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Llego el domingo al fin. Apenas me levanté, elaboré unos avisos para colocarlos en las puertas de la iglesia, confirmando lo que le pedí al Padre Alberto sobre la agenda del día.
Al colocarlos, ya iban llegando algunos vecinos, les comuniqué personalmente lo decidido; no obstante, les abrí las puertas de la iglesia, conminándolos a reflexionar un rato sobre cualquier inquietud. Siempre he sentido mucha paz en el interior del templo, la que invita a encontrarse con Dios y con uno mismo. Igualmente, les recordé que en breve regresaría para comenzar las confesiones.
Después del desayuno, me regresé a la iglesia para prepararme en la sacristía. Me vestí con mi sotana y al caminar hacia el confesionario, varios se levantaron de sus asientos detrás de mí, prestos a formarse en orden para confesarse.
Uno por uno entraba al confesionario. El día de hoy, comenzaba a escuchar cada vez más confesiones de lo habitual. Seguramente, todo lo acontecido me acercó más a los fieles, como a un igual. Gracias a Dios, esa aceptación no les prohibía confiar en mí, como el instrumento para el perdón de sus pecados.
Todo transcurría con normalidad. Pero ya casi llegando al mediodía, me toco recibir una sorpresiva confesión...
– ¡Ave María Purísima! – anunciaba la penitente.
– ¡Sin pecado original concebida!, ¿Sara eres tú? – Pregunté sorprendido.
– ¡Si Padre! Bendígame, porque he pecado – Rogó Sara.
– Dios esté en tu corazón y reciba el humilde y sincero arrepentimiento de tus pecados.
– ¡Padre!, usted sabe cuándo fue mi última confesión. He guardado odio en mi corazón, he mentido y he dejado dominarme por la lujuria.
– ¡Hija!, la misericordia del Señor es infinita cuando el arrepentimiento es sincero y sufres por haberle ofendido con tus faltas. Debes tener fuerza de voluntad, para evitar nuevamente ser presa de tus debilidades. También debes esquivar toda situación, que te incite o involucre en cualquier acto que vulnere la virtud de la castidad. Pídele fuerzas a Dios cuando te sientas débil. Reza tres Padres Nuestros por diez días, y repito, aléjate de las tentaciones. – Le aconsejé con el doble sentido de evitarme sucumbir en los mismos deslices.
– El odio y la mentira, me han llevado directamente al objeto de mi lujuria, al hombre que satisface mis deseos y que llena de paz mi alma adolorida. Un hombre prohibido del cual me he enamorado Padre. Me he enamorado de usted y no estoy arrepentida.
– ¡Detente hija! No puedes hablar en serio. Además no entiendo tus palabras, pero lejos de confesarte, estas tratando de confundir a un  hombre que decidió dedicar su vida al servicio de Dios y sus propósitos. – Respondí reprendiéndola severamente.
– ¡Lo siento Padre!, pero es lo que siento... – Continuó Sara, con descarada despreocupación.
– ¡Por favor hija! Sal del confesionario y vete. Además trata de hacer un examen de tu conciencia antes de volver a esta iglesia.
En realidad esta mujer, perturba mi concentración en mis deberes y dedicación. A pesar de haber sido severo con ella, no puedo negar la necesidad de protegerla como lo hice de "Junior". Tiene la dualidad de mostrarse como una mujer segura, pero a la vez frágil y delicada, atrayendo el abrigo de cualquier mortal atravesado en su vida, quien al final caerá indefenso ante los infalibles embrujos de su divina feminidad.
– ¡Perdóneme Padre! – Exclamó antes de marcharse.
El instinto me empujaba a salir del confesionario, pero la objetividad me advertía sobre los otros penitentes en la cola, a quienes no podía dejar de atender, ni permitir que dudaran más de mi dedicación, sin prever  que tal vez habrían escuchado el subido tono de voz, en el reclamo que con severidad levanté contra Sara.
Temía que alguno de ellos, pudiera haber reconocido a Sara como la otra protagonista del video, pero ese temor se disipo, al escuchar la inmediata irrupción del siguiente penitente al exclamar un "¡Ave María Purísima!".
Todo continuó con normalidad. Para los fieles. Pero mi mente permaneció inquieta, como se ha hecho regular después de cada visita de esa mujer. Ya no estaba seguro, ni de la correcta imposición de las penitencias a quienes prosiguieron a Sara. Gracias a Dios, llegó el receso previsto para el mediodía; además, probablemente la mayoría de los fieles decidieron acudir en la mañana, así que para la tarde esperaba poca afluencia en la confesión.
La confesión de Sara en cierto modo es comprensible. El odio y rencor que debe sentir contra el extinto Junior y su compañero; las mentiras u omisiones en las declaraciones y su atracción hacia mí; quizás por haber idealizado mi figura protectora dada mi condición, exaltada con el hecho de haberle salvado la vida, más el ingrediente sexual al que fuimos sometidos; sin duda, nos ha convertido en cómplices obligados de nuestras propias debilidades, pero no puedo ser yo quien sucumba ante ellas.
No pude comer sin antes llamarla por teléfono. Aunque no excusé mi reacción en el confesionario, le confirmé mi apoyo y consejo cuando lo necesitara, además de pedirle no dejar de asistir a la misa hoy. Y así, pude comer algo luego de mi tácita disculpa. 
La tarde estaba previsiblemente menos congestionada. Al entrar a la iglesia, observe tres personas esperando en la entrada del confesionario y otra más sentada en una de las bancas.
Otras personas se fueron sumando a confesarse, muchos pecados veniales y al menos dos infidelidades fue el saldo de la tarde, pero el cierre de la jornada cambiaria el curso de nuestra historia.
– ¡Buenas tardes Padre! – Es el saludo de alguien no acostumbrado a este sacramento.
– ¡Buenas tardes hijo! ¿Hace cuánto no te confiesas? – Pregunté para encaminarlo en su confesión.
– Hace mucho tiempo Padre. ¿No reconoce mi voz Padrecito?
El tono del penitente, me produjo una escalofriante invocación a mi memoria. Y muy inesperada.
– ¡Jimmy! ¿Eres tú? –
– ¡Si Padre!, Por favor, no se levante. Tengo un arma y mucho que contarle.
– ¡Pero hijo! ¿Estás loco? ¿Cómo te atreves?
– ¡Tranquilo Padre! No quiero hacerle daño, ni robarlo. Solo quiero que me escuche. – Afirmó con un tono menos amenazante y más bien afligido.
– ¿Quieres hablar conmigo y vienes con un arma?
– Padre, es que quiero que me escuche, pero temo que se levante y llame a la policía. – continuó evidentemente urgido por hablarme.
– ¡Esta bien hijo! Di lo que tengas que decir.
– Me llamo Marco, Padre. – Primera confesión, a la que no afirmé conocer para no delatar a la esposa de "Junior".
– Muy bien hijo. ¿Eso es Todo?
– No padre, déjeme seguir.
– Continúa entonces – le permití con curiosidad.
– Mi amigo, se llamaba Carlos, Carlos Martin. Y le aseguro que no éramos delincuentes.
– Muy bien dicho hijo. No lo eran, pero bien que empezaron.
– Carlos y yo solo seguíamos instrucciones de alguien más.
– ¿De alguien más? ¿Hay más gente involucrada? – insistí con mayor intriga.
– No Padre. Seguimos siendo el mismo número de personas involucradas.
– Pero hijo, habla más claro, ¿Cuáles personas?
– Carlos y yo. Usted y Sara.
– Y la del video, imagino. – Afirmé, asegurando que hablaba de esa persona a la que obedecían.
– ¡No Padre! No sé quién grabo todo. No era nuestro interés salir en ningún video – aseguró percibiendo mi desconcierto.
– Termina de explicarte, por favor – Exigí temiendo una respuesta que ya presentía.
– ¡Sara Padre! Todo fue culpa de esa mujer.
El escalofrío que había sentido, se incrementó acompañado de cierto desconcierto. Unos segundos de silencio continuaron su revelación, sin poder entender aun, pero interrumpidos por un – ¡Padre!, ¡Padre!
– Continúa hijo. Cuéntame todo.
– Carlos conoció a esa mujer en una tasca. Llevaba saliendo con ella varias semanas. Andaban como locos, pero algo pasó y dejaron de verse. Pero él ya estaba enamorado u obsesionado con ella. Pero ella lo rechazó.
– Sigo sin entender hijo. ¿Qué tengo yo que ver en todo esto?
– Ella al fin lo aceptó nuevamente. Al parecer se habían dejado de ver, por un problema con la esposa de Carlos. Pero a él ya no le importaba su matrimonio.
– ¿La esposa de Carlos también sabía lo que harían? – Pregunte aún más asombrado.
– No creo Padre. Pero ella y Sara también se conocían. Afirmó acrecentando mis incertidumbres.
– ¿Acaso eran amigas?
– No padre. Carlos y su esposa, tenían una relación muy particular. Salían con estudiantes universitarios, tomaban a menudo, usaban drogas y les gustaba mucho experimentar cosas nuevas y uno de sus experimentos fue Sara.
Lo relatado por Jimmy comenzaba a parecerme familiar. Por supuesto. El verdadero nombre de Junior era Carlos Martin. Junior y su esposa, eran los protagonistas del trio al que Sara se refirió en nuestro primer encuentro. A quien ella se refería como "Martin", resultó ser "Junior" y Gabriela según ella, su primer encuentro lésbico. Entonces, ¿Seria yo, otro experimento sexual de ambos?
– Termina de contarme todo Marco. – Exigí un poco más calmado.
– Bueno Padre. Solo sé que todo estaba planificado por ellos dos. Yo no tenía mucha idea de lo que haríamos. Solo me habían adelantado,  que le jugarían una broma a un sacerdote. No sé cómo pudo terminar todo de esa forma. Pero de lo que si estoy seguro, es que esa mujer tiene la culpa de la muerte de mi amigo.
– ¡Pero hijo! ¿Te parece una broma obligarme a tener sexo con ella? ¿Pudiste haberte arrepentido?
– ¡Padre!, esos dos estaban locos. Estoy de acurdo a que llevaron todo al límite, pero usted tiene que aceptar que toda esa situación fue muy excitante para todos, inclusive para usted.
– ¿Excitante? Ustedes se portaron como unos degenerados. – Le reproche con mucha decepción.
– Era todo lo que quería contarle Padre. Esa mujer es la culpable de la muerte de mi amigo. – repitió con innegable rencor.
– ¡No hijo! Los tres son culpables de todo lo sucedido. – Sentencié acusándolo.
– Puede ser Padre. Pero yo estoy huyendo. Y ella anda por ahí libremente y además haciéndola de víctima. – Reprochó acentuando su rencor.
– ¿Acaso crees que eso te disculpa? – Le pregunté devolviéndole el reproche.
– No lo sé Padre. Pero era todo lo que tenía que decirle. No tengo ningún arma, pero le suplico que no salga hasta que me valla. Adiós Padre.
Después de su confesión, aun sabiéndolo desarmado, tardé otro par de segundos en reaccionar. Al fin me levanté, y asomé el torso para solo poder observar tres señoras esperando su turno. Le favoreció a Marco haber mudado el confesionario, colocándolo cerca de la puerta principal, precisamente como uno de los efectos originados de sus bromitas.
Aun desconcertado proseguí con las confesiones, más aturdido que después de la visita de Sara en la mañana. A las tres mujeres que siguieron, las despedí, bendije y absolví sin imponerles penitencia. No podía hacerlo. No las escuché.
Alberto había llegado y se acercó al confesionario recordándome...
– ¡William! Ya casi es hora.
Levanté la mirada hacia él, y después de un brevísimo silencio solo atiné a preguntarle – ¿Qué? ¿La hora?
– ¿Te sientes bien William? – Preguntó Alberto extrañado.
– ¡Si! ¡La misa claro!, ya me preparo.
Caminé hacia la sacristía, remojé mi cara insistentemente, como queriendo despertarme. Me coloqué otra sotana y esperé los cánticos que anuncian el inicio de la celebración.
Con Alberto a mi lado, caminé hacia el altar y después de una rápida mirada hacia toda la concurrencia, comencé persignándome "en el nombre del Padre, del Hijo..."
Era primera vez, que dirigía la misa como un autómata. Aprendí a valorar cada palabra del rito eclesiástico en cada sesión, por más monótono que pareciera, pero esta vez era un zombi quien repetía cada frase sin escucharla. Mi cabeza estaba en el interrogatorio que le esperaba a Sara.
La lectura principal del día, se basó en el Capítulo 18 del  Evangelio según San Mateo, en sus versículos 1 al 35, que al final relata como un rey perdona la deuda de uno de sus ciervos tocado por su misericordia, pero este último no hace lo mismo con su consiervo, condenándolo a la cárcel hasta que saldara su deuda. Llegando a oídos del rey la actitud de su exonerado, reclamándole la falta de misericordia con sus deudores tal como la recibió, le trató de malvado y se lo entregó a los verdugos para que saldara también su deuda. Esta preciosa lectura culmina con el versículo 35 sentenciando:
"Así también mi padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas" (Mt. 18,35)
Al finalizar, levanté nuevamente la mirada hacia los oyentes, quienes esperaban silenciosos la interpretación y el sermón que acompaña la lectura. Infortunadamente, la paradoja entre lo leído y los sentimientos que me abordan, no compaginan con el dictamen de mi conciencia; la que me prohíbe emitir palabras, que incluyan a la hipocresía como otro de mis pecados.
Debí pedir disculpas, que interrumpieran los murmullos que ya acompañaban mi silencio.
– ¡Lo siento Alberto! Pero debo hacer algo primero. – Le dije cediéndole el micrófono.
– ¡Pero William! – exclamó confundido mientras yo salía hacia la residencia.
Así abandoné el templo a media celebración. Dejé la sotana en la butaca de mis contemplaciones y salí literalmente corriendo a la casa de Sara.
Al llegar al frente de su casa, tomé un respiro, que le evitara sospechar la agitación que traía. Pasaron cinco minutos después de tocar el timbre, para que Sara abriera la puerta apenas vestida con un camisón sobre su pijama.
– ¡Padre! ¡Que sorpresa! – exclamó totalmente despreocupada.
– ¡Hola Sara!
– Pase adelante Padre y siéntese donde guste.
No había vuelto desde esa noche y me fue inevitable dirigir la mirada hacia el sofá que sirvió de apoyo a Sara mientras acomodaba su cuerpo al mío. Por otro lado, estaban las butacas donde "Junior y Jimmy" se regocijaban del espectáculo. Preferí sentarme en una esquina del mueble más grande, mientras ella ocupo una de las butacas más cercanas.
– ¡No me diga Padre! Le preocupó que no asistiera a la misa de hoy. ¿Cierto?
– En realidad, no me percaté de tu ausencia hija. Pero no fue eso lo que me trajo a tu casa. – Afirmé con clara parquedad.
– Entonces, ¿viene por mi confesión de la mañana?
– Verdaderamente, estoy aquí por varias confesiones
– No le entiendo Padre. – manifestó confundida.
– Respóndeme algo hija, ¿Acaso es cierto todo lo que dijiste hoy en el confesionario?
– ¡Por supuesto Padre! Aunque sé que no es lo correcto, no podía dejar de decírselo – Afirmó mientras acercaba su cuerpo al borde de la butaca.
– Yo también tengo una confesión que hacerte
– Dígame lo que quiera Padre, que nada podrá alarmarme.
– ¡Lo sé!
– Pero comienza a inquietarme. – confesó con curiosidad.
– Desde tu primera visita lograste perturbarme. Aquel relato tuyo, donde describiste con mucho detalle, como tú y  un hombre que apenas conociste junto a su esposa participaron en un trio. – Le recordé con un poco de sarcasmo.
– ¡Pero Padre!, ¿usted vino ahora a juzgarme o reclamarme por mi confesión?
– ¡No hija! No me corresponde juzgarte. Eso solo puede hacerlo Dios.
– Continúe entonces, porque cada vez entiendo menos.
– A pesar de ser un sacerdote, crees que una mujer hermosa como tú y con un relato como ese, ¿no puede provocarme cierta excitación? – Pregunté aumentando el tono cínico.
– No lo sé Padre. Dígamelo usted. – Respondió acercándose un poco más.
– No te había dicho, que eres la primera mujer con la que tuve un contacto íntimo. ¿Acaso es necesario preguntarme si disfruté tu cuerpo, aun frente a dos delincuentes?
– Usted lo negó padre.
– ¡Cierto! Pues ahora debo confesarte, que fue la experiencia más excitante de mi vida. También debo admitir, que vine a esa cena muy motivado por su atractiva e innegable apariencia, acompañada de su indiscreto relato.
– ¡No me diga Padre! ¿Acaso esos motivos no van en contra de sus principios?
– Estoy seguro de mis principios hija. Ellos me evitan caer en la tentación de mis percepciones como hombre.
– Entonces, ¿a que viene toda esta confesión?
– Aun no la he terminado. – sostuve acercándome a ella.
– ¡Siga Padre! Ahora soy yo la perturbada.
– Después continuaste visitándome, provocándome, exaltándome, hasta tu confesión de hoy.
– Lo hice Padre, porque no podía controlarme. Nunca había sentido tal atracción hacia otro hombre.
– Debo revelarte también, que después de cada visita tuya, tenía que correr a ducharme y satisfacerme con mis manos mientras recordaba tu cuerpo. – Declaré, mientras colocaba mi mano en su rodilla.
– ¡Pues Padre!, si usted continua con estas confesiones, tal vez tenga que hacer lo mismo.
– Tal vez no tenga que ser así Sara. Tal vez tengas un poco de ayuda, más allá de unas manos. – Continué mientras me acercaba un poco más a su cara.
– Es lo que he deseado todo este tiempo. – admitió mientras su respiración aumentaba.
– Acaso, ¿Quieres sentir cuanto deseo provocas en todo mi cuerpo? – Le pregunté mientras tomaba su mano para colocársela entre mis piernas
Hice que sintiera mi erección con sus manos, al tiempo que me levantaba del sofá para colocarme frente a ella. Sus dedos sujetaron con fuerza el pene erecto bajo mi pantalón, mientras ella separaba sus labios expulsando un gemido.
La levante de su asiento, la rodee con mis brazos tomando sus nalgas presionándola hacia mi cuerpo – ¿Acaso no es esto lo que buscabas? – Le pregunté mientras acercaba al mínimo mis labios a los suyos.
– ¡Si Padre! ¡Me vuelve loca! – Exclamó suspirando mientras buscaba mis labios.
No dejé que besara mis labios. Por el contrario, intempestivamente la lancé a la butaca – ¿Eso era lo que buscabas desde el principio cierto? – reproché firmemente.
– ¿Todo estaba preparado? Una visita nocturna, una mujer hermosa y una historia sugestiva. Todo fue premeditado ¿No es así Sara? – continué acusándola directamente.
– ¡No entiendo Padre! ¿Por qué me habla así? – Preguntó desconcertada.
– Lo sé todo Sara. El oficial Cortez me informo sobre la identidad de Junior. Carlos Martin era su verdadero nombre. "Martin" ¿No te suena ese nombre? Igual que el Martin de tu relato.
– No sé de qué habla Padre. Es una coincidencia – Afirmó abrumada, mientras se levantaba buscando mi cuello con sus brazos.
Dejé que se colgara de mí. Permití que besara mis mejillas.
– Conocí a su esposa y hoy en la tarde vino Jimmy a la iglesia – le solté con tranquilidad.
– ¿Jimmy? ¿Lo atrapó la policía? – Cuestionó simulando sorpresa.
– No sigas Sara. Sé que estuvieron de acuerdo todo el tiempo. ¿Qué clase de enferma eres? ¿Acaso era una de tus fantasías acostarte con un sacerdote?
– Usted no sabe nada Padre – Gritó con firmeza.
– ¿Qué es lo que no entiendo? ¿Que por sus excesos murió un hombre?
– Y usted no entiende que por su indiferencia murió otro.
La aseveración de Sara mientras lloraba, originó desconcierto en mi enojo. – ¿de qué hablas? – pregunté confundido.
– Mi esposo se llamaba Abel, Abel Vélez.
Ese nombre removió mi conciencia. Así se llamaba la primera vida que presencié morir por la detonación de un arma. Un arma en su propia mano y dentro de mi iglesia.
– ¿Tu esposo se suicidó en mi iglesia?
– ¡Si! ¡Sí!, y usted no hizo nada por mi esposo. Se negó a escucharlo. – Me acusó mientras lloraba.
– No entiendo Sara. Yo no tenía forma de saber sus intenciones.
– ¡No! No podía saberlo. Pero acaso, ¿usted cree normal, que alguien interrumpa una misa para pedir que lo confiesen? – Continuó reclamando cada vez más alterada.
– ¡No!, no lo es. Pero igual no podía dejar a más de cien personas por el capricho de uno solo.
– ¿Uno solo Padre? Uno solo que lo necesitaba más que sus cien personas.
– Pero el llevaba un arma Sara. Él estaba dispuesto a suicidarse.
– Pero tal vez, si usted le hubiese dedicado unos minutos habría cambiado de parecer. Pero eso, ya no lo sabremos nunca ¿No es así Padre? Usted lo dejo morir. Lo dejo morir sin escucharlo.
– Tienes razón hija. No creas que su muerte no me impresionó. Estuve un año encerrado, sin realizar ningún oficio religioso o de otra índole. – Expliqué tratando de aminorar sus reproches.
– ¡Ah claro! Entonces sus vacaciones para aminorar sus remordimientos, deben aminorar mi dolor, deben aminorar el sufrimiento de su alma.
– ¡Sé que no hija!
– ¡Claro que no padre! Yo quería que usted pagara padre. Yo quería destruir todo en lo que usted cree y hacer que perdiera su fe, que lo expulsaran de su iglesia. 
– Entonces de eso se trataba. De una venganza.
– ¡Si! ¡Venganza!, yo quería que cayera a su nivel. Que pecara como cualquiera. Por eso hice que Carlos lo obligara a tener sexo, que lo hiciera robar y mentir.
– Pero hija. El terminó muerto. ¿No ves la gravedad de todo lo que causaron?
– ¡Si Padre! Yo busque a Carlos en el bar donde lo conocí. El simuló no querer nada conmigo porque así lo quería su esposa. Pero el me buscó y seguimos cogiendo como animales. Y también me obligó como a su esposa a tener sexo con otras mujeres y otros hombres. Intenté dejarlo, pero el insistía; así que le prometí seguir con él si me ayudaba con mi venganza.
– Entonces, ¿Carlos sabía de tu venganza?
– ¡No! Ni siquiera íbamos a robar a la iglesia. El muy depravado me pidió, que después de complacerme con mi plan, tuviera sexo con él y Marco en la iglesia y frente a usted. Yo no quería llegar hasta allá. Ya estaba cansada de sus porquerías.
– ¡Claro! Ahora todo está muy claro. Tú tenías preparado también que yo lo matara. Esa era la parte del plan que Carlos no conocía. Tú colocaste el arma debajo del asiento y te aseguraste que reaccionara como lo hizo para que yo te defendiera.
– ¡Si Padre! Ese sería el mayor pecado que recaería sobre su conciencia. Haberle quitado la vida a otro ser humano. – Terminó por confesar.
– ¿Y nunca pensaste en Marco?
– Ese estúpido era el mejor amigo de Carlos. El debió tomar el arma para vengar a su amigo y usted lo mataría primero.
– ¡Sara! Es muy horrendo todo lo que ha pasado. Planeaste maquiavélicamente destrozar mi condición religiosa y la muerte de tu amante.
– ¡Si Padre! Lo hice. Pero todo salió mal. – Se quejó llorando.
– ¿Es que acaso no salió todo como buscabas?
– ¡No Padre!, Todo se volvió contra mí.
– ¿Acaso esperabas hacer más daño?
– ¡No Padre!, Sucedió algo que no premedité. Algo que aviva más el dolor que causó la muerte de mi esposo.
– ¿Tu conciencia hija? ¿Te diste cuenta que la venganza no calmó tu dolor?
– ¡No Padre! Yo ya no tengo conciencia. Eso también se lo debo a Carlos.
– ¡Entonces Sara! ¿Qué más esperabas?
– No esperaba más nada Padre. No esperaba enamorarme de usted.
– Afirmas sentir eso, con el anillo de compromiso aun en tu dedo. – Le reproché una vez más su engaño, señalando el añillo que le habían robado.
– Lo que hoy confesé en la iglesia, es la pura verdad. Usted me ganó Padre. No hay algo que quiera más, que verlo todos los días y  volver a sentir su cuerpo tomando el mío. – Insistía en sus supuestos sentimientos.
– Sabes que eso no volverá a pasar.
– Lo sé Padre. Seguramente me acusará con la policía. Pero ya nada me importa.
– ¡No hija! Puedes quedarte tranquila si tu conciencia te lo permite. Todo lo dejaré en manos de Dios.
– ¡Padre! Dígame algo antes de irse.
– ¿Qué más quieres de mi Sara?
– ¿Es cierto todo lo que dijo antes? ¿Todo lo que yo le provocaba?
– ¡Es cierto hija!, pero eso es parte de mi vocación. Poder vencer las tentaciones que se nos presentan a diario, debe ser una de las virtudes de un sacerdote. Adiós Sara.
El regreso a la iglesia es un poco más tranquilo. La decepción del engaño y manipulación, terminó por vencer cualquier inclinación, hacia la lujuria que lograba recrear Sara con solo un pensamiento; o tal vez, eso me hacía sentir lo reciente de su revelación.
Ya la iglesia estaba vacía. Solo el automóvil de Alberto permanecía estacionado frente a la residencia. Mi efímera tranquilidad, olvidaba la huida inesperada del servicio religioso, que debía oficiar después de  tres días de inhabilitación.
– ¡Hola Alberto! – Saludé apenado.
– ¿Qué ocurre contigo William? – Pregunto con preocupación y molestia.
– ¡Lo siento Alberto! Debía resolver muchas incógnitas, que me impedían hoy dar un sermón inspirado en esas parábolas.
– ¡No entiendo! Pero igual se lo tendrás que explicar al Obispo mañana. Llamó por teléfono para preguntar cómo te había ido. Entenderás que no podía mentirle; así que te espera en la mañana a primera hora.
– ¡No te preocupes Alberto! Sé que era tu deber contarle. Yo tendría que hacer lo mismo.
– Entonces me retiro. Dios te bendiga William
– ¡Amén! Dios te bendiga también. Gracias por todo.
Al grado que las circunstancias han llevado todo, podría esperar cualquier cosa. Por ello no debía preocuparme de nada, confió en la voluntad de Dios, quien a pesar de mis debilidades nunca me ha abandonado y siempre me ha liberado de los momentos más angustiantes de mi vida; sin que pueda yo, en ningún momento atribuírselo a coincidencia alguna. 
Otra vez en esta butaca, la que ha sentido mis angustias, remordimientos y culpas, además de mis debilidades ante la simple percepción de la existencia de Sara. También necesitaba de una de esas duchas frías; pero más que relajar alguna exaltación, deseaba deslastrarme de cualquier peso adicional, que impidiera mi descanso nocturno. Y por fin mi almohada. Solo abrazarla y cerrar mis ojos me separaban de un nuevo y decisivo día en mi vida.

CONFESIÓN (de Jesús Montiel)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora