
Esta revelación, aminoró un poco la incertidumbre que sentía al respecto de la tranquilidad de Sara al declarar ante la policía. Imagino que en la cotidianidad de su trabajo, ya estará acostumbrada al contacto con los órganos policiales.
– Hasta ahora, no habíamos comentado sobre tu oficio.
– ¡Cierto Padre!, no lo creí pertinente, pero discúlpeme por no haberle ofrecido mis servicios profesionales. Estoy a sus órdenes. – Enfatizó Sara.
– ¡Gracias hija! Siempre dicen sobre lo necesario de disponer de un abogado, un médico y un cura. Ya tengo al abogado y falta un médico, porque espero no tener que necesitar otro cura. – Afirmé sonriendo para romper un poco el hielo.
– ¡Padre! No sabía sobre su sentido del humor. Pero mejor lo hace de sacerdote – Ironizó Sara riendo.
– Soy un ser humano como cualquiera. Siento como cualquier otro hombre.
– Eso ya lo sabía Padre. De eso estoy segura – Afirmó sarcásticamente.
Esa afirmación la percibí con un escalofrío que recorrió mi espalda. No me pasaba por la mente, discutir con Sara nuestra impuesta experiencia sexual; sin embargo, otro era su parecer.
– ¡Padre! Insistí en desayunar con usted por dos motivos, uno de ellos es la necesidad de agradecerle haber salvado mi vida. Si usted no hubiese reaccionado de esa manera; tal vez no lo estaría contando.
– ¿Qué agradeces hija? Estaba seguro de la rabia con la que reaccionó Junior después que respondiste como lo hiciste. Fuiste muy valiente. Pero dime, ¿Cuál es el otro motivo?
– ¡Padre! ¿Es cierto lo que respondió en el confesionario? Aunque suene retorcido, yo lo disfruté mucho padre. Es usted, un hombre en todo el sentido de la palabra. Pero sinceramente, me causó un poco de escozor en mi orgullo su respuesta.
– ¡Pero Hija! Así como no quisiste ventilar esto ante las autoridades, te pido por mi investidura, no tener que discutirlo tampoco.
– ¿Le parezco una mujer atractiva padre? O ¿es que su convicción es tan fuerte que no le permite haber disfrutado de mi cuerpo? Porque en ese momento yo sentí de su cuerpo como disfrutaba del mío.
– ¡Hija! A pesar de lo que pude o no sentir, ocultar lo que sucedió me tiene muy perturbado; por eso, te pido no incrementes mi angustia con esta conversación. Necesito estar centrado en mis deberes y las respuestas que debo ofrecerle al Obispo y a mí mismo.
– Y Acaso, ¿no merezco yo una respuesta? ¿Sintió usted en sus manos como se endurecían mis pezones? Yo si sentí su firme virilidad en mis labios y entre mis piernas. Acaso, ¿puede ser tan hipócrita la reacción de su cuerpo?
– ¡Hija! Si sabes todo eso, ¿por qué necesitas  mis respuestas?
Terminando de esquivar sus preguntas con la mía, me levanté simulando cierto enfado, le manifesté mi agradecimiento y me despedí aclarando que me iría caminando. En realidad más que enfado, a la incomodidad moral a la cual estaba sometido con la actitud inquisitiva de Sara, se le estaba sumando la de mi ropa interior, que no estaba acostumbrada a la erección que provocaban los recuerdos de esta hermosa mujer. Además de traer a mi memoria esos momentos, las palabras de Sara desviaban sangre caliente hacia esta parte de mi cuerpo, que traiciona el control de mis instintos. Es cierta, la afirmación burlesca de los jovenzuelos cuando sentencian "ese tipo es independiente".
En fin, me fui caminando hacia el Palacio Episcopal, esperando que las tres cuadras que me separaban del Obispo, dos Padres Nuestro y un Ave María, sirvieran para relajar la desproporción sanguínea. Ya la imagen de la sotana no volvía.
Nuevamente en las instalaciones del Obispo, precisamente para esperar instrucciones; pero esta vez, también ansiaba renovar mi vocación después de confesar a mi superior, más que la pérdida obligada de mi celibato, el placer intenso que padecí y la tortura de sus secuelas.
Tras anunciarme ante su asistente, el Obispo salió de su despacho, pero no debido a mi presencia; sin embargo, al notarla se dirigió con respirada satisfacción...
– ¡Buenos días William! ¿Fuiste a declarar en la policía? – Preguntó el Obispo.
– ¡Buenos días señor! Precisamente vengo de hacerlo.
– ¡Perfecto hijo! Hablé por teléfono con el comandante de la policía y me aseguró, levantar hoy mismo la restricción para ingresar a la Iglesia.
– ¡OH!, Gracias Su Excelencia – Agradecí con un poco de contrariedad.
– Así que mañana mismo, puedes comenzar con los servicios religiosos habituales. – Conminó mi superior.
– ¡Gracias nuevamente señor!, pero necesito conversar con usted, algo referente a mi declaración.
– Estoy algo ocupado hijo, y debo viajar a la capital en unas horas, así que pasa un momento pero te ruego que seas breve, o lo dejamos para cuando regrese.
– Trataré de ser lo más breve posible Señor. – Tampoco pensaba ofrecer detalles.
Sin extender mucho mi relato, le explique al Obispo la coacción a la cual fuimos sometidos para sostener relaciones sexuales, así como las razones de Sara para no declarar esos hechos ante la policía. El Obispo, un hombre sabio y astuto decidió consentir mi decisión, basado no solamente en el resguardo del honor de Sara, también previniendo el ruido malintencionado que caería sobre la Iglesia; pese a ello, también me recordó que la omisión del asunto constituye mi pecado, pero debido a mi preocupación y honestidad para con la institución en él personificada, me brindó opcionalmente y si fuese mi voluntad, considerar mi relato en confesión. ¿Y quién era yo para cuestionar a mi superior?
No obstante, pensé en aclararle mi decisión de hacer una confesión más integra...
– ¡Su excelencia!, además de lo relatado, quiero complementar mi confesión con otros aspectos más subjetivos
– ¿Pasó algo más hijo?
– ¡No señor! Pero...
– ¡Lo siento hijo!, pero ya estoy sobre la hora y debo marcharme – Y así, me interrumpió despidiéndose sin permitir desahogar mis inquietudes – No tuvo tiempo para mi confesión.
Decidí caminar un poco, antes de tomar un taxi hasta la iglesia, ya que la caminata solitaria siempre me ayuda a reflexionar o lucubrar un poco sobre mis problemas existenciales.
Generalmente las personas buscan en la confesión, la absolución de culpas que ni ellos mismos pueden sobrellevar. Nada que los ate a este mundo terrenal, les ayuda a conseguir consuelo y buscan en el espiritual, la tranquilidad que solo les puede ofrecer, la creencia firme de la existencia de ese ser superior que los mira, los ama y puede perdonarles todo de lo que sinceramente se encuentren arrepentidos. Necesitan de Dios.
En Derecho existe una máxima en latín que establece el "iura novit curia"; es decir, "el Juez conoce el derecho", y que usando un poco de analogía, se podría decir que nosotros los instruidos por la iglesia, somos los más preparados e idóneos para trasmitir el conocimiento y las herramientas para acercarnos a Dios, ya que para ello fuimos preparados. Entonces, si las personas desesperadas como mi trágico suicida, no obtienen en el momento indicado, la asistencia que les brindara un poco de esperanza o consuelo, ¿Qué más les quedaría?; ¿Terminar con la existencia que los agobia?, ¿sucumbir definitivamente en la iniquidad insensible que caracteriza la condición mundana? o ¿podrán por ellos mismos equilibrar su dirección, entre las pautas que la sociedad les dicta y las que sus creencias religiosas les han inculcado? No es fácil ni en mi condición, ayudarse a sí mismo. Imagino lo difícil que puede ser para alguien a quien la ignorancia, le alimentara un poco más su confusión.
Sin embargo, haberle trasmitido al Obispo los sucesos de esa noche me dio un poco más de tranquilidad, así como su instrucción de continuar con mis tareas, ya que mis problemas no pueden ser más importantes, que socorrer a la colectividad que busca diariamente, el alimento en la palabra que los acerque un poco más a Dios.
Así que con un profundo suspiro, extendí mi mano para detener un taxi que me llevara a mi realidad. La Iglesia Nuestra Señora de los Cielos.
Al llegar a la Iglesia, estaba una patrulla de la policía parqueada en el frente. Era el oficial Cortez y otros ayudantes, que seguramente levantarían el cerco policial.
– Nos vemos de nuevo oficial – Saludé interrumpiendo.
– ¿Cómo está Padre?, ¿Cómo le fue con su declaración? – Preguntó el oficial.
– ¡Muy bien hijo! ¡Gracias!
– Estamos buscando al otro sujeto, y en dos días tendremos la verdadera identidad del occiso.
–  Espero que lo atrapen pronto – afirmé sin mucho entusiasmo.
– ¡Bueno Padre!, limpiamos el sitio y terminamos aquí. Puede trabajar con tranquilidad.
– ¡Gracias hijo!
Se fueron dejándome solo en el interior de la Iglesia. Sentí nuevamente el Cristo sobre el Altar, pero esta vez lo percibí abrazándome. Era lo que necesitaba.
Abrí todas las ventanas de la Iglesia. Podían observarse los halos de luz solar entrando como rayos, exterminando los rastros negativos que dejó la maldad de esos muchachos y que concluyeron en el fatal deceso de "Junior". 
Ahora que lo pienso, no entiendo cómo pudieron terminar así las cosas. Accedimos a tener relaciones sexuales frente a ellos, a robar, a mentir y simular una confesión. ¿Por qué no pudimos seguir accediendo a todo? Al final, tendrían que irse con el dinero, las prendas, el auto y la satisfacción de habernos sometido como quisieron; pero tal vez soy egoísta o cobarde al pensar por Sara, sin considerar su reacción como involuntaria; que como la mía, con un arma en la mano decidió acabar con una vida.
En fin, esta vez no podía permitirme unas vacaciones, así que debía continuar con mi deber, pero podía permitirme eludir la estimulación de mi conciencia. Así que le pedí a los obreros desmantelar el confesionario y colocarlo en otro sitio, para no encontrarme frente a este, con el recuerdo del cuerpo tendido al terminar las confesiones; porque además, tal como me aconsejara el Obispo, decidí cambiar la concepción asumida sobre estas y comenzar a recibir a las personas, tras el secreto de la tupida malla de madera.
Pasé toda la tarde con los obreros, dirigiendo y ayudándolos a limpiar el templo, las bancas y todas las figuras. Tal vez no era lo que en realidad buscaba limpiar, pero ayudaba un poco a sobrellevar el lastre que recargaba mi alma.
Por fin me fui a descansar, aunque el mayor alivio era desprenderme del alzacuello. Pesaba una tonelada. Por primera vez, necesitaba de las confortables comodidades de la casa parroquial, de una cena deliciosa, un buen programa de televisión, un delicioso baño y a dormir.
Allí estaba ese sofá, de un tapizado tipo capitoné de cuero marrón, entre las dos butacas del mismo juego; llamando a  mi cansada espalda. Encendí el televisor buscando un canal de noticias y al encontrar el indicado, recosté mi cuerpo sobre el cómodo mueble o por lo menos eso intenté, ya que el sonido del timbre y  un profundo suspiro me levantó, para ver quien interrumpía mi reposo.
Allí estaba nuevamente, la mujer que me estaba enseñando el significado de la palabra "problemas".
– ¡Buenas noches Padre!
– ¡Buenas noches hija!
Allí estaba ella, y cuando digo problemas, encuadro en ella la provocación, la lujuria, el deseo y el placer. Esta vez, vestía un pantalón blanco de lino, que dejaba ver hasta el color de su piel, pero que sin embargo no permitía apreciar su ropa interior. Sobre su torso, una blusa amplia de pálido amarillo, con su cuello adornado por unas perlas en juego con zarcillos e igual pulsera. Su cabello castaño lo llevaba suelto hacia atrás, escondiendo las pequeñas orejas, que apenas mostraban las esferas nacaradas entre su fino rostro pálido,  resaltado por labios rojos y el bordeado intenso de sus ojos marrones. Reitero lo anterior, llamándola "problemas".
– ¿Puedo pasar Padre? – Preguntó bajando la cabeza.
– ¡Claro hija! Adelante. Pasa y siéntate. ¿Quisieras algo de tomar? ¿Un Jugo o café?
– ¡Gracias Padre! No se preocupe. No quiero quitarle mucho tiempo. Seguramente se encuentra cansado – respondió soltando su cartera sobre la mesa central, para sentarse en una de las butacas a los lados del sofá.
– Entonces dime hija. ¿En qué puedo servirte?
– Vine a disculparme por lo de esta mañana – Confesó sin levantar la mirada.
– No tenías que molestarte por eso hija – le aseguré tomando sus manos.
– ¡Pero Padre!, ante todo debo considerar y respetar su condición de sacerdote.
– Mi condición de sacerdote me obliga a escuchar todo lo que sientas. Es más, soy yo quien debe disculparse por retirarme de esa forma. La paciencia y tolerancia son virtudes que estoy obligado a cultivar.
Al soltarle las manos, hice que resbalara de una de ellas la pulsera de perlas, e instintivamente los dos nos inclinamos para recogerlas. Las tome primero, pero al levantar la mirada, la extendida blusa dejo ver dentro de ellas sus senos desnudos, sin sostenes, soberbiamente redondos, blancos con sus dos pezones rosados, delicados y perfectos.
No pude disimular mi satisfacción y deleite, al apreciar tan delicada creación divina, a la que Sara con un poco de pena, escondió sosteniendo su ropa y levantando el torso, después de unos segundos de un correspondido encuentro de nuestros ojos.
– ¡Lo siento Padre! Creo que ya debo retirarme – Respondió levantándose de la butaca.
– ¡Repito hija! No tenías por qué molestarte – reiteré visiblemente apenado.
Avanzando hacia la puerta, recordó su cartera sobre la mesa, devolviéndose hacia ella, se inclinó para alcanzarla y dejarme boquiabierto con la voluptuosidad de su trasero, trazando la apertura que esa posición le permite, dejando descansar la suave tela de su pantalón en medio de ella, que dejaba advertir la ausencia de ropa interior que cubriera lo que hace apenas un día, abría con mis manos dejando paso a mis lamidos. Otra vez la sotana no volvía, ni el alzacuello vestía y el independiente subía.
Volviéndose hacia mí, se atrevió a preguntarme – ¡Padre! ¿Usted está seguro de su vocación? –
– ¡Por supuesto hija! ¿Qué pregunta es esa? – Pregunté disimulado.
– Estoy segura de sus muchas otras virtudes. ¡Hasta mañana Padre!
– ¡Hasta mañana hija! – Y cerré la puerta.
Dejé el televisor encendido y sin mirar atrás, fui a ducharme esperando que el agua estuviese bien fría; pero descubrí, que eso solo era un mito ya que no dejaba de latir la rigidez de mí amigo, que entre mis manos enjabonadas recordaba la espalda desnuda de Sara, arqueándose mientras se empujaba hacia atrás, aplastando sus nalgas con mi cuerpo, mientras el suyo se devoraba el órgano entre mis piernas. Solo así pude relajar mi excitación, desvaneciéndose entre las manos que habían olvidado por años, ser consoladoras de los deseos que me condenan en la lujuria.
Por fin pude tumbarme en la cama, deseando solo traer a mi mente, la imagen de mi sotana y dormir profundamente sin sueños ni fantasías que perturben mi despertar.

CONFESIÓN (de Jesús Montiel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora